Este viernes llega a los cines españoles una de las películas más presentes en la pasada temporada de premios finalizada con la entrega de los Oscar el pasado 26 de febrero, We Need to Talk about Kevin, de Lynne Ramsay, que debe su presencia en tan sugestiva competición únicamente al trabajo de su protagonista, la londinense Tilda Swinton, una actriz rara de cojones. Debe ser ésa característica lo que ejerce sobre mi una indudable atracción no ya sólo hacia su trabajo, sino también hacia su persona. Es andrógina, posee un físico extraño: demasiado alta, demasiado huesuda, con rasgos demasiado desvirtuados... Posee y potencia una imagen atípica dentro del Star System cinematográfico internacional. Sin duda, no hay otra actriz como ella. Es única. Es peculiar. Y su labor ante las cámaras es un reflejo fiel de una personalidad diferente, muy poco complaciente y conformista, con los dos ojos siempre puestos en la calidad, pero no en el resultado final de la obra en sí, sino en la calidad artística de la misma, en inmiscuirse, implicarse y desaparecer en proyectos y personajes que la permitan crecer más como artista que como actriz. Por ello, ahora que llega la cinta que casi la cuela entre las finalistas al Oscar de este año, "tenemos que hablar de Tilda".
Descendiente de una familia militar aristócrata escocesa (cuyo linaje se remonta hasta el Siglo IX), Swinton se educó en diferentes escuelas privadas de alto estatus, teniendo en una de ellas como compañera de clase a la mismísima Diana Spencer, más tarde Princesa de Gales. Estudió Ciencias Sociales y Políticas en Cambridge, donde ya participó en algunos montajes teatrales universitarios. Profesionalmente no pudo empezar con mejor pie, pues formó parte del Traverse Theatre de Edimburgo y de la Royal Shakespeare Company, de la que se desvinculó justo un año después de haber ingresado debido a su discordancia con la línea de trabajo de la misma. Swinton no pasaba por querer ser una actriz académica. Y el tiempo ha demostrado que no lo es. De ahí se explica la extraña trayectoria que ha seguido. Extraña en comparación con la de otras intérpretes (con la de todo el grueso de actrices de la escena internacional, diría yo), puesto que nada más despegar su carrera cinematográfica se alió profesionalmente con el director experimental, de orientación homosexual, Derek Jarman, y se hizo su musa particular participando a sus órdenes en siete películas, la mayoría de ellas aclamadas por la crítica. La primera supone también el debut de Swinton en la gran pantalla, Caravaggio (1986), y la segunda es realmente un cortometraje, el fragmento dirigido por Jarman para la película Aria (1987), que incluía también segmentos dirigidos por otros directores como Robert Altman o Bruce Beresford. Su trayectoria no había hecho más que comenzar y la Swinton era considerada ya por la prensa especializada como una actriz de culto. Su blanca tez y sus rasgos refinados y poco convencionales hacían que su rostro resultase difícil de olvidar. A lo que ayudaba la gelidez de su estilo y la virilidad de su porte, ayudada ésta por una voz dulce, pero honda y profunda.
En estos primeros años trabajó también en la Alemania Oeste en producciones de bajo corte como Egomania -Insel ohne Hoffnung (1986), de Christoph Schlingensief, o Das andere Ende der Welt (1988), de Imogen Kimmel, mientras ocupó ya la categoría de protagonista absoluta en las siguientes obras de Jarman, como The Last of England (1988), meditación personal del realizado en clave poética de la decadencia inglesa bajo el gobierno de Margaret Thatcher; War Requiem (1989), una cinta sin diálogos hablados en la que Jarman se limita a seguir la música y la letra del "Requiem de Guerra" de Benjamin Britten con poemas sobre la I Guerra Mundial de Wilfred Owen; la extraña El jardín (The Garden) (1990), en la que incorporaba a la mismísima Virgen María dando a luz rodeada de una multitud de paparazzis; y la imprescindible Eduardo II (Eduard II) (1991), sobre la obra de Christopher Marlowe, adaptada para la pantalla con multitud de anacronismos en la ambientación y el vestuario en un peculiar estilo narrativo, culmen de la relación profesional de Swinton con Jarman, a la postre una de las mejores películas del director y un excelente trabajo de la actriz, en la piel de esa reina celosa de la relación homosexual de su esposo, que ambiciona e intriga para hacerse ella misma con el trono, que le reportó su primer premio interpretativo, nada menos que la Copa Volpi a la Mejor Actriz en el Festival de Venecia.
