miércoles, 15 de febrero de 2012

El abuelo mítico de Fernando Fernán Gómez



Buscando en mi memoria cinéfila grandes interpretaciones he advertido que apenas he dedicado unas lineas a los intérpretes patrios. En estas estaba cuando se me ha venido a la cabeza El abuelo (1998), de José Luis Garci. Nada mejor para romper el hielo con la interpretación en el cine español que empezar recordando a uno de los mejores y más importantes actores de nuestro país, el insigne Fernando Fernán-Gómez, cuya filmografía está plagada de buenos, intensos y memorables papeles, sobre todo cuando en los noventa daba vida, con toda la autoridad que su persona merecía, a roles imperecederos.
Un papel como este de Don Rodrigo de Arista-Potestad, Conde de Albrit, señor de Jerusa y de Polán, precisaba la maestría de un genio para obtener un resultado acorde a la soberana raigambre de su material literario de base. Y nadie mejor que este veterano incombustible para hacer carne esa lógica implacable que impone la honra al resto de elementos importantes en la existencia de un hombre que caracteriza al protagonista de El abuelo, un anciano de estrica y áspera personalidad obsesionado con desentrañar el vergonzoso secreto oculto en su familia, que vive inmerso en una profunda y angustiosa duda que encuentra enorme obstáculo en el sincero y cándido cariño que inspiran las dos niñas, sobre las que pesa tamaña deshonra. Superponiéndose con elevada distinción al origen folletinesco de la trama gracias a la honda humanidad de su trabajo, que elude cualquier tipo de juicio negativo hacia el personaje, y apechugando con una sabia y elegante concepción del ritmo con los hermosos parlamentos de pomposo fundamento literario en los que se recrea impunemente la obra de José Luis Garci, Fernando Fernán-Gómez realiza la que probablemente sea su mejor y más completa actuación. 


A través de una contención suprema de la emoción, que sale a escena cuando debe y de la forma que debe, incluso en los momentos de mayor tensión, gracias a un control exacto de cada gesto y movimiento, que incluye una excelsa aprehensión de los achaques característicos de la vejez, como son una agitación constante de sus manos y una inestable firmeza postural sostenida por ese inseparable bastón del personaje, Fernán-Gómez se muestra contundente y riguroso en la plasmación de ese carácter indomable, sumamente terco e inflexible, a la vez que se atreve a exhibir sin pudores una ternura y compasión altamente emocionantes construyendo la agria soledad en la que se va sumergiendo lentamente el Conde de Albrit. 

Soberbio y cercano, la grandilocuencia de su prepotente actitud no evita al intérprete exponerse ante las cámaras de una manera tan hermosamente sincera, tan incontestablemente sensible, tan dolorosamente cálido, confeccionando de forma espléndida el retrato cinematográfico que merecía el mítico personaje creado por Benito Pérez Galdós. Incomprensiblemente olvidado en los Oscar, en una edición donde la cinta aspiró al premio a la Mejor Película Extranjera y triunfó la mojigatería apayasada del italiano Roberto Begnini en La vida es bella, el intérprete merecía a todas luces ser incluido en la terna al mejor actor por haber dado forma a un fascinante trabajo interpretativo que se alza pronto como toda una lección de arte dramático, casi imposible de describir adecuadamente dada su descomunal grandeza. Premiado, eso sí, dentro de nuestras fronteras como resulta oportuno (además del Goya al Mejor Actor de 1998, también ganó el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos, compartido con su compañero en la cinta, el genial Rafael Alonso) debido a la categoría de esta composición, la imagen de su figura quebradiza sobre el acantilado envuelto en esa larga barba blanca, ese imprescindible sombrero y ese gabán negro, posee ya un lugar destacado y eterno dentro de la imaginería del Cine Español.



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