jueves, 23 de mayo de 2013

José Sazatornil se impuso justamente como el Mejor Actor Secundario de 1988.


La tercera edición de los Premios Goya, que se encargaba de premiar los mejores trabajos cinematográficos del año 1988, incorporó una celebrada novedad al ampliar el número de candidatos por categoría de los tres iniciales de las anteriores ediciones a cinco. Una decisión que, a priori, permitiría que fuesen olvidados menos trabajos significativos en la terna por un Goya, algo realmente lamentable en la edición anterior. A pesar de esto, los cinco finalistas definitivos al Goya al mejor actor secundario de, ésta, la tercera edición volvieron a dejar constancia, en algunos de los casos, del incomprensible y cuestionable criterio selectivo de los académicos, pues vistos con ojos actuales, sólo dos de los cinco contendientes merecían formar parte de la pugna goyesca; aunque, eso sí, el nivel de los cinco trabajos seleccionados superaba, con creces, al de las ediciones precedentes. Así, no es de extrañar, que el tercer Goya al mejor actor secundario sea, además, uno de los más justos en la historia de estos galardones.


Y es que se premió el rescate definitivo, a nivel artístico, que se había producido ese año con Espérame en el cielo, de Antonio Mercero, sobre la excelsa y mil veces desperdiciada figura de un grande como José Sazatornil, que por fin se permitía el lujo de llevar a cabo una actuación que rayaba en lo excepcional como ese Alberto Sinsoles, miembro del equipo de propaganda franquista encargado de instruir convenientemente al futuro doble de Franco. Desenvolviéndose a lo largo de toda su, por fortuna casi protagónica, intervención con entusiasmo fervoroso y siempre dentro de esa impertérrita rigidez militar que define eficazmente a su personaje, la actuación de ‘Saza’ no está exenta de un corrosivo sentido de la ironía, perfecto para alcanzar el tono adecuado de su rol dentro de una película que es, esencialmente, amable. Logrando esquivar la parodia, recurso facilón y nada conveniente en el que habría sido fácil caer, este experimentado intérprete logró hacerse inolvidable en la película de Mercero, haciendo hincapié en la soberana y altiva dignidad de su devoto personaje, que venera al generalísimo equiparándole a un Dios, ayudado por un espléndido ejercicio vocal y un rictus facial de estudiado y divertido espíritu marcial. En suma, un soberbio trabajo que permitió obtener a este inigualable característico del cine español el reconocimiento que tan largo tiempo le había dado la espalda, materializado en la consecución de un merecidísimo Goya al mejor actor de reparto, que significaba además el primer premio importante logrado por José Sazatornil ‘Saza’ en su fecunda carrera cinematográfica.


Su máximo rival o, por decirlo de otra manera, el otro candidato realmente fuerte aquél año se resarcía de su olvido el año anterior con ésta, su primera nominación al Goya gracias a uno de los papeles principales en el prestigioso éxito Remando al viento, de Gonzalo Suárez, como el frustrado médico y secretario personal de Lord Byron, John William Polidori, a través del que José Luis Gómez expone sin complejos la insondable sensación de tristeza impotente que asola a su histórico personaje cuando se ve sometido a las continuas burlas del que cree su amigo y considera su modelo a seguir en su nada oculta aspiración de convertirse en un gran escritor. Así, mientras declama con majestuosa belleza y encomiable perfección punzantes e irónicas réplicas a cada uno de sus interlocutores, logra transmitir con sencilla caligrafía ese estado de desaliento ante una velada frustración manifestada a través de ese leve y vergonzoso pinchazo que sacude al orgullo propio ante la constatación de que su talento como escritor queda muy lejos de los  imponentes “amigos” que le rodean y que se escapa por los intensos e hipnóticos ojos del actor. O el indigno sentimiento de culpa que golpea a su personaje tras haber envenenado al perro de Byron, expuesto ante la cámara con profundo patetismo en esa gloriosa borrachera que protagoniza enredándose por todo el cuerpo la cadena del can y que finaliza con su estremecedor encuentro con “el monstruo”, donde el trabajo de José Luis Gómez se imbuye de un palpable e inhóspito horror, que transforma todo su cuerpo, paralizándolo, y se escapa por unos ojos que se humedecen consternados, para inculcarnos a nosotros, desconcertados espectadores, un miedo escalofriante y perturbador, siendo mérito absoluto de Gómez y no de la puesta en escena de Suárez, el que una escena como ésta resulte tan terroríficamente efectiva. Candidato al Fotogramas de Plata aquella temporada, José Luis Gómez se ganaba una merecida y aplaudida nominación al Goya en la categoría de reparto. Huelga decir que resulta imprescindible visionar este trabajo en su versión original en inglés.