Eduardo II colocó su nombre en el circuito internacional y en 1992 protagonizaría la película que, definitivamente, la consolidaría. Orlando, de Sally Potter, adaptación de la obra de Virginia Woolf, supone un puente entre la actriz experimental y vanguardista de sus inicios, sobre todo en colaboración con Jarman, y la versatilidad en estado de gracia que caracterizará su trayectoria posterior. En Orlando interpreta el personaje del título, un joven noble de la época isabelina que pervive a lo largo de los siglos mutando de sexo, fiel a la promesa que realizó a la Reina Isabel en su lecho de muerte. La película, hipnótica y fascinante, permite a Swinton desplegar todo su talento en un personaje que, vista la cinta, parece estar hecho a su medida física e interpretativa. Orlando se alzó pronto en el trabajo más conocido de la actriz, que aspiró a los Premios del Cine Europeo como Mejor Actriz y obtuvo el David Di Donatello (el Oscar italiano) a la Mejor Actriz Extranjera compartido con la ganadora del Oscar de aquél año Emma Thompson, por Regreso a Howards End, y con la francesa Emmanuelle Béart, por Un corazón en invierno; así como premios y menciones en distintos festivales menores.
Contra todo pronóstico, en lugar de elegir la senda fácil que Orlando le abrió en la industria del cine, Tilda Swinton volvió a los brazos de Jarman y participó en Wittgenstein (1993), nuevo experimento del realizador, esta vez sobre la vida y la obra del pensador Ludwig Wittgenstein. La muerte prematura del realizador en 1994 a causa del SIDA provocó un vacío en la actriz y su ritmo de trabajo se vio profundamente alterado. No obstante, en 1995 dio bastante que hablar al montar una instalación en la Serpentine Gallery de Londres (y, más tarde, también en Roma) llamada The Maybe, en la que la actriz se exponía ella misma dormida o aparentemente dormida en una caja de cristal. Fiel a este espíritu creador y a contracorriente, la trayectoria de Swinton en la segunda mitad de los noventa se adscribió, ya sin el sustento de Jarman, casi por completo a películas de corte independiente, la mayoría de ellas de escasa o nula distribución fuera de las fronteras inglesas. Ocurrió así con el drama Female Perversions (1996), de Susan Streitfeld; también la experimental cinta mezcla de ciencia ficción y drama de época Conceiving Ada (1997), de Lynn Hershman-Leeson, vista, eso sí, en las secciones oficiales de diversos festivales como Berlín, Toronto o Sundance; el estudio sobre la personalidad artística del pintor Francis Bacon que es, en defnitiva, El amor es el demonio (Love Is the Devil: Study for a Portrait of Francis Bacon) (1998), de John Maybury, donde su buen hacer quedaba irremisiblemente supeditado a la excelsa labor de Derek Jacobi en la piel del mismísimo Bacon; y La zona oscura (The War Zone) (1999), única película como director del actor Tim Roth, aclamada por la crítica y multipremiada en el circuito de cine independiente.
Su breve paso por Italia para protagonizar el thriller The Protagonists (1999), de Luca Guadagnino, fue el primero de una apertura profesional fuera del Reino Unido, respondiendo también por primera vez a la llamada de Hollywood, estrenándose en la meca del cine con un pequeño papel en la pirotécnica y alucinógena, absolutamente olvidable, La playa (The Beach) (2000), de Danny Boyle. Por suerte, Swinton no perdió el norte y su negativa a ser encasillada o encerrada la apartó pronto de Hollywood y en Canadá protagonizó la cinta de ciencia ficción independiente Possible Worlds (2000), de Robert Lepage, para volver a Estados Unidos a encabezar el cartel de En lo más profundo (The Deep End) (2001), de Scott McGehee y David Siegel, drama de suspense sobre una madre que trata de encubrir a su hijo en una investigación por asesinato y en el que Swinton vuelve a dar muestras de excepcionalidad artística, metiéndose por primera vez en las quinielas al Oscar y logrando su primera nominación al Globo de Oro, así como también al Independent Spirit Award, al Satellite y diversos premios de la crítica USA.
