domingo, 12 de febrero de 2012

Meryl & Oscar, una historia de amor (II)




Llegó a la década de los noventa bien asentada en una posición bastante inusual para una actriz que recién había cumplido los 40 años. La industria, el público y buena parte de la crítica la estimaban como la mejor actriz americana del momento. Su trayectoria esencialmente dramática en los ochenta le había granjeado, además de ocho candidaturas al Oscar en un intervalo de tiempo tan corto como diez años, infinidad de premios y nominaciones por doquier. Es cierto que los noventa supusieron un resurgimiento artístico para algunas de sus compañeras de generación (el caso más claro lo protagoniza Susan Sarandon) o, por lo menos, un afianzamiento profesional que las mantuvo trabajando a buen ritmo durante, por lo menos, la mitad de la década (caso de Glenn Close, Sigourney Weaver o Jessica Lange). Para Meryl Streep, que se había ganado con creces ser la cabeza visible de esta generación de actrices americanas, los noventa significaron un momento de calma. La actriz pareció despreocuparse de hacer avanzar su trayectoria por la senda intensa y grandiosa por la que la había dirigido en los ochenta y ‘cedió’ al puro entretenimiento. No es en modo alguno reprochable que, tras el estatus obtenido, echara en falta un poco de esparcimiento. El problema surge cuando durante esta tregua dramática la Streep evidencia leves errores de elección.


Su primera película en los noventa, Postales desde el filo (Postcards from the Edge), de Mike Nichols, no resulta nada desdeñable. Aparte de proporcionarle la oportunidad de medirse con la magnífica Shirley MacLaine en esta historia basada en la relación de la actriz Debbie Reynolds con su hija, la también actriz, Carrie Fisher, también le reportó su primer papel netamente cómico con cierta enjundia. La Streep pudo sacarse la espinita de una vez por todas y, hay que reconocerlo, se erige en una estupenda comediante aún rivalizando con una de las mejores en el género, la MacLaine, ante la que no palidece en ningún plano. Un rotunto éxito personal que se saldó con nuevas nominaciones al Oscar y al Globo de Oro (Comedia) que no hacían prever lo que vendría a continuación. La actriz pareció poner tanto empeño en desvincularse de la imagen grave y profunda que nos impusieron sus trabajos de los ochenta que se esparció profesionalmente aceptando roles en comedias intrascendentes, donde, a pesar de todo, ella resulta encantadora y brinda al espectador la sensación de que el único motivo por el que llegó a protagonizar El cielo... próximamente (Defending Your Life), de Albert Brooks, o La muerte os sienta tan bien (Death Becomes Her), de Robert Zemeckis, es por desquitarse emocionalmente de su trabajo, disfrutar haciendo el ganso ante la cámara y despacharse a gusto desmadrándose. Nunca antes la habíamos visto tan suelta y tan desprejuiciada y, sin embargo, la técnica y el talento no la abandonan y obtiene interpretaciones verídicas jugando con la superficialidad del conjunto, como en La muerte os sienta tan bien, por la que volvió a aspirar a un Globo de Oro (Comedia) como premio al buen rollo que desprende su trabajo.


