Karra Elejalde regresa el viernes a los cines.

Repasamos la filmografía del actor cuando regresa a la comedia con "Ocho apellidos vascos".

Palmarés XXIII Premios de la Unión de Actores.

"Caníbal", de Manuel Martín Cuenca, una de las vencedoras con 2 premios.

17º Festival de Málaga. Cine Español.

La Sección Oficial está compuesta por 15 largometrajes muy esperados para este 2014.

17º Festival de Málaga. Cine Español.

Seis títulos integran la sección paralela, competitiva, Zonazine, el espacio independiente.

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Málaga Premiere y Estrenos Especiales completan la oferta de novedades del certamen.

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sábado, 13 de abril de 2013

Concurso de ladrones (nominados y olvidados) para el 2º Goya al Mejor Actor.









Continuamos acercándonos al inicio de la estimulante Historia de los Premios Goya para seguir destapando la historia reciente de nuestra cinematografía, sacando del olvido aquellos trabajos interpretativos que gozaron de las grandes glorias de unos premios hoy fundamentales en nuestra industria. Pero también, no olvidamos nuestro lado más crítico y hacemos un repaso a aquellos que no disfrutaron de la garantía de perdurabilidad que ha otorgado una nominación al Goya. En lo concerniente a la categoría al mejor actor principal, ninguno de los finalistas en la segunda edición, que reconocía los trabajos estrenados en 1987, desmerecía figurar entre los candidatos. Tres trabajos protagonistas en verdad brillantes y que ponían de manifiesto el estupendo estado de forma en el que se encontraba una de las grandes estrellas de nuestro cine, el salto cualitativo hacia adelante en su trayectoria de un joven que aspiraba a serlo y que sin serlo también podía un habitual del cine de autor o independiente luchar por un Goya. Tres justos nominados, lo que, teniendo en cuenta que se quedaron en el tintero otras magníficas actuaciones (algunas de ellas, hoy míticas), evidenciaba la necesidad de ampliar el número de finalistas de una vez.


Liderando el excelente reparto de la estupenda El bosque animado, de José Luis Cuerda, dando cuerpo fílmico a ese encantador y entrañable pordiosero llamado Malvís, que sueña con vivir a cuerpo de rey sin dar un palo al agua convirtiéndose en el Bandido Fendetestas del bosque, Alfredo Landa sumaría otro personaje icónico a su breve pero intensa galería de prestigio pues, aún quedando lejos de los hondos ejercicios dramáticos que le habían dado el definitivo prestigio, el intérprete lo ejecuta con sobria sabiduría, insertando en él los tics que le hicieron famoso, sí, pero justificándolos sobre la base de una admirable y ejemplar asimilación de los rasgos y peculiaridades de los hombres iletrados o de campo, a lo que se suma una avispada y cándida inteligencia que conforman el molde perfecto para que Malvís/Fendetestas se convierta pronto en un personaje insuperable. La verdadera hazaña de Alfredo en la piel de su personaje es creerse a pies juntillas que con su cuerpo bonachón y su cara de turulato puede engañar a todos y hacerse pasar por el despiadado bandido del bosque. Y es ahí, en ese “jugar a ser”, como cuando de niños “jugábamos a ser”, donde se halla el principal pilar que sustenta el trabajo de la estrella, alejado muy acertadamente de métodos o técnicas. Ahí es también de donde salen la tronchante gracia y el bonito cariño que inspira en el espectador toda la actuación de Alfredo Landa. En definitiva, en El bosque animado el intérprete parece encontrarse en su salsa y deslumbra en cada una de sus intervenciones, derrocha energía con sensacional naturalidad, logrando un trabajo de enorme altura, perfecto y detallado en todos sus aspectos (esa frase ya mítica –“¡Me caso en Soria!”- que por repetición alcanza el estatus de gag en sí mismo, esos titubeos ante sus asaltados con la bondad como enemiga o la pueril socarronería con la que alardea de sus “conquistas” decorando los logros), que aparte del aplauso generalizado de crítica y público le llevó a la final por el Fotogramas de Plata al mejor actor del año y a ser incluido también dentro de los cinco finalistas en los recién creados Premios del Cine Europeo. En nuestro país, la Academia supo apreciar la categoría de su trabajo y le otorgó un merecido Goya al mejor actor, resarciendo al intérprete del olvido padecido justo el año anterior por su trabajo en Tata mía.