Que apareciera en un pequeño papel en el remake de la española Abre los ojos perpetrado por Cameron Crowe para lucimiento de la superestrella Tom Cruise, Vanilla Sky (2001) resulta perdonable si tenemos en cuenta que este contacto con el cine mainstream volvió a quedarse en anécdota al volver a trabajar a las órdenes de Hershman-Leeson en la comedia Teknolust (2002) y aparecer en la imprescindible Adaptation (El ladrón de orquídeas) (2002), de Spike Jonze, para luego protagonizar de vuelta en el Reino Unido el drama oscuro Young Adam (2003), de David Mackenzie, junto a Ewan McGregor y por el quedó finalista a los Premios del Cine Independiente Británicos. Swinton seguía empeñada en alejarse de las convicciones, en no ahondar en lugares comunes y se estaba labrando una sólida trayectoria interpretativa no exenta de prestigio. A sus 40 años ya cumplidos, se permitió intervenir en cintas de mayor alcance mediático, aún sin perder de vista su expuesta disposición a no dejarse etiquetar. Secundó a Michael Caine en el thriller La sentencia (The Statement) (2003), de Norman Jewison; ganó el premio a la mejor actriz del Festival de Gijón por la comedia independiente Thumbsucker (2005), de Mike Mills; se estrenó con Jim Jarmusch incorporando un corto papel, apenas una secuencia y testimonial, en la genial Flores rotas (Broken Flowers) (2005); y se divirtió dando vida al Arcangel Gabriel en el blockbuster Constantine (2005), de Francis Lawrence, comiéndose enterito al anodino protagonista, un Keanu Reeves que muy poco podía hacer ante tan desorbitado torrente de talento. Pero para blockbuster, Las crónicas de Narnia: El león, la bruja y el armario (The Chronicles of Narnia: The Lion, The Witch and the Wardrobe) (2005), de Andrew Adamson, primera parte de la famosa saga para toda la familia que mitificó a la actriz en su papel, gélido y brillante, de la Bruja Blanca. Personaje al que retornaría en la segunda y tercera parte consciente del enorme tirón popular que la garantizaba.
Entre entrega y entrega de Las crónicas de Narnia, Tilda Swinton siguió agrandando su aura de actriz de culto, participando en películas mayormente pequeñas en ambiciones económicas, pero grandes en contenido. Fue una psicóloga embarazada inmersa en desentrañar la verdad en un caso de aborto adolescente en El caso Daley (Stephanie Daley) (2006), de Hilary Brougher, donde realizaba un trabajo deslumbrante por lo emotivo, quedando finalista de nuevo al Satellite. Y no contenta con la categoría de la que disfrutaba, se marchó a Francia para rodar a las órdenes del prestigioso Béla Tarr y Agnes Hranitzky el thriller A Londoni Férfi (2007). En esas llegó Tony Gilroy y le brindó un espléndido papel secundario en su magnífica Michael Clayton (2007), que haría que media industria se postrara a sus pies (¡por fin!). Swinton se ganó por méritos propios el triunfo casi global de su trabajo en aquélla temporada de premios pues está milimétricamente perfecta en Michael Clayton. Ganó el Oscar a la Mejor Actriz Secundaria y también el BAFTA, innumerables premios de la crítica y nominaciones al Globo de Oro, al SAG y al Satellite. Hollywood se rendía de este modo al arte de una de las actrices más inclasificables del cine moderno, una auténtica potencia artística a la que jamás había logrado atrapar con sus zarpas, una intérprete rebelde, sí, que había construido una filmografía envidiable para cualquier actriz afincada en Hollywood precisamente por resistirse con firmeza y convicción a la tentadora fábrica de sueños.
El Oscar por Michael Clayton lejos de limar su reticencia a trabajar para los grandes estudios, la agrandó, consciente quizás del peligro que podía suponer para su labrada categoría artística ceder a los designios de una industria que no tardaría en, primero, infravalorarla y, segundo, darle la espalda. Así y a pesar del desgaste de la serie, Swinton volvió a vestirse de hielo para incorporar a la Bruja Blanca en Las crónicas de Narnia: El príncipe Caspian (The Chronicles of Narnia: Prince Caspian) (2008), de nuevo dirigida por Andrew Adamson, sólo para poder permitirse el lujo de protagonizar empeños más satisfactorios interpretativamente hablando, de esos que conllevan un trabajo interno mucho más concienzudo. Estuvo magnífica en Julia (2008), de Erick Zonca, drama sobre una mujer alcohólica que la volvió a situar en las quinielas al Oscar, ahora ya como principal, y le reportó también una nominación al César francés. Para Hollywood continuó jugando, asegurándose de intervenir en proyectos de cierto peso, de probada calidad. Trabajó para los Coen en la divertida Quemar después de leer (Burn After Reading) (2008) e intervino en un corto papel en la bella El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button) (2008), de David Fincher, para erigirse ya sí como musa del cine independiente americano al formar parte del elenco de Los límites del control (The Limits of Control) (2009), de nuevo con Jim Jarmusch.
