Cumplió los 50 y nos abandonó. Durante 3 años no la pudimos
ver en las pantallas, sólo nos dejó escuchar su voz en un papel secundario para
A.I. Inteligencia Artificial (Artificial
Intelligence: A.I.), de Steven
Spielberg. Y nosotros estuvimos a punto de tirarnos de los pelos de la
desesperación. ¿Qué había sido de aquélla costumbre suya de rodar una película
al año? ¿Por qué ese retiro extraño? ¿Le habría dado Hollywood la espalda
también a su más importante estrella femenina de las últimas dos décadas, a su
intérprete más completa? ¿De verdad no había papeles para Meryl Streep? Resulta
increíble. Sea por la razón que fuere, el tiempo transcurrido desde el estreno
de Música del corazón, en septiembre
de 1999, hasta la llegada de la esperadísima Las horas (The Hours), de Stephen
Daldry, en febrero de 2003, resultó ser un auténtico suplicio, una tortura
demasiado gratuita como para no buscar culpables.
Eso sí, el retorno no podía haber sido más perfecto. Gracias
a Las horas asistimos a la
reconciliación de la Streep con esos grandes personajes, de vidas interiores
inexpugnables, profundos y llenos de aristas; esos a los que se entregó en
cuerpo y alma durante los ochenta y que lograban sufrir, amar, vivir hasta la
extenuación casi. Clarissa Vaughan le daba la oportunidad de revivir y extraer
de sí misma toda la maquinaria interpretativa, de enorme nivel y calidad, que
funciona en su interior y nos la sirve asombrosamente desengrasada, como si
tres años alejada de las pantallas no hubiesen mermado en modo alguno su
aparato dramático, más bien al contrario: la actriz se nos presenta ya, ahora
sí con todo el derecho, convertida en la eminencia interpretativa que merecía
ser. Sólo la resolución de la escena en la cocina, donde un grifo trucado la
obliga a improvisar y a continuar soltando texto donde otras hubieran perdido
la concentración e instado a cortar y empezar de nuevo es ejemplo mayúsculo no
ya sólo de su excelso talento, sino también de una profesionalidad aplastante.
Premio en Berlín a la Mejor Actriz, compartido con sus compañeras en el reparto
Julianne Moore y Nicole Kidman, fue ésta última la que
se granjeó mayor número de elogios, nominaciones y premios (Oscar incluido)
gracias a su transformación física para dar vida a la escritora Virginia Woolf; sin embargo, la Streep,
en mi modesto entender, es el alma de la película y merecía mayor número de
recompensas aparte de sus nominaciones al Globo de Oro, al BAFTA o al Satellite.
Recompensas que sí obtuvo por su otra película esa
temporada, Adaptation (El ladrón de
orquídeas), de Spike Jonze.
Nominación al Oscar (como Secundaria), al BAFTA y al Satellite, así como su
cuarto Globo de Oro, como secundaria (hacía veinte años que no lo ganaba) e
innumerables premios de la crítica para su encarnación de la escritora Susan Orlean en esta original y
diferente película salida del coco extraño del guionista Charlie Kaufman, donde la Streep desarrolla un registro de comedia
absolutamente innovador en ella. Y, a pesar de cambiar el cine por la
televisión en el año siguiente, esta decimotercera nominación al Oscar refrescó
la memoria de Hollywood y a la actriz comenzaron a lloverle ofertas por todos
los frentes, mientras que otras compañeras de generación se veían relegadas ya,
casi sin ninguna excepción, a roles meramente secundarios o decorativos y casi
siempre en productos de poca enjundia. Aceptó el reto de hacernos olvidar a la
estupenda Angela Lansbury dando vida
a uno de sus personajes más importantes y estuvo memorable como esa matriarca
fría y manipuladora en el remake de El mensajero del miedo (The Manchurian
Candidate), de Jonathan Demme,
dejando a las claras que era ya una intérprete por encima del bien y del mal y
que esa característica tan suya de hacer de cada personaje un cómplice del
espectador había quedado en el recuerdo. No hay en su Eleanor Shaw necesidad
alguna de caer bien al público, sólo el convencimiento de una intérprete de
afrontar, pese a quien pese, las caras ocultas y más desagradables de un
personaje aborrecible. La volvieron a nominar al Globo de Oro y al BAFTA y se
quedó a las puertas de una nominación al Oscar que, ¡por Dios santo!, merecía
como ninguna otra.
