lunes, 12 de marzo de 2012

Michael Fassbender consigue una obra de arte


Existen varias formas o métodos para acometer un trabajo interpretativo. Por un lado están aquéllos que echan mano de la teoría y la ponen en práctica, unas veces para ahondar en la parte interna del personaje y desparecer dentro de él y otras para quedarse a las puertas y luego imprimirles aspectos de su propia personalidad. También están los que tiran de instinto y talento. Y luego está el Michael Fassbender de Shame, de Steve McQueen. Hace unos días que tuve el privilegio de asistir como espectador a tan felicísima demostración de arte y dominio interpretativos. Y aún sigo en estado de shock, no ya sólo por la turbiedad y el mazazo a la conciencia que es en sí toda la película, sino sobre todo por la exposición íntima que realiza el actor. Y no hablo de una exposición física de él como intérprete (que también), ni tampoco de una exposición interna, no, me refiero a una exposición tan sumamente compleja y peligrosa como la que Michael Fassbender realiza de los fantasmas que lleva consigo el personaje mismo.


Porque si hay una característica que destaque sobre todas las demás en el trabajo de este alemán de ascendencia irlandesa es el altísimo nivel de comprensión e introspección acerca de las motivaciones internas de su personaje, un Brandon Sullivan que se erige desde ya en estandarte de una reflexión que traspasa la gran pantalla. Logro muy pocas veces conseguido por otros intérpretes y que Fassbender se apunta con una trayectoria en verdad bastante corta. Fassbender supera el tópico en el que podía haber caído al dar vida a ese joven de vida exitosa por fuera y excesivamente frágil por dentro. Es un tipo que a simple vista aparenta tenerlo todo en orden, todo bajo control: vive solo en un lujoso apartamento de Nueva York, posee un importante cargo en una importante empresa en la que, para colmo, está estupendamente valorado. En la intimidad, Brandon Sullivan sobrelleva su soledad buscando sexo por Internet, pagando a mujeres para que se acuesten con él y viendo películas y material porno de cualquier índole. A simple vista, Brandon no parece tener problemas y su adicción al sexo podría entrar dentro de una afición común en un tipo esencialmente solitario. La brecha en su comportamiento la apreciamos cuando entra en escena su hermana, una chica extrovertida e impulsiva, que se instala sin previo aviso en su casa, desmoronando no ya sólo la rutina de Brandon, sino sobre todo usurpando su guarida, su refugio. ¿Su refugio de qué? Su refugio del dolor. Un dolor interno que también comparte Sissy, su hermana. Un dolor, un trauma que ambos han acarreado consigo mismos desde un momento indefinido del pasado y que, cada uno a su manera, han conseguido ignorar para sobrevivir en este juego que es la vida.


Es entonces cuando comprendemos que la adicción del protagonista al sexo no es un mero entretenimiento, sino que forma parte de una válvula de escape necesaria. Y es ahí donde el trabajo de Michael Fassbender adquiere la categoría de arte. Porque el intérprete deja aflorar los más bajos instintos de su personaje y se permite el lujo de mostrarnos ese dolor, esa fragilidad y esa angustia que acarrea a través de esa adicción y obsesión en la que vive inmerso. Fassbender se pasea desnudo por casi toda la película, mantiene sexo explícito con muchas mujeres, se masturba (en su casa, en la oficina), a veces simplemente mira y sus ojos denotan esa necesidad del sexo. Pero lo que realmente importa no es lo obvio de todo esto, sino aquéllo que, valiente, también nos muestra al mismo tiempo. Y es que, en todos estos momentos, el espectador puede casi tocar, con inusitada admiración, lo que pasa por el cerebro de Brandon Sullivan. El personaje se odia a sí mismo y, como tal, busca en el placer instantáneo del sexo la reafirmación de su persona y su ego, pero también es una manera de autodestruirse que es más consciente tanto para el personaje, como para el actor y también para nosotros a medida que se van sucediendo los acontecimientos de la trama. Es tal el odio que siente hacia sí Brandon Sullivan que no existe tregua para detener ese sufrimiento. Y Fassbender, inteligente y comprometido con la causa, no nos ahorra ni un solo detalle de ese calvario. Nos los estampa todos a la cara en lo que acaba convirtiéndose en un bofetazo atroz a nuestra conciencia, a nuestros prejuicios y a nuestra sensibilidad.


Porque el trabajo de Michael Fassbender no apela a nuestra predisposición a entender el infierno en el que vive sumido y sumiso su personaje, sino que consciente del riesgo que esto supone nos hace partícipes de ese mal y nos contagia, literalmente, la angustia y el mal rollo que pueblan la parte interna de Brandon. Porque el desnudo de Fassbender no es sólo literalmente físico, es un desnudo a gran escala, logrando con su trabajo una incómoda sensación de claustrofobia en el espectador, la misma que siente el personaje dentro de sí mismo, conviviendo con un mal interno que no para de hacer daño. La impotencia del personaje es pronto también la impotencia del espectador, incapaz de agarrar a Brandon por los hombros y obligarle a reaccionar. El mérito de la interpretación de Fassbender no es el alto grado de implicación emocional con su personaje, sino el hacer una feroz exposición de todo el aparato interno del mismo y que tú, perplejo, te sientas identificado y, como consecuencia, se produzca una reflexión. Porque el arte, además de servir para esparcir el cuerpo y la mente en su contemplación, ha de ayudar también a tomar conciencia, debe invitar a pensar, a plantearse el mundo que nos rodea para, a partir de ahí, incentivar un cambio. Que todo esto se produzca o no, no es cosa ya del artista, pero la intención reflexiva debe estar presente. De ahí que el trabajo de Michael Fassbender sea puro Arte, una demostración brillante del poder íntimo de la interpretación, entendida como forma de expresión artística y, como tal, elevada desde ya a la categoría de Única. 



Así lo debieron entender también en el pasado Festival de Venecia, donde el intérprete ganó merecidamente la Copa Volpi al Mejor Actor, el primero de un incontable número de premios y nominaciones (Globos de Oro, BAFTA y Satellite incluidos) que constatan el enorme alcance conseguido por su trabajo. Gran favorito por tanto a entrar entre los cinco candidatos al Oscar, el premio por excelencia en el ámbito cinematográfico, la Academia finalmente le dio la espalda al que probablemente sea uno de los ejercicios artísticos más deslumbrantes que se recuerdan en una película, sin lugar a dudas, una de las interpretaciones esenciales de la Historia, cuyo visionado es indispensable para entender qué es el arte dramático. Según las malas lenguas, fue la acumulación de desnudos físicos la razón principal por la que los académicos declinaron la candidatura de Michael Fassbender a los Oscar. De ser así, aparte de demostrar una visión retrógrada y arcaica por su parte, también evidenciaría una falta de juicio (que no prejuicio) y profesionalidad y criterio cinematográfico, puesto que estamos hablando de un trabajo interpretativo de altísimo nivel, una proeza técnica y emocional que alcanza al lado más inestable de la psique humana. Y todo  gracias a la genial labor de un intérprete que, hasta este año pasado, ni siquiera sabíamos quién era. Un Michael Fassbender que ha entrado a formar parte por muchas razones de mi particular Olimpo de Dioses y Diosas de la gran pantalla.


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