El siguiente nominado también se resarcía de su olvido el año anterior, esta vez dando vida al personaje titular de El Lute (camina o revienta), de Vicente Aranda, primera parte fílmica sobre la vida del famoso preso franquista fugado en los sesenta Eleuterio Sánchez, al que Imanol Arias se entrega en cuerpo y alma, llevando a cabo un trabajo interpretativo de primera magnitud, impregnado todo él de un crudo realismo, a lo que ayuda la estudiada y metódica asimilación del personaje por parte del intérprete y cuyos rasgos más visibles son ese perfecto acento merchero y una actitud corporal permanentemente embrutecida, digna de los orígenes iletrados de su personaje. La consecución de este último aspecto llama la atención precisamente por la espléndida sordidez y energía que desprende el intérprete a lo largo de toda su actuación, repleta de secuencias que exigían un considerable esfuerzo físico y ante las que Imanol ni se amilana ni desatina. El Lute (camina y revienta) reposa tranquila toda ella sobre los hombros de un intérprete cuya interpretación es la película en sí misma, un magistral tour de force que colocó a Imanol Arias en la órbita de los mejores actores de la industria y alejó las dudas que pudieran existir ya a esas alturas sobre su corpus interpretativo, dejando en entredicho la opinión de sus detractores. Estábamos pues ante el gran papel que la joven estrella venía necesitando para abandonar los clichés interpretativos a los que podía someterle la industria cinematográfica, de ahí el compromiso insondable del que hace gala el intérprete con los conflictos y circunstancias que asaltan la triste y miserable existencia de El Lute, llenando tanto de vida al personaje que resulta imposible la no identificación con él, a pesar de no ser un héroe en el sentido estricto del término, algo en lo que tampoco el actor carga las tintas, pues nunca nos priva de presenciar el lado más egoísta del personaje. En suma, un inmenso recital, físico y emocional, que le valió al intérprete una merecida Concha de Plata al mejor actor en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, el Fotogramas de Plata al mejor actor, el Premio ACE de la Crítica de Nueva York y, no podía ser de otro modo, la condición de favorito entre los tres nominados al Goya al mejor actor del año, cabezón que no obtuvo más por jugar contra la veteranía del gran Alfredo Landa que por desméritos interpretativos.


El último de los candidatos al Goya fue el canario José Manuel Cervino gracias al portentoso protagonista de la estupenda La guerra de los locos, ópera prima de Manolo Matji, en la que daba vida a un enfermo mental que en los inicios de la Guerra Civil organiza una fuga del manicomio donde se encuentra internado para, fortuitamente, unirse a un grupo rebelde antifascista. La proverbial sutileza con la que Cervino expone y ahonda en la locura de su personaje viene realzada por una economía gestual inusitada tanto en su expresión facial como corporal, así como también en su trabajo vocal, por donde se escapan con cuentagotas aislados atisbos de desequilibrio. El mérito de este trabajo radica en que allí donde cualquier intérprete hubiese visto claras posibilidades para efectuar un esforzado recital de tics y muecas, el de Cervino vaga sosegadamente y sin estridencias por la sencillez más abrupta, logrando un retrato lúcido y absolutamente sensible de su Angelito Delicado, lo que hace posible que cuando las acciones del personaje se tornan crueles y sanguinarias, sobre el espectador se adueñe una insondable compasión. Modélico eje central de una película que, a todas luces, merecía mayor atención por parte de una Academia que tuvo a bien incluirle entre los tres finalistas en una muy disputada categoría al mejor actor. Esta más que meritoria nominación bien podría haber significado para el actor la entrada por la puerta grande a cometidos de mayor enjundia y lucimiento dentro de la producción comercial del momento, pero Cervino cambió la gran pantalla por la pequeña y se recluyó en la televisión.

Los Olvidados.


Precisamente en la televisión había obtenido notoriedad popular el gran olvidado del año, gracias a la serie Las aventuras de Pepe Carvalho (1987). Nos referimos a Eusebio Poncela, que volvía a sufrir el agravio de la Academia por segundo año consecutivo cuando su portentoso protagonismo en La ley del deseo, de Pedro Almodóvar, tampoco obtuvo el reconocimiento que merecía, al menos con una nominación al mejor actor del año. Y es que en la piel de Pablo Quintero, ese director de cine homosexual de éxito, corroído por el dolor que le provoca el no ser correspondido por el joven que él ama, Poncela se sirve de su aspecto sumamente ambiguo para otorgar a su personaje una insondable carga de melancolía, mostrándose durante todo el metraje asombrosamente frágil, maravillosamente emotivo, incluso en esa recurrente tos que le asalta de vez en cuando. Sus ojos verdes aportan tristeza y sentimiento a la película más reposada de Almodóvar hasta entonces y convierten el trabajo de Eusebio Poncela en uno de los pilares esenciales que hacen grande La ley del deseo, porque ante el radical dibujo de su personaje (un tipo egoísta, egocéntrico, toxicómano, promiscuo y homosexual) a cualquier espectador podría embargarle el rechazo instantáneo, pero la exquisita sensibilidad, el tremendo tacto y la soberbia discreción en las que Poncela basa todo su trabajo dotan al personaje de entidad emocional, lo que sirve de suficiente elemento de atracción para el respetable.


