martes, 14 de febrero de 2012

Meryl & Oscar, una historia de amor (III)



Cumplió los 50 y nos abandonó. Durante 3 años no la pudimos ver en las pantallas, sólo nos dejó escuchar su voz en un papel secundario para A.I. Inteligencia Artificial (Artificial Intelligence: A.I.), de Steven Spielberg. Y nosotros estuvimos a punto de tirarnos de los pelos de la desesperación. ¿Qué había sido de aquélla costumbre suya de rodar una película al año? ¿Por qué ese retiro extraño? ¿Le habría dado Hollywood la espalda también a su más importante estrella femenina de las últimas dos décadas, a su intérprete más completa? ¿De verdad no había papeles para Meryl Streep? Resulta increíble. Sea por la razón que fuere, el tiempo transcurrido desde el estreno de Música del corazón, en septiembre de 1999, hasta la llegada de la esperadísima Las horas (The Hours), de Stephen Daldry, en febrero de 2003, resultó ser un auténtico suplicio, una tortura demasiado gratuita como para no buscar culpables.

Eso sí, el retorno no podía haber sido más perfecto. Gracias a Las horas asistimos a la reconciliación de la Streep con esos grandes personajes, de vidas interiores inexpugnables, profundos y llenos de aristas; esos a los que se entregó en cuerpo y alma durante los ochenta y que lograban sufrir, amar, vivir hasta la extenuación casi. Clarissa Vaughan le daba la oportunidad de revivir y extraer de sí misma toda la maquinaria interpretativa, de enorme nivel y calidad, que funciona en su interior y nos la sirve asombrosamente desengrasada, como si tres años alejada de las pantallas no hubiesen mermado en modo alguno su aparato dramático, más bien al contrario: la actriz se nos presenta ya, ahora sí con todo el derecho, convertida en la eminencia interpretativa que merecía ser. Sólo la resolución de la escena en la cocina, donde un grifo trucado la obliga a improvisar y a continuar soltando texto donde otras hubieran perdido la concentración e instado a cortar y empezar de nuevo es ejemplo mayúsculo no ya sólo de su excelso talento, sino también de una profesionalidad aplastante. Premio en Berlín a la Mejor Actriz, compartido con sus compañeras en el reparto Julianne Moore y Nicole Kidman, fue ésta última la que se granjeó mayor número de elogios, nominaciones y premios (Oscar incluido) gracias a su transformación física para dar vida a la escritora Virginia Woolf; sin embargo, la Streep, en mi modesto entender, es el alma de la película y merecía mayor número de recompensas aparte de sus nominaciones al Globo de Oro, al BAFTA o al Satellite.


Recompensas que sí obtuvo por su otra película esa temporada, Adaptation (El ladrón de orquídeas), de Spike Jonze. Nominación al Oscar (como Secundaria), al BAFTA y al Satellite, así como su cuarto Globo de Oro, como secundaria (hacía veinte años que no lo ganaba) e innumerables premios de la crítica para su encarnación de la escritora Susan Orlean en esta original y diferente película salida del coco extraño del guionista Charlie Kaufman, donde la Streep desarrolla un registro de comedia absolutamente innovador en ella. Y, a pesar de cambiar el cine por la televisión en el año siguiente, esta decimotercera nominación al Oscar refrescó la memoria de Hollywood y a la actriz comenzaron a lloverle ofertas por todos los frentes, mientras que otras compañeras de generación se veían relegadas ya, casi sin ninguna excepción, a roles meramente secundarios o decorativos y casi siempre en productos de poca enjundia. Aceptó el reto de hacernos olvidar a la estupenda Angela Lansbury dando vida a uno de sus personajes más importantes y estuvo memorable como esa matriarca fría y manipuladora en el remake de El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate), de Jonathan Demme, dejando a las claras que era ya una intérprete por encima del bien y del mal y que esa característica tan suya de hacer de cada personaje un cómplice del espectador había quedado en el recuerdo. No hay en su Eleanor Shaw necesidad alguna de caer bien al público, sólo el convencimiento de una intérprete de afrontar, pese a quien pese, las caras ocultas y más desagradables de un personaje aborrecible. La volvieron a nominar al Globo de Oro y al BAFTA y se quedó a las puertas de una nominación al Oscar que, ¡por Dios santo!, merecía como ninguna otra.