Sin embargo, el enorme error de Meryl en los noventa llegó en 1993, al aceptar protagonizar La casa de los espíritus (The House of the Spirits), de Bille August. Estaba claro que un material como la novela de Isabel Allende era ya un reto demasiado arduo de llevar convenientemente a la pantalla, pero es que el papel de su protagonista resulta un personaje demasiado alejado, en forma y esencia a la Streep que no queda otra que resignarse y preguntarse: ¿le queda grande el papel o es la actriz la que es demasiado grande? Opto por la segunda opción. No había personaje que, a estas alturas, no pudiese defender e inmortalizar el genio de la actriz. Clara del Valle es un personaje demasiado leve, demasiado ‘espiritual’ e insustancial, sobre  todo por lo que ha quedado de él en el guión de August, para que una intérprete, con los 40 años ya cumplidos (para más inri) pueda darle credibilidad en sus carnes. El desastre de la película no sólo resultó perjudicial para la Streep, también a Jeremy Irons se le ve incómodo en su papel y los jóvenes Winona Ryder y Antonio Banderas no acertaron a darles a los suyos el enfoque correcto. Sólo Glenn Close sale ilesa de la hoguera, puesto que tuvo la suerte de dar entidad al más interesante de los personajes del libro, además en un registro severo e intransigente que ya había probado con buenos resultados en trabajos anteriores. Se resarció en parte del fracaso con su siguiente película, Río salvaje (The River Wild), de Curtis Hanson, que le permitió cambiar de registro dentro de un thriller de acción enmascarado en un drama por la supervivencia. El evidente esfuerzo físico que acompaña a su trabajo, debido a las condiciones hostiles de parte de las localizaciones de rodaje, suma puntos a la hora de calificar su interpretación y es que, fiel a su filosofía de “el más difícil todavía”, la actriz interpretó ella misma la mayoría de sus escenas de riesgo e, incluso, estuvo a punto de morir ahogada rodando una de las últimas tomas del rodaje que, en un principio, se había negado a repetir en virtud del cansancio físico que la consumía. El balance final es que Streep resuelve con buena nota su participación en este producto mercantil, bien conducido por Hanson y con notables trabajos también del resto del elenco, y se volvió a colar entre las aspirantes al Globo de Oro, de nuevo en la categoría dramática, y a los Premios del Sindicato de Actores (SAG), el primer año en el que se establecían candidaturas competitivas y no sólo se entregaba un Premio Honorífico a una figura destacada dentro del mundo de la interpretación.


Cuando los noventa llegaban ya a su ecuador y parecía que la tregua dramática de Meryl Streep se iba a alargar en demasía, llegó Clint Eastwood y le brindó su gran papel dramático de la década, otro de los más laureados trabajos de la actriz. En Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County), la Streep más visceral, aquella que ahondaba en los sentimientos de sus personajes para abrirlos en canal y exponerlos ante nuestros atónitos, admirados y sufridos ojos, volvía por la puerta grande. La actriz regala no ya una estupenda interpretación, sino una clase magistral de arte dramático en la piel de esa ama de casa, de origen italiano, que ve tambalearse toda su cómoda y gris existencia al toparse inesperadamente con el amor, en la piel de un fotógrafo de la revista National Geographic (Eastwood). Sin embargo, lejos de lo se pueda suponer, Meryl Streep ahonda en las vicisitudes morales, emocionales y sentimentales de su personaje y nos las presenta de la manera más sencilla posible, a través de una economía gestual apabullante, por la que rezuman mil y un matices de estremecedora belleza. Esa contención deriva en perfección. No hay nada que sobre ni que falte en su trabajo, sin lugar a dudas, uno de los más hermosos desempeñados por una actriz en toda la Historia del Cine. Por este papel, que lo ansiaron actrices de la talla de Susan Sarandon, Jessica Lange, Barbara Hershey, Anjelica Huston, Catherine Deneuve (quien llegó a hacer hasta una audición en Londres), Cher o Isabella Rossellini, la Streep volvió a luchar por un Oscar, cuatro años después de su última nominación. Cuatro largos años. La de 1995 fue una edición particularmente reñida y no es reprochable que, frente al elevadísimo nivel de las cinco interpretaciones candidatas, la de Meryl no obtuviese finalmente recompensa. Eso sí, también quedó nominada a los Globos de Oro y al SAG.


