Con una producción cinematográfica tan escasa como la ofrecida por nuestro país en 1989, de la que buena parte de los títulos recogidos en los listados oficiales disfrutaron de oscuras y desconocidas carreras comerciales, es normal que las nominaciones en las categorías interpretativas a los Premios Goya se repartiesen entre sólo unas pocas películas. Lo que resulta especialmente llamativo de la selección al mejor actor secundario es que, debido al empate en el número de votos, la lista final de nominados se ampliase a seis, uno más de los cinco establecidos y, que de ellos, tres compitieran por sus trabajos en la misma película, quedándose fuera de la terna intérpretes de míticas trayectorias con actuaciones imborrables, algunos de ellos representantes de uno de los filmes más importantes no sólo de la década, sino del grueso del Cine Español: Amanece, que no es poco, de José Luis Cuerda, que figuró candidata sólo a 3 Premios Goya (guión original, sonido y efectos especiales), ninguno de carácter interpretativo, cuando éste es uno de los apartados más redondos del filme. Nos queda, eso sí, el consuelo de que el cabezón, al final, fue a parar a las manos de un auténtico Grande de la profesión.
Y es que con brillante majestuosidad y desbordante gentileza, Adolfo Marsillach se imponía como lo mejor de Esquilache, de Josefina Molina, difícil tarea debido al alto nivel exhibido por el reparto al completo, pero que viendo el trabajo llevado a cabo por el intérprete adquiere un cariz de insólita sencillez, de ahí el gran mérito del actor en la piel del Rey Carlos III: el que base toda su intervención en una naturalidad y una frescura gratificantes, que humanizan sobradamente al monarca y, estando como están estudiadas al milímetro, nos dan la información justa y necesaria sobre el carácter confiado y benévolo de su personaje, un rey soñador y reformista pero justo y cabal, que no dudará un instante en sacrificar sus proyectos de reformas (representados en la figura de Esquilache) por la supervivencia de su corona. Está todo el trabajo de Adolfo Marsillach decorado de una solemne cercanía a la que el intérprete incorpora cierto sarcasmo, tan propio de la condición monárquica que representa, y sus secuencias se erigen desde el mismo momento de su aparición en verdaderas obras de arte de exposición interpretativa, hasta el punto de que con su pormenorizada y matizadísima actuación, repleta de miradas eficaces en silencios sumamente elocuentes y caracterizada por una dicción ejemplar, logra comerse sin esfuerzo aparente al mismísimo Fernando Fernán Gómez. La desaparición del actor en los lujosos ropajes de su personaje es total y digna de estudio, logrando así una de las más perfectas interpretaciones vistas en el cine español de los ochenta que, con toda justicia, la Academia supo premiar con el Goya al mejor actor de reparto en la cuarta edición de los Premios de la Academia, reconocimiento que servía también para honrar la ejemplar y excelsa trayectoria profesional de un creador completo y prácticamente todoterreno.
Ante la maestría exhibida por Marsillach, no cabía hablar de otro favorito aquel año. Aunque si alguien tenía alguna posibilidad ese era Fernando Guillén, con la consecución de su primera nominación al Goya en calidad de actor de reparto por su trabajo en la estupenda La noche oscura, film infravalorado de Carlos Saura, en la que encarnaba con encantadora nobleza e inolvidable sencillez al fraile carcelero de San Juan de la Cruz, basando la práctica totalidad de su intervención en una nada disimulada admiración de su personaje hacia el místico poeta. Con muy poco texto, Guillén afrontaba su actuación a través de una logradísima exposición gestual y corporal, ambas sumamente matizadas y liberadas de cualquier tipo de subrayado innecesario, consiguiendo así un ajustado y sobrio trabajo interpretativo, que complementaba a la perfección el espectacular despliegue del protagonista, Juan Diego. Sin lugar a dudas, esta nominación se erigió en un poderoso reconocimiento a un intérprete de larga trayectoria, ninguneado siempre por la gran pantalla, recluido en papeles ínfimos, y al que el cine había comenzado a valorar como convenía tan sólo unos pocos años antes.