El siguiente en la lista de los favoritos es, sin lugar a dudas, Guillermo Montesinos, pero más que por su trabajo interpretativo, por desarrollarse éste en la película finalmente ganadora del año, Mujeres al borde de un ataque de nervios, de Pedro Almodóvar. Su taxista estrafalario, erigido en muy poco tiempo en su personaje más característico y reconocible por el gran público, resulta una intervención de pocos pero divertidísimos minutos, que el intérprete aprovecha para lucir ese estilo cómico chulesco y desinhibido que le caracteriza, no exento en esta ocasión de una reconfortante dulzura que encuentra su perfecta exposición en el inolvidable juego artístico que ejecuta con la protagonista. Ese luego afamado conductor del Mambo-Taxi, con tinte amarillo en el pelo y mil y un productos que ofertar a la atribulada protagonista de la formidable persecución final, le brindó a Guillermo Montesinos el alcanzar la cima de su trayectoria artística al quedar seleccionado entre los finalistas a este Goya que para ganarlo no fue suficiente con el tirón de votos recibidos por la película como flamante triunfadora final.

Menos posibilidades tenía de resultar vencedor Ángel de Andrés López, por mucho que la Academia de Cine se dejara seducir por su trabajo en el thriller Baton Rouge, de Rafael Moleón, de una manera algo inesperada. Muestra de la definitiva consolidación del intérprete dentro del cuadro actoral de la industria del cine español gracias a este nuevo empeño de policía, ahora en un registro descaradamente influenciado por el mejor cine negro, Ángel de Andrés López acometía con aplomo y serenidad su intervención, bordando su pequeño pero decisivo cometido de inspector inquisitivo y avispado que trata de unir las inconexas piezas del puzle criminal escrito por Moleón y su guionista, un joven Agustín Díaz Yanes. El limitado y acartonado dibujo de su personaje quedaban superados por la voluntad férrea del actor, que se imponía a sus algo estereotipadas secuencias derrochando con su sola presencia no poca autoridad, siendo buen ejemplo de esto su corto speech acerca de una foto del torero Manolete ante un acorralado Antonio Banderas en la comisaría.

Tampoco partía con muchos puntos a su favor el quinto y último de los candidatos, un joven Jorge Sanz que lograba aquí su segunda nominación al Goya, la primera como secundario, gracias a haberse estrenado a las órdenes del director que más partido ha sabido sacarle hasta el momento al intérprete. Hablamos de Vicente Aranda. Con él debutó en El Lute II (mañana seré libre), donde Sanz daba vida al hermano menor del protagonista titular, en un trabajo colmado de naturalidad, con algún que otro lapsus corporal o vocal, pero efectivo y consecuente con ese personaje ingenuo y entregado que admira sobremanera la figura de su hermano, erigido para él casi en su propio padre. La química que se establece en este sentido entre Sanz y el intérprete de El Lute, Imanol Arias, es quizás el motivo por el que la actuación del primero resulta mejor acabada y más sincera que la de, por ejemplo, Ángel Pardo, actor que incorpora al otro hermano del protagonista. Aún sin ser del todo un trabajo redondo y aún no poseyendo ningún tipo de característica que lo eleve de la mera corrección, Jorge Sanz se sumaba una segunda nominación al Goya sin haber cumplido aún los 20 años.

Los Olvidados.

Aunque aumentaran el número de candidatos para esta edición, la Academia no pudo evitar dejar fuera de la competición trabajos verdaderamente conseguidos y que no desmerecían el haber llegado a una final por el Goya. Como es el caso del enorme Francisco Rabal, al que en El aire de un crimen, de Antonio Isasi-Isasmendi, se le encomendaba la función de dar credibilidad fílmica al personaje del Coronel Olvera, preso en un cuartel, a pesar de que su ilustre porte y su exquisito comportamiento nada ayuden a equipararlo con alguien realmente peligroso. Sin embargo, la inabarcable sapiencia y el espléndido talento de Rabal pronto nos exhortan a indagar en una personalidad que, tal y como la expone el actor, deja entrever una doble dimensión, que intuimos gracias a la desorbitada carga de dobles sentidos con la que la estrella refuerza sus parlamentos y al añadido de un trabajo corporal repleto de misterio y que acerca por momentos su actuación al mito fílmico de un gángster. Adquieren sus intervenciones en la adaptación de la novela de Juan Benet la magnífica cualidad de despertar al espectador de su letargo y devanarse los sesos buscando alguna explicación, intentando anticiparse a los hechos, alzándose así el trabajo de Rabal como una de las grandes virtudes de la que sería la última película de Isasi-Isasmendi, que no logró nominación alguna para ninguno de sus intérpretes, ni siquiera este espléndido secundario ofrecido por Francisco Rabal, en una tercera edición de los Premios Goya donde la película injustamente sólo quedó finalista en el apartado de mejor guión original.