El otro gran olvido en aquella segunda edición tuvo como protagonista al estupendo José Luis Gómez, cuyo protagonista en la subversiva La estanquera de Vallecas, de Eloy de la Iglesia, adaptación de la obra de Alonso de Santos, parecía presagiar una mayor y fecunda dedicación al séptimo arte por parte de este inmejorable hombre de teatro. Por lo pronto, aquí acometió el papel de Leandro, un albañil en paro que junto a un delincuente de poca monta, emprende un atraco a un estanco con imprevisibles resultados. Con la serenidad y confianza de un sabio, Gómez apenas necesita añadidos para dar credibilidad a la situación personal que atraviesa su personaje, reflejando a través de su rostro una insondable angustia que aporta los necesarios matices para hacer visible la imperiosa necesidad que le mueve a cometer un delito semejante. Dominando cada parlamento a través de una sencillez encomiable, superponiéndose al delirio general de la propuesta gracias a una absoluta entrega dentro de las cavidades que conforman el dibujo de su rol, José Luis Gómez acierta de pleno al exponer sin pudor a través de su baja estatura los conflictos de un marginado social, obligado a delinquir para sobrevivir y aterrorizado ante el alcance de sus actos, sirviéndose de una desenvoltura y una gracia encomiables, a las que el intérprete une su natural acento andaluz que eleva su actuación hasta el límite de la farsa. Realiza el intérprete un magistral despliegue artístico, sustentado en un derroche de enérgica expresividad que no duda en abandonar cuando la situación le exige atenuar ese torrencial y depurarlo a través de una natural contención en los momentos más íntimos de ese enclaustramiento narrado en La estanquera de Vallecas. En esos momentos, cuando el intérprete baja la guardia y deja fluir todo el sentimiento que se remueve en su estómago, presenciamos una composición de estremecedora desnudez y sincero encanto que nos obliga a tomar partido a su favor y a sentir, como la estanquera, una insoportable rabia ante el cariz que han ido tomando los acontecimientos. Sólo gracias al extraordinario trabajo de aprehensión elaborado por José Luis Gómez podemos explicar la enorme identificación sufrida por el público hacia su personaje, que acabará lamentando la definitiva detención, en una secuencia que, por otro lado, permite al actor despendolarse a sus anchas en un brutal forcejeo con la policía tendente, por momentos, a una delicada sobreactuación, último grito de desesperada ejecución por parte de un personaje que puede erigirse fácilmente en emblema de toda una sociedad insatisfecha. En definitiva, un trabajo de sobresaliente humildad, técnicamente espléndido, que si bien no sirvió para meterlo en la terna final por el Goya al mejor actor, sí inauguró una nueva, breve y fructífera etapa de Gómez en la pantalla grande.


Con un maravilloso papel secundario olvidado en los nominados a dicha categoría (del que hablaremos próximamente), la Academia tampoco tuvo en cuenta al emblemático José Luis López Vázquez por su trabajo, casi de protagonista, en la alocada Moros y cristianos, de Luis García Berlanga, en la que con divertida coleta, daba vida a un moderno y visionario asesor de imagen de métodos algo más que discutibles, que trata de ayudar (o beneficiarse) a la familia turronera protagonista a incrementar las ventas de sus productos. Con descarada genialidad, López Vázquez se convierte desde su primera aparición en la película en lo mejor de la misma, desplegando con pasmosa facilidad un recital de recursos cómicos que hacen del visionado de su trabajo una experiencia indispensable. La desorbitada energía de la que hace gala el actor imprime un ritmo frenético a toda su actuación y da la información justa y necesaria sobre un personaje que de arrollador se hace irresistible.


