sábado, 9 de noviembre de 2013

Ha muerto Amparo Rivelles, máxima estrella de nuestro Cine Clásico.


El jueves nos dejaba la que podríamos calificar como la gran estrella del Cine Español clásico. Con 88 años de edad, Virgen de los Desamparados Rivelles Ladrón de Guevara, que así se llamaba, que pasará a la Historia como Amparo Rivelles, moría en la Clínica de la Concepción, en Madrid, donde llevaba ingresada varios días. Premio Nacional de Teatro en 1996, la Rivelles vivía retirada de la profesión desde el año 2006, consciente o no de significar para el campo de la interpretación en España una intocable e intachable autoridad. Fue una de las más grandes damas del teatro que ha parido este país, pero su enorme popularidad se la brindó el cine, donde desarrolló una extraordinaria labor, siendo considerada casi desde sus inicios como una de las más importantes y queridas estrellas de la gran pantalla, uno de los pocos casos que se han dado en nuestra industria equiparables en fulgor y perpetuidad a las generadas en Hollywood.


Madrileña de nacimiento, Amparo Rivelles era hija de los actores Rafael Rivelles y María Fernanda Ladrón de Guevara y hermana, por lo tanto, de Carlos Larrañaga por parte de madre. Debutó muy joven en el teatro, a la edad de 13 años, en la compañía de su madre, y en el cine con 15 dando vida a la protagonista titular de Mary Juana (1940), de Armando Vidal. El éxito llamó inmediatamente a la puerta de la jovencísima intérprete, que por aquél entonces se acreditaba Amparito Rivelles, y comenzó así una carrera fulgurante que la convirtió en una de las principales figuras del celuloide español de la década. Contratada en exclusiva por Cifesa, a la usanza hollywoodiense, productora que la erigiría pronto como su primera y más importante actriz, la Rivelles asistió a un encumbramiento artístico impensable dentro de la cinematografía española y sólo comparable al protagonizado por Imperio Argentina en la década anterior. Tenía 16 años y ya enlazaba protagonista tras protagonista en algunas de las obras más importantes de la productora: como el melodrama Alma de Dios (1941), de Ignacio F. Iquino, basada en una zarzuela original de Carlos Arniches; la adaptación de Enrique Jardiel Poncela Los ladrones somos gente honrada (1942), también de Iquino, que se erige ahora como uno de los mejores títulos de su realizador; o Malvaloca (1942), otra adaptación teatral, de los hermanos Álvarez Quintero, debida a Luis Marquina, con la Rivelles emparejada ya con el astro de la pantalla del momento, Alfredo Mayo.


Debido al encanto y la desenvoltura exhibidos por la joven intérprete, en pleno auge, dando vida en la gran pantalla a jovencitas cándidas y alegres, casi siempre virginales y frágiles, se ganó merecidamente una enorme popularidad en la España de la época, avalada por nuevos y destacados empeños protagónicos en películas que, vistas hoy, se desmarcan casi siempre del nivel medio de calidad exhibido por la plana mayor de la producción nacional, a lo que ayuda (y mucho) la labor de la intérprete, sin duda un torbellino interpretativo de la mejor ley, que lograba actuaciones sólidas y concisas. Sobre todo, en los melodramas algo folletinescos que la hicieron mito, como El clavo (1944), de Rafael Gil, donde sorprendía en la piel de una mujer autosuficiente de los hombres; o La fe (1947), también Gil, como una joven ansiosa por hacerse monja. Ambas películas suponen dos vehículos diseñados a la medida del talento de la estrella. Pero también pudo lucirse a base de bien en películas de corte histórico, como Eugenia de Montijo (1944), de José López Rubio, o La leona de Castilla (1951), de Juan de Orduña, como la vengativa viuda del revolucionario Juan de Padilla.

Fuenteovejuna (1947).

Ninguna de las actrices que frecuentaron los platós cinematográficos resisten la comparación hoy en día con Amparo Rivelles, actriz talentosa y desbordante donde las haya, principal reclamo a día de hoy para visionar también algunos títulos que protagonizó de mediana calidad, meros trabajos alimenticios en los que la actriz, no obstante, jamás decepcionaba, ofreciendo siempre, como mínimo, interpretaciones aplicadas: Un caballero famoso (1942), de José Buchs, el sugestivo thriller Angustia (1947), de José Antonio Nieves Conde, o La calle sin sol (1944), drama, de nuevo, a las órdenes de Rafael Gil, con argumento de Miguel Mihura. Como no podía ser de otra manera, casi siempre fue la actriz escogida para protagonizar las frecuentes adaptaciones de obras literarias de prestigio, cuya superioridad a nivel de calidad se debe sobre todo a la alta categoría de los textos adaptados: la divertida y fresca Eloísa está debajo de un almendro (1943), también de Gil, o Fuenteovejuna (1947), de Antonio Román, sobre el original de Lope de Vega, en su momento casi una superproducción que brindó uno de los mejores trabajos de la actriz para el cine, como constata el Premio del Círculo de Escritores Cinematográficos a la mejor actriz que ganó ese año, premio que también valoraba su interpretación en La fe.

La herida luminosa (1956).