Tampoco hubiera desmerecido una nueva candidatura al Goya el primer actor en conseguirlo de la Historia, Miguel Rellán, gracias a Jarrapellejos, donde el actor se imponía sobre el atractivo grupo de compañeros en esta película de Antonio Giménez Rico, aunque no resultaba difícil estar por encima de otros intérpretes cuando algunos de ellos se limitaban a exagerar las esquemáticas líneas esbozadas sobre sus respectivos papeles en el guión y otros, sencillamente, no actuaban, desfilando por la pantalla como si tal cosa. Rellán es un férreo actor, de esos que se fusionan con su personaje (sea éste el que sea) y desaparece de la vista del espectador exhibiendo en pantalla absolutamente todas las aristas (buenas y malas) que definan a su rol sin ningún tipo de miramientos ni coartadas. Así se explica que desde que hace su aparición en la película a uno le dé náuseas observarle por la despreciable e insolente actitud que le acompaña. Su campesino guardián o sereno es un hombre de comportamientos primarios, casi salvajes, que sólo conoce un tipo de moral y esa es la honra, y cuándo ésta queda manchada se vuelve en un ser sin escrúpulos, capaz de testificar en falso contra un vecino con tal de saciar su sed de venganza. Su Gato tiene malas ideas y las pone de manifiesto en esa ejemplar escena al lado de Antonio Ferrandis, en la que entre ambos tejen una enrevesada acusación contra un inocente. Tiene tan dentro de sí a su personaje, que Rellán se come enterito a su partenaire: su cuerpo permanece rígido, en palpable tensión, mientras su rostro mira a su amo confiado, tanto que en ciertos momentos parece estar retándole a un duelo de espadas para limpiar su honor, mientras son perceptibles las estrategias que se van formando en su cabeza para justificar la culpabilidad del vecino. Sólo este momento bastaba para tenerle presente a la hora de seleccionar a los candidatos al Goya, pero la película nos proporciona otros: esa escena de servilismo absoluto y vergonzante ante los señoritos del pueblo en el bar que regenta, el posterior acoso vejatorio con consecuencias trágicas a las dos mujeres o la declaración ante el juez en la que el intérprete hace uso de un descaro inmenso dejándole en ridículo. Por si esto fuera poco, Miguel Rellán incluye en su rostro el hambre y la necesidad de cumplir con las órdenes, voluntades o caprichos de los ricos para granjearse un buen futuro para su hija, lo cual terminará siendo mostrado muy superficialmente por su director, pese al esfuerzo del intérprete en que no se juzgara a su personaje únicamente por sus actos malvados. Fue, de lejos, el cometido más significativo y el más redondo de todos los ejecutados por el intérprete más pluriempleado en aquel curso cinematográfico.

El chileno Nelson Villagra también se alza como uno de los grandes olvidados aquél año gracias a su cometido en Viento de cólera, de Pedro de la Sota. Es de suponer la enorme presión psicológica padecida por todo el equipo técnico y artístico de esta ópera prima, bienintencionado intento de construir un film histórico de aventuras localizado en el pasado medieval y rural español llevado a cabo con cierta impericia por su debutante director. Las duras condiciones de rodaje a las que fueron expuestos los actores dada la naturaleza de las localizaciones reales, pudo tener algo que ver con el pobre resultado alcanzado por algunos de ellos, siendo especialmente reseñable la equivocada sobreactuación de un Juan Echanove protagonista. Por contra, el intérprete Nelson Villagra se mantiene apegado a una gratificante línea realista durante toda la peripecia, imponiéndose con holgura como lo mejor de la función. Su papel del viejo Balanzategui, el dueño de las tierras por cuyos derechos el acartonado protagonista inicia un descorazonador acoso. Dibujado como un personaje noble, justo e íntegro, un hombre que carga en el pecho con los antepasados de los que heredó sus pertenencias, Villagra aporta una hondura humana a su rol encomiable, lo que da pie al espectador a identificarse rápidamente con él y con su sufrimiento, ese que le provoca el sentimiento de pérdida de lo que es suyo, de lo único que tendrán sus hijas para vivir. La controlada parsimonia con la que el intérprete da sus primeros pasos en el relato, la calibrada precisión con la que pronuncia sus primeras frases frente al cura y la inteligente ausencia de efectismos en su expresión, son los pilares en los que Nelson Villagra fundamenta el retrato base de su personaje, ese que debe dar al espectador la primera y fundamental información necesaria del mismo y que en esta ocasión se halla genialmente transmitida. El amoroso cuidado que ejerce sobre sus hijas y la creciente preocupación a la que se ve expuesto debido al acoso sufrido por los 'malos' son elementos que el actor va incorporando después, según lo vaya disponiendo el guión a lo largo de un metraje cansino, a pesar de todo. Su final explosión, cargada de una rabia visiblemente contenida, dada la tensión a la que somete su cuerpo y que ilustra a la perfección un miedo latente, se ve en cierto modo perjudicada por la pobre planificación que el realizador efectúa de esa lucha cuerpo a cuerpo entre Villagra y Echanove. No obstante, estamos ante un trabajo notable, de lograda comunicabilidad dramática precisamente por el escaso énfasis del intérprete en cada una de sus intervenciones.

