Regresamos a la ceremonia inaugural de los Premios Goya para cerrar definitivamente el repaso a las mejores actuaciones cinematográficas del curso 1986. Y lo hacemos echando un vistazo a la última categoría interpretativa que todavía no habíamos abordado: mejo actriz principal. Categoría que pone de manifiesto el temprano gusto de los académicos por incluir entre sus finalistas a los ganadores de los prestigiosos premios de interpretación del importante Festival de San Sebastián, así como la costumbre de encumbrar encumbrar empeños en nada deslumbrantes con el fin de homenajear a históricos y relevantes mitos de nuestra cinematografía, aunque a tal efecto, tres finalistas por categoría, daba poco margen de maniobra.
El primer año de los Goya se inició la particualarísima relación entre estos galardones y una de las grandes actrices de nuestra cinematografía: Victoria Abril, que figuró finalista gracias a su vuelta al cine de su mentor Vicente Aranda con Tiempo de silencio, en un personaje de jovencita enamorada que sobre el papel podía ser tachado de discreto, pero que la Abril se encargó de acometer con esa peculiar gracia y naturalidad suyas, logrando que su Dorita se impusiera como un reclamo necesario para el visionado de la película. A pesar de lo poco que le permiten lucirse, la Abril se hace suyo todo el metraje y permanece en la memoria del espectador en virtud a la excelsa sencillez y a la desmesurado pragmatismo de un trabajo, en verdad, terriblemente ajustado. No es de extrañar, por tanto que se colara entre las finalistas a un Goya aquella primera edición y que ganara además el premio de la Asociación de Directores Cinematográficos a la mejor actriz.
Tampoco cabe nada que reprochar a la segunda finalista: Ángela Molina. Su regreso al mundo alegórico de su mejor director, Manuel Gutiérrez Aragón, el protagonismo de La mitad del cielo, se alza pronto como el mejor papel que la haya podido caer en gracia a una actriz de su categoría y esto lo supo la Molina desde el principio, pues pasados los primeros minutos de su intervención uno ya es consciente de que está asistiendo al más depurado, íntimo y perfecto de los trabajos llevados a cabo por la intérprete hasta ese momento. Una dicción pormenorizada, que no se tuerce ni pierde fuelle por mucho que las emociones se desborden por el texto o los gestos de la actriz. Unos gestos que se vuelven necesarios y, por lo tanto, únicos y que, sin recurrir al fácil aspaviento, permanecen en el plano de un sereno realismo, asentando sobre la tierra seca y el asfalto árido a esa Rosa trágica, a la que la suerte parece dar la espalda continuamente. La Molina logra que la fragilidad sólo se cuele por sus ojos y que lo que domine el conjunto sea el ímpetu de un cuerpo que se antepone al dolor y apechuga con entereza en las situaciones más adversas. Un verdadero tour de force que permite al espectador quedarse absolutamente fascinado por el maravilloso talento de una actriz que saldaría ese 1986 ganando muy merecidamente la Concha de Plata a la Mejor Actriz del Festival de San Sebastián, un tercer Fotogramas de Plata y colándose entre las tres finalistas a unos primerizos Premios Goya que, con permiso de la ganadora, hubiera tenido que ser para ella con toda justicia.