Con la seguridad de quien se sabe intocable, Meryl Streep logró aunar en su trayectoria aquello que parecía tan difícil en los noventa: divertirse actuando y quedar para la posteridad. Se dejó utilizar por Hollywood sin perder un ápice de cordura, conscientes ambos de que sólo su nombre aseguraba la taquilla. Estuvo paródica y alocada en su pequeña intervención en Una serie de catastróficas desdichas de Lemony Snicket (Lemony Snicket’s A Series of Unfortunate Events), de Brad Silberling, y fue el contrapunto cómico, ahora ya en un tono más sereno y realista, al romántico protagonismo de Uma Thurman en Prime (con desastroso título en castellano, Secretos compartidos), de Ben Younger. Hizo realidad su sueño de trabajar por fin a las órdenes de Robert Altman, para el que volvió a cantar en una película del todo infravalorada: El último show (A Prairie Home Companion) y nos dejó con la boca abierta al aparecer del todo deseable, más bella que nunca, pelo blanco incluido, rebosando glamour y sofisticación en la piel de Miranda Priestly, un personaje antipático donde los haya que se erigía, gracias a su talento, en el principal y casi único atractivo de una película concebida a mayor gloria de la estrella emergente Anne Hathaway. Sin embargo, El diablo viste de Prada (The Devil Wears Prada), de David Frankel, pertenece a la Streep. Su visionado se hace indispensable por ella y es de obligación visitarla para calibrar el genio de la actriz, que ya parecía no tener límites. Tanto es así que, inesperadamente, la película la volvió a meter en la lucha por los grandes premios de la temporada: llovieron nuevas nominaciones al Oscar, al BAFTA, al SAG y al Satellite y un nuevo Globo de Oro, el primero en la categoría de Mejor Actriz de Comedia. El diablo viste de Prada la puso en boca de todos y su ritmo de trabajo se aceleró para nuestra fortuna. Nada menos que cuatro estrenos en el año siguiente, 2007, empezando por la independiente, poco conocida y estrenada Un asunto muy oscuro (Dark Matter), de Chen Shin-Zheng, con un rol muy pequeño, tanto como el desempeñado en la coral El atardecer (Evening), de Lajos Koltai, y sin menospreciarles, dejó muy claro el enorme salto generacional y de nivel que existe entre ella y las nuevas estrellas, apoyando el protagonismo de Jake Gyllenhaal, Reese Witherspoon y Peter Sarsgaard en un rol secundario a medio camino entre los desempeñados en En el mensajero del miedo y El diablo viste de Prada, en Expediente Anwar (Rendition), de Gavin Hood. Nos regaló, para terminar la temporada, un protagonismo excelente, a pesar del nivel medio de la película, en Leones por corderos (Lions for Lambs), reencontrándose de nuevo con Robert Redford y demostrando a Tom Cruise lo importante que es ser intérprete antes que estrella.


Un año después volvió a bajar el ritmo pero ya era incuestionable que, hiciera lo que hiciera, vendería entradas (ninguna otra actriz de su generación podía apuntarse tal mérito), sobre todo si se ponía a la cabeza del elenco de la adaptación cinematográfica del triunfal éxito musical de Mamma mia!, dirigido por Phillyda Lloyd. Y nos reencontramos con la Meryl más fresca, natural, espontánea y divertida que nunca, cantando, bailando, haciendo el ganso y enamorándose (y enamorándonos). A pesar de lo insustancial del resultado final, volvemos a lo mismo: sólo su presencia y su asegurado buen hacer justifican el interés de un filme que la premió con nominaciones al Globo de Oro y al Satellite.  Sin embargo, volvió a endurecer el rostro, lo impregnó de amargura, rencor y severidad para helarnos la piel en La duda (Doubt), de John Patrick Shanley, donde su hosca y áspera monja, directora de un estricto y conservador colegio, nos devuelve la intensidad de antaño, encubierta bajo una inexpugnable máscara de hielo donde la actriz vuelve a dejar claro que poco le importa ya que su criatura caiga bien al espectador. Con este riesgo asumido por el simple hecho de tratarse de quien es, la Streep fue, otra vez, favorita entre las nominadas al Oscar, al Globo de Oro, al BAFTA, al Satellite y al SAG. Se imponía ya, con toda justicia, la idea de que, tras más de veinte años transcurridos desde que ganara su segunda y última estatuilla dorada, la Academia de Hollywood debía recompensarla con la tercera de una vez por todas.


Sin embargo, volvieron a dejarla (y a dejarnos) con la miel en los labios al año siguiente, dándole el Oscar a Sandra Bullock en lugar de a la Streep de Julie y Julia, la almibarada película de Nora Ephron (reconozcámoslo, a Meryl Streep se la nominaba aunque sólo estornudase). Es cierto que la película no resulta ser gran cosa, pero también que el trabajo de la intérprete no carece de virtudes. De nuevo un personaje real, la famosa cocinera televisiva Julia Child y, como es norma en ella, de nuevo cambios en la entonación e inflexión de la voz para resultar exacta a la original, asimilación y reproducción fiel de gestos y miradas, y el vivísimo espíritu, encantador e inocente de Julia Child que se contagia irremisiblemente gracias al potente torrente expresivo de la Streep. Ella es la película. Ganó el Satellite y obtuvo numerosos premios de la crítica, así como una nueva nominación al BAFTA y un nuevo Globo de Oro como actriz de comedia, categoría a la que también aspiraba en doble nominación por No es tan fácil (It’s Complicated), de Nancy Meyers, una insustancial película romántica, a tres bandas, donde la Streep se lo pasa pipa como el objeto de deseo de Alec Baldwin y Steve Martin.


