Aprovechando la recién, esperada y merecidísima primera
nominación de Gary Oldman a los
Oscar gracias a El topo (Tinker Tailor
Soldier Spy), de Tomas Alfredson,
me he dejado llevar por el entusiasmo y he recuperado uno de los más laureados
y conocidos trabajos del intérprete inglés, el del mismísimo Conde Drácula en
la magna obra de Francis Ford Coppola.
Contaba con los 34 años cumplidos y ya había sorprendido, cinematográficamente
hablando, dando vida en los ochenta a dos personajes reales de la talla de Sid Vicious, el bajista del grupo Sex
Pistols, en Sid y Nancy, de Alex Cox, y al dramaturgo homosexual Joe Orton, en Ábrete de orejas (Prick Up Your Ears), de Stephen Frears. Viendo el resultado de su trabajo en Drácula de Bram Stoker (1992) sorprende
enterarse de que Oldman no fue la primera elección del director para el papel.
Coppola barajó todo tipo de nombres en Hollywood, desde su sobrino Nicolas Cage hasta reputados
intérpretes de la talla de Daniel
Day-Lewis, Alan Rickman o Gabriel Byrne, pasando incluso por Antonio Banderas.
A la vista del resultado, no me cabe otra que alabar la
decisión última de Coppola. Oldman nos regala una performance mayúscula. Luchando con el hándicap de dar vida a un
personaje mil veces visitado, el actor supera todas las barreras para otorgarnos
un Drácula diferente, nuevo, jamás visto antes. No ya sólo por la barroca y
fascinante concepción visual y narrativa empleada por el megalómano director,
sino sobre todo por la desorbitada humanización a la que el actor somete al
mito. El Drácula de Gary Oldman responde a las expectativas del gótico y el terror
con creces, sí, pero también sorprende por guardar dentro de sí mismo
sentimientos y emociones con los que el espectador es capaz, incluso, de
empatizar. Un reto, sin duda, superado con nota y muy alta.
Ayudado por un trabajo de maquillaje y peluquería
deslumbrante, por lo aterrador, el intérprete logra erizar el vello con la
conjunción de dos elementos que sabe utilizar a merced del miedo de forma
prodigiosa: una mirada subyugante y misteriosa y una voz espectral, digna del
mismo diablo, como no podía ser menos en Nosferatu. El trabajo con la voz
adquiere una dimensión extraordinaria en la actuación de Oldman, no sólo por la
marcada diferenciación de los tonos y los timbres según se trate de dar vida al
viejo Conde o al joven príncipe Vlad que seduce a Mina, sino también por el
logrado acento del este que decora toda su intervención. En el apartado
gestual, el actor efectúa una lograda plasmación de la atmósfera irreal y
espeluznante que rodea al famoso vampiro con movimientos del todo
intencionados. Su cuerpo responde a las exigencias y se muestra contrito pero
lleno de vigor, jamás dudas de que siglos enteros han mermado la capacidad
motriz del personaje. Por el contrario, adquiere porte y elegancia en su
apariencia rejuvenecida y, a pesar de no disponer de un físico esencialmente
atractivo, junto al empleo de esa mirada suya, uno se siente incluso más
seducido aún que la protagonista incorporada por Winona Ryder.
El trabajo de Gary Oldman en Drácula de Bram Stoker se alza como uno de los mejores empeños
interpretativos llevados a cabo en una película en la década de los noventa
aunque injustamente fuera olvidado dentro de los elegidos a los grandes
premios, Oscar incluidos. Hay muchas razones por las que revisitar el clásico
de Coppola siempre, una y otra vez, y una de las más poderosas es admirar,
dejarse asombrar, aterrar, embaucar y, por encima de todo, seducir por el
Drácula de Oldman, el primer vampiro en la Historia del Cine por el que te
dejarías chupar la sangre.
0 comentarios:
Publicar un comentario