Con la seguridad de quien se sabe intocable, Meryl Streep
logró aunar en su trayectoria aquello que parecía tan difícil en los noventa:
divertirse actuando y quedar para la posteridad. Se dejó utilizar por Hollywood
sin perder un ápice de cordura, conscientes ambos de que sólo su nombre
aseguraba la taquilla. Estuvo paródica y alocada en su pequeña intervención en Una serie de catastróficas desdichas de
Lemony Snicket (Lemony Snicket’s A Series of Unfortunate Events), de Brad Silberling, y fue el contrapunto
cómico, ahora ya en un tono más sereno y realista, al romántico protagonismo de
Uma Thurman en Prime (con desastroso título en castellano, Secretos compartidos), de Ben
Younger. Hizo realidad su sueño de trabajar por fin a las órdenes de Robert Altman, para el que volvió a
cantar en una película del todo infravalorada: El último show (A Prairie Home Companion) y nos dejó con la boca
abierta al aparecer del todo deseable, más bella que nunca, pelo blanco
incluido, rebosando glamour y sofisticación en la piel de Miranda Priestly, un
personaje antipático donde los haya que se erigía, gracias a su talento, en el
principal y casi único atractivo de una película concebida a mayor gloria de la
estrella emergente Anne Hathaway.
Sin embargo, El diablo viste de Prada
(The Devil Wears Prada), de David
Frankel, pertenece a la Streep. Su visionado se hace indispensable por ella
y es de obligación visitarla para calibrar el genio de la actriz, que ya
parecía no tener límites. Tanto es así que, inesperadamente, la película la
volvió a meter en la lucha por los grandes premios de la temporada: llovieron
nuevas nominaciones al Oscar, al BAFTA, al SAG y al Satellite y un nuevo Globo
de Oro, el primero en la categoría de Mejor Actriz de Comedia. El diablo viste de
Prada la puso en boca de todos y su ritmo de trabajo se aceleró para
nuestra fortuna. Nada menos que cuatro estrenos en el año siguiente, 2007,
empezando por la independiente, poco conocida y estrenada Un asunto muy oscuro (Dark Matter), de Chen Shin-Zheng, con un rol muy pequeño, tanto como el desempeñado
en la coral El atardecer (Evening),
de Lajos Koltai, y sin
menospreciarles, dejó muy claro el enorme salto generacional y de nivel que
existe entre ella y las nuevas estrellas, apoyando el protagonismo de Jake Gyllenhaal, Reese Witherspoon y Peter
Sarsgaard en un rol secundario a medio camino entre los desempeñados en En el mensajero del miedo y El diablo viste de Prada, en Expediente Anwar (Rendition), de Gavin Hood. Nos regaló, para terminar
la temporada, un protagonismo excelente, a pesar del nivel medio de la
película, en Leones por corderos (Lions
for Lambs), reencontrándose de nuevo con Robert Redford y demostrando a Tom
Cruise lo importante que es ser intérprete antes que estrella.
Un año después volvió a bajar el ritmo pero ya era
incuestionable que, hiciera lo que hiciera, vendería entradas (ninguna otra
actriz de su generación podía apuntarse tal mérito), sobre todo si se ponía a
la cabeza del elenco de la adaptación cinematográfica del triunfal éxito
musical de Mamma mia!, dirigido por Phillyda Lloyd. Y nos reencontramos con
la Meryl más fresca, natural, espontánea y divertida que nunca, cantando,
bailando, haciendo el ganso y enamorándose (y enamorándonos). A pesar de lo
insustancial del resultado final, volvemos a lo mismo: sólo su presencia y su
asegurado buen hacer justifican el interés de un filme que la premió con
nominaciones al Globo de Oro y al Satellite.