Un año de respiro y asistimos entre el asombro, el desconcierto y el placer a la transformación física de una Meryl Streep que, no dispuesta a ceder ni un ápice en su escalada a la gloria, se mete en la piel, literalmente, de la mismísima Margaret Thatcher. Ahí es nada. Cierto es que el film de Phyllida Lloyd, convenientemente llamado La dama de hierro (The Iron Lady), se queda a medio camino de todo, ni pretende ser un documento crítico sobre el personaje ni tampoco quiere ensalzarlo, consciente quizás de que el trabajo de Streep supliría todas las carencias de un guión demasiado débil. La dama de hierro es, como suele pasar últimamente en la trayectoria de la intérprete, únicamente ella. Eso sí, el trabajo de aprehensión que lleva a cabo la actriz con el personaje real es tan sumamente espeluznante que ya no hace falta más. Da igual lo que te vayan a contar de Thatcher, lo importante es que te lo va a contar la mismísima Thatcher. El nivel de identificación actriz-personaje es insuperable, Streep alcanza cotas impensables en un trabajo de este cariz: cada gesto, cada mirada, cada variación en el tono y el timbre de la voz… todo, absolutamente todo es Margaret Thatcher. Y lo que es mejor de todo, un trabajo de este tipo podría quedarse meramente en el aspecto externo, no ir más allá puesto que nuestros ojos nos engañan y sólo con ver a Thatcher ya creemos que estamos ante ella; pero no, la Streep se mete a fondo y nos exorcisa dándole alma a un personaje tan sumamente mítico. No quiero decir que lo que Streep ejecuta al nivel emocional de su personaje sea exactamente lo que fue Thatcher, no, en modo alguno, pero la intérprete se permite el lujo de crear, como magnífica artista que lo es, y dar entidad dramática, sentimental, a un personaje demasiado icónico como para verlo como al resto de los mortales.


Y ahora sí. Ahora parece que sí. Justo cuando se cumplen 30 años desde su último Oscar parece que nada ni nadie (ni siquiera Glenn Close con su sexta nominación sin premio) van a ponerse en su camino. Y, ciertamente, se lo merece. No ya sólo por una trayectoria inigualable, por haberse aupado al Olimpo de las más grandes a base de un talento incuestionable y una perseverancia en el ‘más difícil todavía’, siempre con la versatilidad como marco de actuación; la trayectoria que ninguna otra intérprete (de su generación y de las venideras) puede permitirse porque, dejando a un lado el talento, Hollywood nunca lo consentirá como se lo ha consentido a ella. Se lo merece, sobre todo, porque su trabajo en La dama de hierro es insuperable, la cúspide interpretativa de la estrella, la demostración de que para ser una de las más grandes no sólo hay que tener talento, sino también hay que saber currárselo. Y ella lo ha hecho, vaya si lo ha hecho. Ha ganado ya su segundo BAFTA, premio que no conseguía desde La mujer del teniente francés, en 1981; su séptimo Globo de Oro (tiene otro más en el apartado televisivo por la miniserie Angels in America); y nuevas nominaciones al Satellite y al SAG, así como algunos premios de la crítica. Suma, en total, 101 premios y 107 nominaciones (esta semana, además, se la homenajea en Berlín con un Oso de Oro Honorífico a toda su carrera), probablemente el palmarés más completo y envidiado de la cinematografía internacional y está a punto, ¡qué duda cabe!, de igualar a la insigne Ingrid Bergman (dos Oscar como principal y uno como secundaria) y, me apuesto el cuello, a que la veremos igualando también el record de Katharine Hepburn, ganando un cuarto Oscar dentro de no mucho tiempo. De todos modos, no nos precipitemos: sentémonos en la butaca (del cine si no habéis ido a ver aún tan prodigiosa interpretación o en el salón si os ha picado la curiosidad de ahondar en su filmografía), abramos bien los párpados, dejémonos asombrar y enamorar por el arte de la más grande porque ante ella vivimos en una época de absolutos privilegiados. ¿Serían conscientes los espectadores del cine de los años 30 de que estaban siendo testigos del desarrollo de la inmortalidad a través de los trabajos de intérpretes de la talla de la mencionada Hepburn, Bette Davis, Gary Cooper o James Stewart? Nosotros lo somos, así que disfrutemos de un mito en vida, uno de los pocos del cine contemporáneo cuyo legado permanecerá incólume ante el paso inexorable del tiempo.


Imprescindible en:

Las horas (The Hours), de Stephen Daldry (2002).
Adaptation (El ladrón de orquídeas), de Spike Jonze (2002).
El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate), de Jonathan Demme (2004).
Secretos compartidos (Prime), de Ben Younger (2005).
- El último show (A Prairie Home Companion), de Robert Altman (2006).
El Diablo viste de Prada (Devil Wears Prada), de David Frankel (2006).
Mamma Mia!, de Phyllida Lloyd (2008).
La duda (Doubt), de John Patrick Shanley (2008).
Julie y Julia, de Nora Ephron (2009).
La dama de hierro (The Iron Lady), de Phyllida Lloyd (2011).

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