Álvaro de Luna se estrenaba como productor gracias a la compañía Xaloc, que forma junto a otros socios, con la ópera prima de Manolo Matji, La guerra de los locos, que también protagonizaba. Con menos tiempo en pantalla que su compañero en el reparto, José Manuel Cervino, pero acometiendo con convicción y seriedad el papel del Rubio, un aldeano firmemente idealista convertido en revolucionario para vengar la injustica en la que vive sumida toda la comarca de manos de los sublevados fascistas, De Luna compone un trabajo sólido e intenso, cargado de una honda inspiración que acerca su personaje a algunos míticos héroes del western cinematográfico. Surcado todo su trabajo por ese tono entre épico y emotivo, llega a hacernos partícipes, igual que a los locos de la película, de esa sed de venganza en pos de la igualdad y la honestidad, gracias a la integridad y apostura que se descuelgan de cada una de sus intervenciones, siempre templadas y medidas, jugando en todo momento dentro de una sobriedad gestual que no resta naturalidad a un intérprete tenaz, que viste las pieles de su agreste personaje con inusitada familiaridad. La nominación al Goya de Cervino quizás fue la causa principal por la que la Academia no le incluyó en la lista de candidatos a un premio al que él también hubiera merecido aspirar.


Soportaba sobre sus expertos hombros todo el peso de Asignatura aprobada, donde con solidez y veteranía, Jesús Puente se adueñaba de la pantalla para dar vida a ese dramaturgo retirado de la gran ciudad que lucha en su interior por superar el dolor de la pérdida sentimental sufrida en el pasado. Apechugando con una puesta en escena en exceso trascendental y con unos parlamentos demasiado literarios, el intérprete daba una lección magistral durante toda la película resguardado en una solemne sobriedad y en una estudiada contención, que no coartan toda la melancolía y nostalgia que embargan a su personaje, así como tampoco frenan los puntuales momentos de desfase, como esa teatral y sublime representación privada frente a su hijo o esa batida de reproches en el camerino de su ex amante. Cierto que la autocomplaciente labor del director, José Luis Garci, le restaba puntos de valor al trabajo de su protagonista, pero no lo es menos que la actuación de Jesús Puente en Asignatura aprobada se alza como la gran virtud de una película que, habiendo logrado una nominación al Oscar como mejor película de habla no inglesa, sólo obtuvo dos nominaciones al Goya, una de ellas al mejor director (que finalmente ganó) y ninguna para los miembros de su reparto, ni siquiera para el perfecto recital de madurez del que hace gala Jesús Puente, desgraciadamente, en la que sería la única ocasión y pretexto que el actor brindaría a la Academia para incluirle en la lucha por un Goya.


Santiago Ramos accedía aquel 1987 de nuevo a la condición de protagonista con el desequilibrado drama ambientado en la Guerra Civil Luna de lobos, de Julio Sánchez Valdés e, insospechadamente, su labor resulta magistral, pues el intérprete ejecuta con mesura y no poco tino a ese soldado del ejército republicano aprisionado en los montes ante un cerco inexpugnable de milicianos franquistas y cuya remota posibilidad de escape se antoja suicida. La solidez y la parquedad expresiva que destila todo su trabajo gestual se contraponen con el espléndido trabajo vocal del intérprete que, como viene siendo norma en él, utiliza para humanizar y modular el aparato interno de su personaje; logrando así sacar a su Ramiro del tosco plano en el que está dibujado. Probablemente, si la cinta no pecara de sobria y esquemática, si no se echara en falta algo de arrojo en sus imágenes, hablaríamos del trabajo de Santiago Ramos en términos superlativos y su olvido entre los finalistas al Goya al mejor actor del año se nos antojaría inexcusable.


Por último, no podemos despedir un repaso a los mejores trabajos interpretativos del año sin hacer una mención al maestro Fernando Fernán Gómez, que volvió a estar grandioso en casi todo lo que acometió aquel curso cinematográfico, aunque aquí destacamos su trabajo en Moros y cristianos, componiendo para Berlanga con excelsa genialidad a un patriarca turronero corroído por la ira que le provoca el sentirse traicionado por unos hijos ávidos de renovación. El permanente estado de cólera en el que juega la práctica totalidad del trabajo de Fernán Gómez se convierte en uno de los gags que mejor funcionan a lo largo de toda la película y, aunque en esencia no aporte nada que no hubiéramos visto antes dentro de la trayectoria interpretativa de la estrella, hay que reconocer que siempre es un placer presenciar los enfáticos cabreos de Don Fernando.