No obstante, el éxito de Los puentes de Madison no significó la recuperación instantánea de la enorme actriz a la que nos habíamos acostumbrado a admirar en la pantalla. Un año después, la Streep se apuntó al reparto de Antes y después (Before and After), un trhiller dramático dirigido con desgana por Barbet Schroeder, sobre un matrimonio que presencia cómo su hijo mayor es acusado del asesinato de su novia. El material ofrecía enormes dosis de lucimiento para una actriz como Meryl Streep y, sin embargo, la actriz aparece desvaída y distraída, da la sensación viendo la película de que el personaje, la historia, el proyecto o las tres cosas a la vez, no la interesaban lo más mínimo. Resulta un hecho sorprendente viniendo de alguien que siempre se había caracterizado en su trayectoria por mostrarse, como mínimo, voluntariosa. Estuvo algo mejor en La habitación de Marvin (Marvin’s Room), de Jerry Zaks, rodada ese mismo año, como una madre descuidada que se ve obligada a retomar su fría relación con su hermana debido a la leucemia que ésta padece. Este drama pequeño, sin pretensiones, vino muy bien para superar el susto recibido con Antes y después, aunque la película pertenezca, por derecho propio, a su compañera de reparto, una estupenda Diane Keaton, quien a pesar de no figurar nominada en los Globos de Oro (cosa que sí logró Streep), fue quien se ganó la nominación al Oscar.


El baile de agosto (Dancing at Lughnasa), de Pat O’Connor, llegó para confirmar que lo de Antes y después se había quedado en un susto. En esta cinta sobre la vida sencilla de cinco hermanas solteronas en la Irlanda rural de los años treinta, Streep volvió a dar una lección de estilo y técnica, abogando por la sencillez. Lástima del escaso calado a nivel comercial de una cinta que merecía mayor atención. Sin embargo, Streep se marcó un golpe de efecto interpretativo ese mismo año al protagonizar Cosas que importan (One True Thing), de Carl Franklin, sobre la novela de Anna Quindlen, sobre la vida de una joven que se ve obligada a abandonar su triunfal presente para cuidar de su madre, enferma de cáncer. Streep dio vida a la madre en cuestión resultando absolutamente dolorosa en la última parte de la cinta, cuando la enfermedad ya mina sus fuerzas. Aspiró por este papel, de nuevo, al SAG, al Satélitte, al Globo de Oro y, por supuesto, al Oscar. A punto de finalizar la década, Streep parecía dispuesta a no arriesgar su posición o, al menos, no del mismo modo en el que lo había hecho a principios de los noventa. Y, a pesar de todo, protagonizó la típica historia de superación, basada en hechos reales, con suficientes dosis de almíbar y moralina en sus imágenes, que podría haberla hundido si no fuera por su saber hacer. Música del corazón (Music of the Heart), fue el proyecto pensado por el mediocre director Wes Craven para dejar de lado el cine de terror y ganar opciones a los grandes premios. Contada con toda la blandura que se espera de un producto como éste, esta historia de una profesora de violín que lucha para sacar adelante a sus alumnos, unos niños desfavoridos de Harlem, sabemos cómo acaba sin necesidad de conocer más detalles; pero la soltura y la profesionalidad de Streep alejan al filme del sonrojo. La actriz está cómoda en un papel demasiado fácil, sí, pero bien resuelto, a pesar de los tópicos. Así debieron entenderlo también en la industria puesto que volvió a aspirar al Oscar, al Globo de Oro y al SAG.


La que parecía iba a ser una década definitiva en la trayectoria de Meryl Streep, resultó incierta a todas luces por sus primeras elecciones y se saldó con sólo 4 nominaciones al Oscar, sumando doce, igualando ya a Katharine Hepburn. Sí, pero también, en el plano artístico, parecía que en el camino, la actriz había sacrificado algo. ¿Riesgo tal vez? Los títulos en los que había participado a lo largo de los noventa, salvo Los puentes de Madison, distaban mucho de aquéllos que la habían alzado a la cúspide dramática alcanzada en los ochenta. El riesgo parecía brillar por su ausencia y el cambio de siglo, ya con los 50 años cumplidos, determinaría qué lugar estaba destinada a ocupar Meryl Streep dentro de la Historia del Cine.

Imprescindible en:
- Postales desde el filo (Postcards from the Edge), de Mike Nichols (1990).
- La muerte os sienta tan bien (Death Becomes Her), de Robert Zemeckis (1992).
- Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County), de Clint Eastwood (1995).
- La habitación de Marvin (Marvin's Room), de Jerry Zaks (1996).
El baile de agosto (Dancing at Lughnasa), de Pat O’Connor (1998).
- Cosas que importan (One True Thing), de Carl Franklin (1998).

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