Sin embargo, volvió a endurecer el rostro, lo impregnó de amargura,
rencor y severidad para helarnos la piel en La
duda (Doubt), de John Patrick
Shanley, donde su hosca y áspera monja, directora de un estricto y
conservador colegio, nos devuelve la intensidad de antaño, encubierta bajo una
inexpugnable máscara de hielo donde la actriz vuelve a dejar claro que poco le
importa ya que su criatura caiga bien al espectador. Con este riesgo asumido
por el simple hecho de tratarse de quien es, la Streep fue, otra vez, favorita
entre las nominadas al Oscar, al Globo de Oro, al BAFTA, al Satellite y al SAG.
Se imponía ya, con toda justicia, la idea de que, tras más de veinte años
transcurridos desde que ganara su segunda y última estatuilla dorada, la
Academia de Hollywood debía recompensarla con la tercera de una vez por todas.
Sin embargo, volvieron a dejarla (y a dejarnos) con la miel
en los labios al año siguiente, dándole el Oscar a Sandra Bullock en lugar de a la Streep de Julie y Julia, la almibarada película de Nora Ephron (reconozcámoslo, a Meryl Streep se la nominaba aunque sólo
estornudase). Es cierto que la película no resulta ser gran cosa, pero también
que el trabajo de la intérprete no carece de virtudes. De nuevo un personaje
real, la famosa cocinera televisiva Julia
Child y, como es norma en ella, de nuevo cambios en la entonación e
inflexión de la voz para resultar exacta a la original, asimilación y
reproducción fiel de gestos y miradas, y el vivísimo espíritu, encantador e
inocente de Julia Child que se contagia irremisiblemente gracias al potente
torrente expresivo de la Streep. Ella es la película. Ganó el Satellite y
obtuvo numerosos premios de la crítica, así como una nueva nominación al BAFTA
y un nuevo Globo de Oro como actriz de comedia, categoría a la que también
aspiraba en doble nominación por No es
tan fácil (It’s Complicated), de Nancy
Meyers, una insustancial película romántica, a tres bandas, donde la Streep
se lo pasa pipa como el objeto de deseo de Alec
Baldwin y Steve Martin.
Un año de respiro y asistimos entre el asombro, el
desconcierto y el placer a la transformación física de una Meryl Streep que, no
dispuesta a ceder ni un ápice en su escalada a la gloria, se mete en la piel,
literalmente, de la mismísima Margaret
Thatcher. Ahí es nada. Cierto es que el film de Phyllida Lloyd,
convenientemente llamado La dama de hierro
(The Iron Lady), se queda a medio camino de todo, ni pretende ser un
documento crítico sobre el personaje ni tampoco quiere ensalzarlo, consciente
quizás de que el trabajo de Streep supliría todas las carencias de un guión
demasiado débil. La dama de hierro
es, como suele pasar últimamente en la trayectoria de la intérprete, únicamente
ella. Eso sí, el trabajo de aprehensión que lleva a cabo la actriz con el
personaje real es tan sumamente espeluznante que ya no hace falta más. Da igual
lo que te vayan a contar de Thatcher, lo importante es que te lo va a contar la
mismísima Thatcher. El nivel de identificación actriz-personaje es insuperable,
Streep alcanza cotas impensables en un trabajo de este cariz: cada gesto, cada
mirada, cada variación en el tono y el timbre de la voz… todo, absolutamente
todo es Margaret Thatcher. Y lo que es mejor de todo, un trabajo de este tipo
podría quedarse meramente en el aspecto externo, no ir más allá puesto que
nuestros ojos nos engañan y sólo con ver a Thatcher ya creemos que estamos ante
ella; pero no, la Streep se mete a fondo y nos exorcisa dándole alma a un
personaje tan sumamente mítico. No quiero decir que lo que Streep ejecuta al
nivel emocional de su personaje sea exactamente lo que fue Thatcher, no, en
modo alguno, pero la intérprete se permite el lujo de crear, como magnífica artista que lo es, y dar entidad dramática,
sentimental, a un personaje demasiado icónico como para verlo como al resto de
los mortales.