Pero no, aquel año imperó la Ley de la Deuda y la Academia optó por entregar su primer Goya a la mejor actriz a una veternada del calibre de Amparo Rivelles, que volvía al cine aquel 1986 tras una larga temporada dedicada exclusivamente al teatro. Es precisamente la adaptación de uno de sus últimos éxitos teatrales, Hay que deshacer la casa, de José Luis García Sánchez, la que le hizo ganar el Goya, en un trabajo bonito, lleno de frescura, donde la mítica intérprete se mostraba sumamente natural y cercana, sin ningún tipo de resabio teatral de algún modo esperado dada la naturaleza de la historia, rebosando simpatía y complicidad en cada una de sus intervenciones como esa mujer acomodada que se reencuentra con su hermana tras muchos años sin verse para repartirse las pertenencias de sus padres y que tiene que lidiar no sólo con los recuerdos (tiernos y dulces, unas veces, otras duros y ásperos), sino también con la frustración encubierta que acarrea como mujer madura a la que ya ni su marido ni sus hijos tienen en cuenta. Gracias a haber representado el papel sobre las tablas, la Rivelles literalmente lo borda en Hay que deshacer la casa y mantiene un mano a mano a gran altura con su compañera de reparto, Amparo Soler Leal, cada una de ellas actuando en un tono diferente, lo que aporta el contraste perfecto para que la historia de estas dos hermanas, primordialmente dialogada, no pierda interés en ningún momento. No obstante, en una década donde el star system español comenzaba a renovarse y un trabajo tan remarcable como éste podría haber caído fácilmente en el olvido, la Academia la eligió como la mejor interpretación femenina protagonista en la primera edición de los Premios Goya, haciendo pasar a la historia a Amparo Rivelles como la primera actriz en lograr un reconocimiento que, con el tiempo, alcanzaría no poco prestigio, en lo que suponía, ¡qué duda cabe!, no sólo un premio a su labor en el citado filme de García Sánchez, sino un merecido homenaje a la enorme categoría artística de una de las más grandes figuras del teatro español y latinoamericano.
Las Olvidadas.
Sin embargo, si de lo que se trataba era de dar un Goya a la mejor actriz para recompensar toda una trayectoria, tampoco hubiera sido exagerado tomar como excusa el regreso a la pantalla grande que efectuó la primera gran estrella de nuestro celuloide: la inolvidable y mítica, Imperio Argentina. Tras casi veinte años sin acometer un papel en una película (la última vez había sido un secundario en el drama Con el viento solano (1966), de Mario Camus), dio por concluido tan largo paréntesis cuando José Luis Borau nos la devolvió para inmortalizar en el cine a la "tata" que todos habíamos soñado tener en su maravillosa película Tata mía. Los críticos especializados remarcaron que la que llegó a ser la primera figura femenina del star system nacional en los años 30 no había perdido ni un ápice de su talento y frescura durante tan larga ausencia. Vista hoy, su interpretación protagonista resulta una experiencia inigualable, sólo comparada con la que pueden ofrecer las grandes damas del Hollywood clásico: toda la maestría, la sabiduría y el arte de la más grande actriz que ha dado este país puestos al servicio de un personaje tierno, pícaro y extremadamente inteligente. Imperio hace suyo cada plano y evoluciona delante de la cámara con esa gracia y ese saber estar que sólo conocen las mejores, logrando engatusarnos como esa vieja astuta y descarada, por mucho que su papel en la película nada más exija de su presencia que el lucimiento sin parangón de una artista sumamente carismática. Esa sonrisa suya bien valía por sí misma un Premio Goya, por eso resulta incomprensible que la Academia la dejase fuera de la categoría a la mejor actriz.
Algo que se extiende también a su compañera de reparto en Tata mía, el trabajo con el que Carmen Maura logró depurar formidablemente su alcance dramático. Y es que figurar en el mismo reparto que Imperio Argentina y no achantarse ni quedar reducido a escombro es todo un logro y ya sólo por eso esta mujer debía haber figurado como una de las nominadas. Pero es que, además, la Maura realiza en la cinta de Borau una composición perfecta de su personaje, al que otorga numerosos matices que lo hacen inolvidable. La actriz, tratando una vez más de desmarcarse del cliché al que había quedado unida tras sus primeros protagonismos a las órdenes de Fernando Colomo, se impuso a su imagen de chica moderna abordando a su Elvirita, monja huidiza por el fervor que le producen los hombres, con una lucidez no carente de cierta ironía y logrando un trabajo perfectamente calculado y concienzudo, destacado por casi todos los críticos como una de las creaciones interpretativas más importantes del año. Una actuación simplemente ejemplar.
