domingo, 12 de enero de 2014

Crítica de "Obra 67": #sencillajoyamagnífica.


Dice el refrán que uno siempre recoge lo que siembra. En lo que atañe al cine, hay quienes aseguran que en España tenemos el cine que nos merecemos, por la tenue calidad global lograda por nuestras películas. Las continuas cortapisas gubernamentales impuestas en los últimos años a la industria del cine en nuestro país han dado como resultado el que la perenne crisis en la que vive instalado el Cine Español desde sus orígenes se haya agudizado de un tiempo a esta parte. Cada vez resulta más difícil obtener la financiación necesaria para llevar a cabo un proyecto y, para más inri, mucha de la producción que llega a estrenarse no logra satisfacer cien por cien las expectativas depositadas en ella. Claro que, también, la escasez de oportunidades ha hecho posible el que los cineastas se vean obligados a agudizar el ingenio y tirar de talento para llevar a buen puerto sus películas. El manifiesto #littlesecretfilm es un buen ejemplo de esto. Perteneciente al ámbito marginal de nuestra industria o, simplemente, low cost, este proyecto audiovisual ha visto en las adversidades actuales los beneficios necesarios para hacer cine. Y, aunque no todas las películas adscritas al movimiento alcanzan la redondez, resulta al menos loable la iniciativa.


Sobre todo, porque lo que habitualmente es tenido como obstáculo en la elaboración de un filme, se convierte en una admirable virtud en la que está llamada a ser la obra representativa del #littlesecretfilm, Obra 67, de David Sáinz, la primera (hasta el momento) en traspasar su círculo vital establecido, con exhibición gratuita en Internet, estrenándose también en salas cinematográficas. No es para menos, porque su director, manifestando una admirable capacidad para sortear las vicisitudes inherentes a un rodaje en tiempo (muy) limitado y de presupuesto y equipo ínfimos, ha logrado dar forma a una de las películas más sorprendentes y brutalmente fascinantes de nuestra cinematografía. Porque Obra 67 brilla muy especialmente por su evidente naturaleza de obra libre, permitiéndose hasta el lujo de no limitarse a ser reflejo de un sólo género, jugando a ser al mismo tiempo una comedia de verborrea desfasada y de extrarradio y un puntual e incisivo drama con olor a denuncia social, y virando por completo a mitad de metraje para tomar los hábitos de un thriller con sabor a comedia negra que acabará desembocando en un angustioso cuento de terror.


No vamos a nombrar aquí los múltiples referentes cinematográficos a los que alude de forma bien visible Obra 67 a lo largo de todo su recorrido, como tampoco vamos a negar que esta ópera prima acuse deficiencias propias de un debut, agravadas por las limitaciones presentes en su creación, siendo la más notable una cierta descompensación de ritmo en el desarrollo de la parte final, beneficiada por la ausencia inhóspita del saludable sentido del humor protagonista de buena parte del metraje. Supone una falta leve dentro de un filme que, a pesar de la diversidad tonal que contiene, termina demostrando una insospechada unidad de conjunto, salvaguardada por la excelente dirección de Sáinz, que sabe acomodar la técnica a una eficaz intuición, obteniendo una película verdaderamente compacta, de andamiaje preciso y elaborado que jamás llega a percibirse dada la fresca soltura y espontaneidad que respira su puesta en escena, con hallazgos visuales y de planificación dignos de elogio (la escena de la discoteca, el plano final). He aquí uno de los grandes aciertos de Obra 67, que partiendo de una palpable precariedad a todos los niveles, sabe sacar partido a sus restricciones y transformarlas en aciertos en pleno, dando como resultado una película de vibrante personalidad, transmitida desde una noqueante sencillez.

El otro gran acierto de la función corresponde al ámbito de la interpretación, donde es digno de alabar la valiente capacidad de improvisación de todo el elenco, recayendo sobre ellos la incómoda responsabilidad de sostener y empujar con su alarde interpretativo la intensidad y el tono narrativo de la película. Valga, por ello, un rendido chapeau para todos ellos. Y muy particularmente para ese asesino desquiciado al que da vida con no poco carisma Daniel Mantero, que es capaz de dejar constancia de la locura de su rol sin recurrir a falsos aspavientos o tics, acometiendo el empeño desde un cómodo y radiante entusiasmo. También juega la baza de la brillantez el trabajo de un emocionante Antonio Dechent, transmitiendo con suma honestidad, primero el desconcierto y la incomodidad ante una vida nueva fuera de prisión, y luego la amargura de quien se sabe y se resigna a no ser capaz de tirar para adelante, por no hablar de la honda y tapiada vergüenza que se entrevé al rememorar algunos episodios sucedidos en la cárcel. Sin embargo, Obra 67 pertenece, por derecho propio, a su pareja protagonista, unos espléndidos Álvaro Pérez y Jacinto Bobo, intérpretes a los que sería conveniente no perder la pista desde ahora, debido a la soberbia y heroica interpretación que se marcan aquí, apechugando con una indulgente desenvoltura con unos personajes que transpiran verdad por los cuatro costados y que no pierden su esencia a lo largo del múltiple recorrido por los más diversos registros que efectúan sus actores, irreprochables en todas y cada una de las secuencias, muy especialmente en un largo (9 minutos) y divertidísimo, realmente admirable, plano secuencia. Si es cierto lo que dice el refrán, expreso públicamente el deseo de que toda la cosecha de este 2014 sea del nivel de Obra 67, porque este sí es el cine que nos merecemos.


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