Fiel a su fama de característico eficaz y carismático, en la desconcertante Diario de invierno, de Francisco Regueiro, Francisco Algora ejecutaba con tino y brillantez a ese siervo fiel, descarado y deslenguado, experto culebrero, encerrado en una celda al principio, que suelta sus frases con endiablada lucidez y estudiada caligrafía, gracias a un dominio excelso de su aparato vocal, y que deambulaba más tarde a sus anchas por esa casucha destartalada en la que acompaña al padre protagonista en su repugnante trabajo, ejerciendo de un contrapunto casi cómico ante la turbiedad que domina el conjunto de la obra de Regueiro y protagonizando la escena más trágica de la película, sin perder ni un ápice de compostura humorística. Llevaba a cabo un extraordinario trabajo de difícil catalogación que, inesperadamente, no obtuvo su correspondiente recompensa con una nominación al Goya en el apartado de reparto.

Y si el ganador fue finalmente un grande de nuestro cine, la Academia se olvidó aquél año de incluir entre los candidatos a un grande también, aunque esta vez del teatro, que como solía acostumbrar, volvía a ser lo único bueno de una película. En este caso, Soldadito español, desatinado drama de Antonio Giménez Rico al que la presencia de ese Luis Escobar en la piel del abuelo enfermo, metido en la cama o postrado en su silla de ruedas, lo que no le impide lanzar punzantes dardos a toda su familia en un tono decididamente recriminatorio, aporta unas sanísimas gotas de tronchante humor, generando en el espectador el ansia por asistir a nuevas y jocosas intervenciones del intérprete, que se hace muy fácilmente inolvidable mientras arremete contra su nuera fingiéndose enfermo, refunfuña ante la estricta moralidad de sus hijos o disfruta como un crío de unos chipirones en su salsa en la boda de su nieto, ayudado por un confeso vicio al vino. Momentos breves y pasajeros que, de no haber sido por la poco conseguida altura artística final del filme, hubieran sido más que suficientes para proporcionar a Luis Escobar una nominación al Goya.

La cinta perdedora aquella edición también hubiera merecido colar entre los intérpretes candidatos a uno de los actores de su abultado reparto. Concretamente a Francisco Merino, que volvía a ser olvidado por la Academia por su capitán Alonso Esteban, el guía español de la tiránica aventura narrada en El Dorado, la película más cara de la historia del cine español hasta el momento, debida a Carlos Saura. Sus secuencias al lado del protagonista, el actor italiano Omero Antonutti, dan debida cuenta del talento interpretativo de Merino y dejan en pañales la vergonzosa falta de registros de la estrella italiana, valga de ejemplo su brillante ejecución de borracho visionario en la secuencia sobre el bergantín que, por sí sola, hubiese justificado la presencia del intérprete entre los finalistas al Goya.

Por último, no nos olvidamos del mítico Fernando Rey por uno de los dos trabajos que le dieron la Concha de Plata del Festival de San Sebastián, en este caso nos referimos al realizado en El aire de un crimen, otra breve intervención, de nuevo como hombre cultivado, tal y como acostumbraba, esta vez un exiliado republicano que en sus continuas idas y venidas por el hotel en el que se hospeda, se va haciendo eco de todos y cada uno de los rumores que salpican al nutrido grupo de protagonistas y de los que irá dando buena cuenta ante su antiguo y buen amigo el médico, interpretado por Miguel Rellán. Un trabajo escueto, en términos estrictamente interpretativos, aunque resuelto con la soberana elegancia y la clase magistral que eran ya comunes a los cometidos de Don Fernando y que no hubiera desmerecido en modo alguno una nominación al Goya para la estrella en el apartado de reparto, aunque teniendo en cuenta que fue él quien ganaría precisamente el Goya de aquél año en la categoría principal, no queda otra que calificar su olvido aquí como un mal menor.

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