Prácticamente lo mismo que había sucedido en el caso de Juan Luis Galiardo, que tras un exilio artístico en México y cuatro años de abandono, obtenía aquella temporada un sonoro éxito personal al parodiarse espléndidamente a sí mismo en El vuelo de la paloma, de José Luis García Sánchez, como ese galán cinematográfico algo maduro ya y algo fantoche también, aunque descaradamente seductor, que el intérprete afrontó desde una saludable y desternillante honestidad, haciendo un extraordinario hincapié en el uso de su inteligente y expresiva mirada para dejar patente su valía en el género de la comedia, alcanzando inimaginables cotas cómicas en ese juego de dualidades constante al que Galiardo somete a su personaje: entre “el hombre” y “el actor” o “el actor” y “la estrella”, siempre saltando de una sarcástica realidad a una complaciente y falsa apariencia. Es tanta la simpatía y el desparpajo con los que Juan Luis Galiardo evoluciona dentro de la surrealista puesta en escena de El vuelo de la paloma que se hace justo congratularse de que lograse aquella merecidísima nominación al Goya como actor secundario.
Intérprete de cometidos mínimos en su escasa filmografía, Manuel Huete poseía el temple necesario para sacar adelante el único papel medianamente lucido que cayó en sus manos, el del suegro de Ana Belén en la comedia coral El vuelo de la paloma, un papel hasta cierto modo sencillo que en manos de cualquier otro intérprete no habría gozado de la sarcástica ternura con la que Huete lo expone en pantalla, haciéndose obligado el visionado de la cinta únicamente por asistir a la personalísima y cómplice actuación del intérprete que, como premio le reportó una anecdótica y admirable nominación al Goya al mejor actor de reparto, candidatura que coronaba de forma simbólica la entusiasta e inmerecidamente pequeña labor de un actor definitivamente peculiar.
Igualmente eficaz, aunque en cierto modo más acomodaticio, fue el trabajo llevado a cabo por Juan Echanove en la misma película que los anteriores, reincidiendo en el mismo personaje-tipo de sus anteriores empeños en la gran pantalla para el género cómico: en esta ocasión, un pescadero solterón enamorado hasta las trancas y de un modo casi obsesivo de la madre de sus ahijadas, la Paloma protagonista. Gracias a él, Echanove daba la vuelta al registro y le incorporaba cierto halo oscuro y malsano que aportaba el granito de arena justo y necesario para desvirtuar cómicamente a su rol y conferirle ese matiz casi surrealista que sobrevuela casi toda la película, pero, como decíamos, sin ser éste un trabajo desdeñable, sí resulta más convencional y, por lo tanto, menos digno de aquélla nominación al Goya, que el ofrecido por el intérprete en otro título del año, Bajarse al moro, de Fernando Colomo.
El sexto y último candidato lo ofreció una comedia hoy día prácticamente olvidada: El baile del pato, de Manuel Iborra, donde Enrique San Francisco llevaba a cabo un trabajo resultón y espontáneo, muy por encima de una nimia corrección, como ese amigo artista y vividor, fanático de la noche madrileña, un empeño que, a pesar de todo, se nos antoja sumamente sencillo y hasta bidimensional, y que se torna en vistoso más por el indudable carisma del actor que por la realización de un verdadero y brillante trabajo interpretativo. Es por esta razón por la que su insólita nominación al Goya como actor de reparto en la cuarta edición de los Premios de la Academia resulta incluso desproporcionada pues, de no ser por este hecho, el trabajo realizado por Enrique San Francisco en El baile del pato no gozaría del interés del que desproporcionadamente disfruta en la actualidad.
Los Olvidados.
