Las referencias al clásico de Lewis Carroll están decididamente patentes a lo largo y ancho de todo el transcurso del debut de la sevillana Dácil Pérez de Guzmán en la realización de largometrajes. La última isla toma no sólo el nombre de la protagonista de la inmortal "Alicia en el país de las maravillas" sino, además, quiere lanzar una baza a favor y en defensa del poder de la imaginación, como contrapunto nihilista a la marcianada vida robótica que nos han dicho que hemos de vivir. Por ello, decide mandar a su caprichosa y mimada protagonista, una niña habituada a una gran ciudad como Barcelona, absolutamente repelente, a pasar sus vacaciones estivales a la lejana, extraña y bellísima isla de El Hierro, con una tía lejana y donde el progreso lo representa un anticuado teléfono colgado de un poste en medio de la carretera, en medio de ninguna parte. A la infeliz de Alicia, literal y metafóricamente hablando, no le quedará otra que echar mano de su imaginación para hacer de tan desventurada situación una experiencia inolvidable. Y, por supuesto, lo consigue.
Todo el planteamiento de La última isla posee no poca atmósfera a cuento mágico, que se desprende por la evocadora e intrigante fotogenia del paisaje que sirve de contexto a la historia, así como también al concurso de unos personajes secundarios bastante peculiares, desde esa tía adusta al principio y que dicen que es bruja hasta unos niños que viven y disfrutan de su armonía con la naturaleza, pasando por ese hombretón estrafalario tratando de aprenderse de memoria las palabras de un enorme diccionario mientras aspira a dar caza al dragón que esconde la isla. Pero La última isla descubre pronto que todo lo que se nos antojaba atrayente y sugestivo de su premisa, no está convenientemente sustentado por un desarrollo profundo y caval. Ninguno de los personajes tiene más bagaje interno que el esbozado en las líneas descriptivas anteriores y ni tan siquiera el paisaje ejerce la influencia mágica que se nos pronosticaba. Y, lo que es aún peor de todo, esta ópera prima revela en seguida que no posee una verdadera trama cinematográfica que sustente tanta extrañeza.
De este modo, la película se convierte pronto en un apresurado viaje a un mundo fantástico generado por la imaginación de sus personajes protagonistas pero que nunca llega a ser plasmado, ni siquiera esbozado, ante la cámara. La cinta la componen un encadenado de secuencias rápidas, como anecdóticas, que sí fomentan la extrañeza del espectador, pero únicamente por encubrir la ausencia de verdadera consistencia en una trama excesivamente exigua, absolutamente testimonial. Por ello, al final, la resolución del conflicto se nos antoja no ya precipitada, sino totalmente gratuita, y no por falta de previsibilidad (pues todo el conjunto, además, adolece de una flagrante incapacidad para la sorpresa), sino por el escaso desarrollo y entramado de las distintas historias, principales y secundarias, que salpican el metraje de La última isla, dando como resultado una película que como cinta familiar no funciona, al no proporcionar en ningún momento puntos de ruptura en su lánguido acontecer, no propiciando ni la intriga ni la emoción que se hubieran necesitado para satisfacer a grandes y pequeños; pero tampoco sirve como metáfora de la gris existencia de la realidad frente a las maravillas de la imaginación, al existir una absoluta falta de riesgo en la lineal y convencional planificación de toda la película y al optar, siempre, por describirlo todo en un tono molestamente ñoño y reblandecido.
Por ello, y aún elogiando las buenas y poco pretenciosas intenciones de sus responsables, hay que incluir a esta cinta en el innumerable listado de las ocasiones perdidas y/o mal aprovechadas de nuestro cine. Porque lo que podría haber generado una envolvente fábula deviene en un desvaído concurrir de tópicos sacados del cine para niños más rancio y comercial, y que, encima, no nos ahorra la inevitable moraleja final. Aunque, sin duda, lo que más hay que lamentar de esta cinta es que ni tan siquiera sus experimentados intérpretes adultos logran dar algo de enjundia a un producto finalmente soporífero. Así, Julieta Serrano apenas puede hacer más que incorporar a la causa su incombustible presencia, eso sí, con un extraño acento. Lo mismo le sucede a Eduardo Velasco, cuya doble labor ofrecía buenas posibilidades de lucimiento que el guión, esquemático y lleno de clichés le resta sin paliativos. Por no hablar de un Antonio Dechent absolutamente invisible o una Maite Sandoval estereotipadísima. Del trabajo de la debutante y protagonista Carmen Sánchez casi mejor no hablar, debido al innumerable catálogo de tics, aspavientos y mohines con el que la niña recorre tan aséptica aventura.
Puntos fuertes a los Goya 2014:
- Mejor Dirección de Fotografía: Alberto López Palacios.
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