El año 1986 nos ofreció, quizás, la ocasión más clara que ha disfrutado Amparo Soler Leal en su trayectoria para ser nominada a un Premio Goya. Fue gracias al drama de origen teatral Hay que deshacer la casa, de García Sánchez, para cuya adaptación se contó con sólo una de las actrices que habían interpretado el original sobre las tablas, la Rivelles, mientras que Soler Leal sustituía a Lola Cardona. Todos los parabienes fueron a parar a la Rivelles, incluido aquel primer Goya a la mejor actriz y, sin embargo, el trabajo de Soler Leal en la película tampoco desmerece en absoluto tamaño reconocimiento. Da vida a Ana, esa hermana liberal y liberada que vive en París y que regresa momentáneamente a la casa de sus padres para repartirse con la otra todas sus pertenencias y, de paso, recordar viejos tiempos y cerrar heridas abiertas hace mucho. La actuación de Amparo Soler Leal es enérgica y espontánea, dinámica y fresca, gracias a la enorme naturalidad que siempre han desprendido los trabajos de la actriz, incluso aquellos más arriesgados y comprometidos dramáticamente. Ejerce el contrapunto perfecto a la sobriedad representada por la Rivelles y entre ambas se genera una batalla maravillosa de talentos que tiene su punto álgido en ese intercambio de reproches al que se prestan ambos personajes en su visita al cementerio.
Otra veterana intérprete teatral que pudimos disfrutar en el cine aquel curso sería Asunción Balaguer, a la que su propio hijo le brindaría la oportunidad de desempeñar en pantalla grande su primer papel protagonista en El hermano bastardo de Dios. Aún supeditada al protagonismo infantil de su nieto, el luego también actor Liberto Rabal, se agradece que la participación de Asunción Balaguer sea todo lo extensa que es, pues apechuga con espléndida ternura con esa abuela amorosa y delicada, una buena mujer con un corazón enorme que toma de la actriz esa voz cándida y experta para erigirse en un elemento imprescindible de la película. El duelo interpretativo entre Rabal y Balaguer se salda con un empate técnico, aunque la actriz le gana la partida a su marido en lo que a emotividad y empatía con el espectador se refiere, sobre todo en la dramática escena en el hospital, cuando ante el mal estado de su hijo, su personaje arremete contra el doctor desesperada. Toda la serenidad y dulzura de la que había hecho gala la intérprete desaparecen de un segundo al otro para dejar paso a un terrible dolor y a una pesada incertidumbre que la actriz muestra sin tapujos con la ayuda inestimable de un sabio uso de su aparato vocal, que aporta la dosis justa y necesaria para transmitirnos el estado amargo, casi trágico, por el que atraviesa su bonito personaje, regalo magnífico de Benito Rabal a su espléndida madre.
También fue un regalo, esta vez de un gran amigo como Fernando Fernán Gómez, un personaje clave que marcaría el retorno parcial a la pantalla a finales de la década de la estupenda María Asquerino: el de Florentina, la esposa doliente y amorosa y no poco avariciosa del protagonista de Mambrú se fue a la guerra, que le permitiría ganar el premio a la mejor actriz del Festival de Cine de Cartagena de India y, aunque la nominación al Goya no se materializara, lo que ha quedado para la Historia es una interpretación soberbia, digna de la enorme categoría de una actriz sublime, que se enfrenta a cada intervención con el estoicismo y la entereza de las más grandes, para sacarle el máximo partido a un personaje que siempre transita por una peligrosa ambigüedad moral y al que el espectador jamás logra odiar aunque lo merezca. Y es que sin el oficio de la Asquerino, no habría ternura ni empatía posible en una película en cierto modo fallida.
Por último, estando una cinta de Pedro Almodóvar en la lista de las posibles candidatas, nos es obligado incluir entre las olvidadas a la absoluta protagonista de ella. Assumpta Serna tuvo el honor de convertirse en “chica Almodóvar” con el papel principal de Matador, gracias a la que la Serna se ganó el derecho a ser considerada una actriz de largo alcance, porque dentro de la uniformidad global de la película, entre sus aciertos se cuenta ese trabajo sosegado y austero de la actriz, encarnando con sublime distinción y atractivo a esa pérfida mujer y repulsiva devoradora de hombres, una auténtica mantis religiosa que la Serna acomete con arrebatadora sensualidad y no poca frialdad dando para la Historia del Cine una imagen imperecedera de una atuéntica sádica sexual, logrando quizás la interpretación más redonda de su trayectoria hasta la fecha y, sin lugar a dudas, el punto de inflexión que ya venía pidiendo a gritos una carrera artística bastante zigzagueante, auspiciado por la creciente atención internacional que ya comenzaban a tener los trabajos de Pedro Almodóvar. No la nominarían al Goya, pero se le abrieron de par en par las puertas de otras cinematografías, destacando la norteamericana.