Y cuando parecía que ya lo habíamos visto todo de ella, se marcha a Italia para reencontrarse con Luca Guadagnino y protagonizar Io sono l'amore (2009), revistiéndose de glamour para incorporar a esa aristócrata que vive un trágico romance llevada por la pasión mientras se produce la decadencia de su clase. Una película imprescindible sobre todo el trabajo de la actriz, de una rigurosidad apabullante. No hay secuencia en la que Swinton no brille y se muestre perfecta, dando muestras de una técnica soberbia y un talento descomunal, que la erigen en una de las actrices más completas del panorama internacional. Volvió a aspirar al Satellite e, incomprensiblemente, se quedó de nuevo a las puertas de una nominación al Oscar. Toda una afrenta puesto que el trabajo de Swinton en Io sono l'amore se considera ya uno de los más grandes portentos interpretativos realizados para una película en el nuevo siglo. Es por ello que se la perdona su reincidencia en la saga de Las crónicas de Narnia con su participación en la tercera entrega La travesía del viajero del alba (The Chronicles of Narnia: The Voyage of the Dawn Treader), de Michael Apted, justo un año después. Y, sobre todo, porque este pasado 2011 volvió a dejar boquiabierto a todo el personal asistente al Festival de Cannes, donde se presentó a concurso Tenemos que hablar de Kevin, un nuevo tour de force por parte de una actriz que se ha ganado a pulso el apelativo de Única. Aplaudida unánimemente por la crítica, su interpretación de esa mujer autosuficiente que, ya madura, decide tener un hijo y el deterioro que esto supone en su relación de pareja y en sus propias seguridades a través de la relación con su hijo en los años posteriores, le ha acabado granjeando una admiración generalizada por parte de todos los sectores de la industria. Nominada por tercera vez al Globo de Oro, así como al SAG y al BAFTA, ha ganado premios en multitud de gremios críticos en Estados Unidos y también el de Mejor Actriz en los Premios del Cine Europeo. Sus posibilidades a ser candidata por segunda vez a los Oscar han sido mayores que nunca y, sin embargo, la Academia la ha vuelto a desestimar en favor de otros trabajos menos logrados y, en definitiva, menos grandiosos. Ellos se lo pierden. A la Swinton seguro que tampoco le importa mucho. A una actriz de su raza lo único que parece importar es hacer de su trabajo verdadero Arte. Y nosotros lo celebramos.
Imprescindible en:
- Eduardo II (Eduard II), de Derek Jarman (1991).
- Orlando, de Sally Potter (1992).
- En lo más profundo (The Deep End), de Scott McGehee y David Siegel (2001).
- Young Adam, de David Mackenzie (2003).
- Las crónicas de Narnia: el león, la bruja y el armario (The Chronicles of Narnia: The Lion, The Witch and the Wardrobe), de Andrew Adamson (2005).
- El caso Daley (Stephanie Daley), de Hilary Brougher (2006).
- Michael Clayton, de Tony Gilroy (2007).
- Julia, de Erick Zonca (2008).
- Quemar después de leer (Burn After Reading), de Joel y Ethan Coen (2008).
- Io sono l'amore, de Luca Guadagnino (2009).
- Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk about Kevin), de Lynne Ramsay (2011).
- Eduardo II (Eduard II), de Derek Jarman (1991).
- Orlando, de Sally Potter (1992).
- En lo más profundo (The Deep End), de Scott McGehee y David Siegel (2001).
- Young Adam, de David Mackenzie (2003).
- Las crónicas de Narnia: el león, la bruja y el armario (The Chronicles of Narnia: The Lion, The Witch and the Wardrobe), de Andrew Adamson (2005).
- El caso Daley (Stephanie Daley), de Hilary Brougher (2006).
- Michael Clayton, de Tony Gilroy (2007).
- Julia, de Erick Zonca (2008).
- Quemar después de leer (Burn After Reading), de Joel y Ethan Coen (2008).
- Io sono l'amore, de Luca Guadagnino (2009).
- Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk about Kevin), de Lynne Ramsay (2011).
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