Accedió a la década de los cincuenta asentada en una posición de constatado prestigio que siguió cimentando, protagonizando películas de igual signo que en la década anterior. Dio vida, por ejemplo, a Isabel la Católica en Alba de América (1951), de Juan de Orduña, que rodó en avanzado estado de embarazo, y participó en la atmosférica adaptación literaria de La herida luminosa, de José María Sagarra, dirigida por Tulio Demicheli en 1956. Sin embargo, su asiduidad a la platós decreció enormemente en esta década, lo que no menguó la popularidad adquirida, a pesar de acometer ya un cometido injustamente corto en la coral El batallón de las sombras (1957), de Manuel Mur Oti, y terminar la década frecuentando con asiduidad papeles que no la merecían, como en El amor que yo te dí (1960), de Demicheli, especie de mejunje entre el policíaco y el folletín decimonónico; o Un ángel tuvo la culpa (1960), de Luis Lucia, en un empeño menos lucido que los habituales. Pero para entonces, la estrella ya había viajado a México con motivo de una gira teatral e, inesperadamente, la actriz se instalaría en el país azteca y se establecería profesionalmente durante casi veinte años, conquistando allí también la cúspide tanto en el teatro como en la televisión, donde protagonizó durante prácticamente toda la década de los sesenta innumerables telenovelas. 

Imagen promocional de La madrastra (1974).

Pero la Rivelles también tuvo tiempo para el cine en su etapa mexicana, de la que se pueden destacar la comedia negra El esqueleto de la señora Morales (1959), de Rogelio A. González, o los folletines Cuando los hijos se van (1968), de Julián Soler, y Remolino de pasiones (1968), de Alejandro Galindo. Cuando regresó a España, lo hizo con la consideración ya casi de una heroína nacional para dejarnos a todos boquiabiertos al incorporar, con notable divismo, a una ex-prostituta en La madrastra (1974), de Roberto Gavaldón, papel que la alejó definitivamente en la memoria colectiva de la adorable imagen que la había hecho famosa en la posguerra y es que se atrevía incluso a mostrar sus pechos. El público español la reverenciaba ya casi como a una diosa en aquéllos convulsos años setenta y aclamó notablemente su participación protagonista en la serie Los gozos y las sombras (1982), que dejó constancia de la enorme altura artística de su mito y le hizo obtener un Fotogramas de Plata a la mejor actriz de televisión en 1983. En los ochenta, salvo rodar en México una adaptación de La casa de Bernarda Alba (1982), de Gustavo Alatriste, y enfrentar un papel secundario en Soldados de plomo (1983), de José Sacristán, se dedicó por completo a potenciar su carrera teatral, protagonizando montajes en el Teatro Alcázar de Madrid como “El hombre del atardecer” (1981), de Santiago Moncada, El caso de la mujer asesinadita (1984), de Mihura y Álvaro de la Iglesia, o Hay que deshacer la casa (1985), de Sebastián Junyent.

Hay que deshacer la casa (1986).

Es precisamente la adaptación de ésta última el motivo de la vuelta al cine en 1986 de Amparo Rivelles, de la mano de José Luis García Sánchez, en un trabajo bonito, lleno de frescura, donde la mítica intérprete se muestra sumamente natural y cercana, rebosando simpatía y complicidad en cada una de sus intervenciones, bordándolo tanto como lo había hecho sobre las tablas que la Academia de Cine no tuvo otra que elegirla como la mejor interpretación femenina protagonista en la primera edición de los Premios Goya, haciendo pasar a la historia a Amparo Rivelles también como la primera actriz en lograr un reconocimiento que, con el tiempo, alcanzaría no poco prestigio. Frecuentó poco el cine tras su Goya, pero aún le dio tiempo a volver a ser nominada, ahora ya en la categoría secundaria, por su siguiente empeño para la gran pantalla, acaecido tras otro breve paréntesis de tres años. Tuvo lugar gracias a su inmerecidamente corta participación en la estupenda Esquilache (1989), de Josefina Molina, en la que la Rivelles se quedaba grabada a fuego en la memoria del respetable con la única y sobrecogedora escena que protagonizaba, convertida en un singular duelo verbal con su oponente Fernando Fernán Gómez.

Esquilache (1989).

En los noventa, la televisión y las tablas fueron los exclusivos testigos del arte de tan inolvidable maestra de la interpretación. Para el cine, ya sólo volvería a acometer dos empeños más, el primero de ellos del todo equivocado, quizás el único verdaderamente olvidable de los ejecutados por la actriz en nuestro cine: secundar a la tonadillera Isabel Pantoja en su segundo protagonismo fílmico, El día que nací yo (1991), de Pedro Olea. El siguiente, mucho más recomendable, una breve intervención en la cinta medieval Mar de luna (1995), de Manuel Matji, cuyo reparto encabezaba una ya talludita Emma Penella, de la que se puede decir que había recogido el testigo de la Rivelles, como gran estrella de nuestro cine, allá por la década de los 50. Mar de luna lleva tiempo siendo el testamento cinematográfico de Amparo Rivelles, sobre todo desde que anunciara su retirada de la actuación hace ya unos años. Ahí perdimos la esperanza de volver a asistir a un nuevo come back tan sonado como el que se marcó en los años setenta. Ahí perdimos la esperanza de asistir a un nuevo recital interpretativo de una de las más excelentes actrices que ha dado este país. Ahora, cuando aún no nos hemos recompuesto de la noticia de su desaparición, nos alegramos de que sea posible revisar a fondo su envidiable filmografía para comprobar orgullosos que si el cine americano tuvo a Ingrid Bergman, el nuestro tuvo a Amparo Rivelles.

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