Dentro de este apartado no tenemos más remedio que, lamentablemente, comenzar hablando de una de las películas más importantes de aquel 1989 y, por extensión, una cinta que siempre figurará en las listas de las mejores películas del Cine Español en toda su historia. La surrealista y aún perdurable originalidad de Amanece, que no es poco brilla a gran altura también (y mucho) por la labor de la plana mayor de su abultado reparto, donde destaca por méritos propios un excepcional Luis Ciges. De su particularísimo e inimitable estilo interpretativo, sacó el director un provechoso juego cómico, otorgándole el papel de ese padre en sidecar que hace las delicias de los amantes del humor absurdo. Un rol pequeño, pero jugosamente aprovechado por un actor que, partiendo de su personal forma de interpretar, se marca uno de los empeños humorísticos más loables de nuestro cine, componiendo para la historia un personaje absolutamente icónico, de proverbial e inolvidable eficacia, que obtiene de él una insondable ternura, lo que ejerce de contrapunto perfecto a las mordaces réplicas que le caen en gracia, resultando de tan disparatada mezcla las mejores carcajadas de toda la función.
Casi a su misma altura se halla la delirante participación en esta rareza de Castro Sendra "Cassen", dando vida a ese cura impertérrito y vanagloriado cual ídolo de masas, que terminó de ratificar el cariño que una parte de la industria aún le profesaba y ante el que él correspondió dando de sí una de sus mejores interpretaciones, que rezuma ironía e inocencia a partes iguales y en la que Cassen efectuaba un trabajo recorrido en todo momento por una indulgente acidez, lo que erige su intervención en uno de los platos fuertes del film. Lástima que tan buen acabado cómico no obtuviera la resonancia popular que sí que merecía, ni tan siquiera de parte de una industria que no le tuvo en cuenta ni para componer la lista de nominados al Goya al mejor actor de reparto aunque fuese, por lo menos, como homenaje a la categoría estelar de la que el intérprete disfrutó durante toda la década de los sesenta. Para más inri, este insospechado y brillante come back de Cassen a la primera línea de la cinematografía nacional no obtuvo la continuidad laboral deseada y el actor tuvo que esperar un par de años más para volver a participar en otro nuevo proyecto cinematográfico.
Con la altanería acostumbrada en sus intervenciones humorísticas, el estupendo José Sazatornil volvió a merecerse figurar entre los finalistas al Goya un año después de haber triunfado por todo lo alto en esta categoría. Y, no podía ser de otro modo, gracias a Amanece, que no es poco, donde el intérprete lidiaba con el personaje del guardia civil que trata de poner orden y concierto en el sinsentido generalizado de toda la puesta en escena del filme. Desplegando una maestría y solemnidad descomunales, Sazatornil se gana a pulso ser considerado uno de los grandes olvidados a los Goya, sobre todo por el excelente ritmo aplicado a sus réplicas, lo que añade un significativo valor humorístico a todas sus intervenciones, que solo por su sola presencia brillan ya a gran altura.
Es obligado mencionar, también dentro del reparto de la cinta de Cuerda, la hilarante prestación que a la causa lleva a cabo Manuel Alexandre, como ese deslenguada pregonero y capellán, posible pederasta, en un trabajo de desbordante comicidad dada su absurda naturaleza, al que el intérprete, con su contrastada eficacia en el género, incorporaba una sorna entre maliciosa e infantil, ofreciendo en la pantalla un trabajo de despreocupada y desprejuiciada brillantez.
También dentro del registro cómico, aunque ahora ya fuera del elenco de Amanece, que no es poco, el “camello” sin oficio ni beneficio de la crucial Bajarse al moro que incorporaba Juan Echanove, se cuenta entre los trabajos injustamente olvidados en aquella edición. Interpretación tocada por una gracia particular e inolvidable, auténtico cénit humorístico del actor, que basaba su juego en una naturalizada ternura y un insondable mimetismo con su personaje. La libertad de acción otorgada por el director a todo su reparto, se hace especialmente patente en el trabajo de Echanove, que ofrece un auténtico recital de sencillez y franqueza interpretativa, espontaneidad que parece surgida siempre de la improvisación más honesta y que encuentra su complemento perfecto en el trabajo de su compañera de reparto, Verónica Forqué, poniendo en pie entre los dos una de las más encantadoras y divertidas parejas cómicas vistas en una pantalla de cine en los ochenta.