Y ahora sí. Ahora parece que sí. Justo cuando se cumplen 30
años desde su último Oscar parece que nada ni nadie (ni siquiera Glenn Close con su sexta nominación sin
premio) van a ponerse en su camino. Y, ciertamente, se lo merece. No ya sólo
por una trayectoria inigualable, por haberse aupado al Olimpo de las más grandes
a base de un talento incuestionable y una perseverancia en el ‘más difícil
todavía’, siempre con la versatilidad como marco de actuación; la trayectoria
que ninguna otra intérprete (de su generación y de las venideras) puede
permitirse porque, dejando a un lado el talento, Hollywood nunca lo consentirá
como se lo ha consentido a ella. Se lo merece, sobre todo, porque su trabajo en
La dama de hierro es insuperable, la
cúspide interpretativa de la estrella, la demostración de que para ser una de
las más grandes no sólo hay que tener talento, sino también hay que saber
currárselo. Y ella lo ha hecho, vaya si lo ha hecho. Ha ganado ya su segundo
BAFTA, premio que no conseguía desde La
mujer del teniente francés, en 1981; su séptimo Globo de Oro (tiene otro
más en el apartado televisivo por la miniserie Angels in America); y nuevas nominaciones al Satellite y al SAG,
así como algunos premios de la crítica. Suma, en total, 101 premios y 107
nominaciones (esta semana, además, se la homenajea en Berlín con un Oso de Oro Honorífico a toda su carrera), probablemente el palmarés más completo y envidiado de la
cinematografía internacional y está a punto, ¡qué duda cabe!, de igualar a la
insigne Ingrid Bergman (dos Oscar
como principal y uno como secundaria) y, me apuesto el cuello, a que la veremos
igualando también el record de Katharine
Hepburn, ganando un cuarto Oscar dentro de no mucho tiempo. De todos modos,
no nos precipitemos: sentémonos en la butaca (del cine si no habéis ido a ver
aún tan prodigiosa interpretación o en el salón si os ha picado la curiosidad
de ahondar en su filmografía), abramos bien los párpados, dejémonos asombrar y
enamorar por el arte de la más grande porque ante ella vivimos en una época de
absolutos privilegiados. ¿Serían conscientes los espectadores del cine de los
años 30 de que estaban siendo testigos del desarrollo de la inmortalidad a
través de los trabajos de intérpretes de la talla de la mencionada Hepburn, Bette Davis, Gary Cooper o James Stewart?
Nosotros lo somos, así que disfrutemos de un mito en vida, uno de los pocos del
cine contemporáneo cuyo legado permanecerá incólume ante el paso inexorable del
tiempo.
Imprescindible en:
Imprescindible en:
- Las horas (The Hours), de Stephen Daldry (2002).
- Adaptation (El ladrón
de orquídeas), de Spike Jonze (2002).
- El mensajero del
miedo (The Manchurian Candidate), de Jonathan
Demme (2004).
- Secretos compartidos
(Prime), de Ben Younger (2005).
- El último show (A
Prairie Home Companion), de Robert
Altman (2006).
- El Diablo viste de
Prada (Devil Wears Prada), de David
Frankel (2006).
- Mamma Mia!, de Phyllida Lloyd (2008).
- La duda (Doubt),
de John Patrick Shanley (2008).
- Julie y Julia, de
Nora Ephron (2009).
- La dama de hierro (The
Iron Lady), de Phyllida Lloyd (2011).
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