Aprovecho la tan esperada, comentada y cercana ceremonia de los XXVI Premios Goya para traer del recuerdo otra de esas interpretaciones inolvidables presentes en la Historia del Cine Español. Y me refiero a la realizada por el malagueño (e internacional) Antonio Banderas en Átame!, su última colaboración con Pedro Almodóvar (hasta su reencuentro este año en La piel que habito), su primera nominación al Goya como Actor Principal. Este año vuelve a ser candidato y, a todas luces, parece que se quedará también sin cabezón en la que se contabiliza como su cuarta nominación (después de 15 años desde la tercera). No obstante, su buen hacer queda de sobra demostrado, aunque haya sido puesto en entredicho en numerosas ocasiones, a tenor de sus poco afortunados empeños en Hollywood. Sin temor a exageraciones, el protagonismo que Pedro Almodóvar regaló a su actor fetiche en aquél entonces supone la constatación del poderío cinematográfico del intérprete, erigiéndose desde ya en su mejor actuación.
En Átame!, Antonio es Ricki, un joven recién salido de un centro psiquiátrico cuyo único motor existencial es conseguir conquistar a la chica de la que se encuentra locamente enamorado y fundar una idílica familia con ella. Para ello, su personaje no dudará en recurrir a un brutal y desquiciado secuestro a través del cual darse a conocer a la "afortunada" destinataria de tan admirables sentimientos. Dentro de este personaje tan marcadamente primario, Banderas supera las constatadas limitaciones dramáticas que siempre le acompañaron refugiándose en una sobriedad presencial y gestual realmente admirables, inmiscuyéndose sin pudores en la desequilibrada personalidad de Ricki y dejándola escapar ante las cámaras con una convicción y solidez descomunales, logrando dar una clamorosa verosimilitud a un personaje que brilla especialmente por la dedicación irracional que muestra hacia cada uno de sus actos, sin permitirse la mínima vacilación, el mínimo juicio moral sobre el alcance de los mismos.
A diferencia del cómodo convencionalismo en el que podría haber caído el actor en su incorporación, el personaje aparece desde el primer momento impregnado de un halo amoroso e inocente que el actor no abandona nunca a lo largo de su actuación, con lo cual consigue que el espectador entienda y, hasta cierto punto, comparta cada una de sus decisiones. La cercanía y notable honradez con la que Antonio Banderas se manifiesta en cada una de sus intervenciones, la ternura rayana a un infantilismo encantador que despliega en los momentos más comprometidos emocionalmente de su personaje, y la imponente, abrumadora carga expresiva que despierta la profunda y penetrante mirada del intérprete, suplen satisfactoriamente la acusada deficiencia de registros que solía lastrar algunos de sus trabajos anteriores, aunque aquí también se manifieste en algún que otro momento clave: el poco convincente llanto que le asalta tras ser repudiado despectivamente en el baño por Marina, por ejemplo.
No obstante, suponen errores menores que no pueden competir con la desenvoltura y la valentía exhibidas por el actor a lo largo de toda su actuación, sin lugar a dudas una de las más completas y estudiadas de cuantas ha llevado a cabo en su carrera, en la que pocas veces se ha permitido el lujo Banderas de exprimirse emocionalmente de una manera tan constringente, dejando escapar de su ser una hondura sentimental, verdaderamente pura, sin añadidos de ninguna clase, que da forma a un trabajo magnífico, que con todo merecimiento se hizo con el Fotogramas de Plata al Mejor Actor de Cine, concedido también por su labor protagónica en La blanca paloma, de Juan Miñón, y Contra el viento, de Francisco Periñán. Puede que, al igual que en aquélla ocasión, tampoco en esta gane el Goya (que no sólo merece por su trabajo en La piel que habito, sino por toda su labor), pero siempre nos quedará el Banderas que forjó Almodóvar.
0 comentarios:
Publicar un comentario