Aparte de Amanece, que no es poco, también Esquilache ofreció un estupendo catálogo de trabajos secundarios masculinos que la Academia podría no haber pasado en alto. Como el de un José Luis López Vázquez, que gozó del honor de ser incluido dentro de tan majestuoso reparto y donde volvía a dar lo mejor de sí en un papel de soporte, como el enigmático y servicial secretario personal del personaje titular, basando toda su participación en una estoica y severa economía gestual, que da la idea justa del lugar y posición que ocupa su personaje en la escala de poder de la corte del rey Carlos III, no estando exenta de su interpretación la dosis necesaria de nobleza que corresponden a un tipo letrado y cultivado como el suyo. Gracias a la labor del intérprete, a nadie le resulta extraño que Esquilache confiese hacia el final del metraje no fiarse demasiado de él, pues López Vázquez se encarga de presentarnos a su secretario como un ser amigable y cercano, sí, pero también sumamente rencoroso y egoísta en fugaces fogonazos que tienen como colofón la última y tensa escena, en la que expone su malestar ante las continuas desacreditaciones que recibe por parte de su amo, incluso en presencia de otros criados. Es por esta escena, donde el orgullo herido y la dignidad manchada luchan por explotar, lucha que el intérprete borda en su exposición con emotiva contención, por la que merece hablarse del trabajo de López Vázquez en Esquilache, nuevamente, como uno de los olvidados al Goya en la categoría de reparto.
Prácticamente olvidado por la industria del cine, el habitualmente actor cómico Ángel de Andrés reapareció cuando nadie lo esperaba a finales de la década de los ochenta y, más sorprendente aún, con un papel dramático en Esquilache, donde disfrutaba por fin de un personaje a su medida, lo suficientemente extenso como para permitirle el lujo de lucir sin parangones de ninguna clase el inconmensurable talento que tanto tiempo había sido ignorado y desaprovechado por el cine. Daba vida al Marqués de la Ensenada, antiguo ministro, ahora amigo y confidente del Marqués de Esquilache protagonista, que guarda celosamente un desapacible rencor hacia el ministro extranjero y sus ideales ilustrados y reformistas. Toda la participación del intérprete deja entrever esta doble dimensión de su personaje, pues a los buenos gestos y a las sonrisas cómplices siempre le acompañan taimadas miradas o cierto agarrotamiento corporal que decoran el trabajo de Ángel de Andrés con la precisión exacta para, como al personaje titular, despistar por completo al espectador sobre sus secretas intenciones. El enfrentamiento final entre el suyo y el personaje de Fernando Fernán Gómez adquiere una categoría superior gracias al contundente juego verbal al que ambos intérpretes se prestan y en el que De Andrés evidencia claramente por qué ha de hablarse de él en términos de uno de los grandes secundarios menospreciados por la industria, no logrando ni tan siquiera una más que merecida nominación al Goya como actor de reparto por esta estupenda labor en Esquilache, la que sería la única oportunidad que el cine le brindaría para luchar por tan insigne cabezón en toda su trayectoria.
Algo que también le ocurrió al último de los muy célebres olvidados aquel año, la otrora estrella de nuestro cine, Alberto Closas. Intérprete al que hacía años que no le dejaban brillar a la altura que una figura de su talla merecía. Así, en uno de sus últimos trabajos, para la película Esquilache, daba vida al Duque de Villasanta, personaje que representaba en su arrugada figura a esa alta nobleza abiertamente contraria a los métodos aperturistas del protagonista titular, como bien manifestaba su personaje en su primera aparición, y a la que el experimentado intérprete aportaba una imperturbable clase incluso lanzando dardos verbales matizados por un conveniente uso del cinismo más cruel. Posteriormente, Closas, con sus ojos vidriosos y su porte señorial, se permitía el lujo de robar planos y escenas a sus compañeros protagonistas, efectuando una labor desafortunadamente poco desarrollada sobre el guión, pero que la antigua y experimentada estrella lograba remarcar con su sola presencia y su sosegado y escrupuloso saber hacer. Una pena que esto, unido a una trayectoria digna de los más importantes homenajes, no sirviera para brindarle una más que justa nominación al Goya como actor de reparto, quizás el único premio cinematográfico que nunca se le concedió.
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