Història de la meva mort (Historia de mi muerte), lo último del llamado por muchos enfant terrible del cine español, no es una película para ser exhibida en salas comerciales al uso. Y no porque su duración cercana a las dos hora y media de metraje resulte un elemento disuasorio, sino porque su razón de ser, como obra cinematográfica, dista mucho de la convencional intencionalidad de la plana mayor de las obras cinematográficas. Albert Serra no ha rodado su película para que la vean (y la juzguen) vulgares mortales ávidos de consumismo industrial, no. Historia de mi muerte está hecha como pieza museística, careciendo de valor estrictamente cinematográfico y alzándose como monumental obra de ensayo, reflexiva y metafórica, díficil de degustar por paladares quizás no instruidos. No debemos andar muy equivocados cuando su primera proyección pública tuvo lugar en el Museo Reina Sofía de Madrid y es uno de los siete films escogidos por el elitista MoMA de Nueva York para participar en la 43ª edición de la muestra New Directors/New Films.
Sin embargo, la alardeada complejidad de la que hace gala Historia de mi muerte se nos antoja en exceso planificada. Como si Serra, buscando a posta distanciarse de las simpatías del espectador, se afanase por generar una película de gélida temperatura, a través de una puesta en escena bellísima en lo formal, qué duda cabe, pero soporíferamente dilatada, compuesta por una acumulación de parsimoniosos y aletargados planos fijos, muchos de excesiva duración, rebosantes del más intrascendente de los vacíos. De este modo, el director erige un improbable encuentro entre dos mitos literarios, Casanova y Drácula, en pleno trasvase del siglo XVIII al XIX, personificando cada uno de ellos la corriente de pensamiento imperante en la filosofía y la cultura europeas (razionalismo y romanticismo, respectivamente), sin que a nosotros, impertérritos espectadores, nos llegue a quedar realmente claro qué dista a uno del otro; es decir, qué de especial y subversivo aportan los tratamientos dados por Serra a ambos personajes para valorar Historia de mi muerte como la pretendida obra de arte a que aspira a ser.
Nada más lejos de la realidad: a Casanova nos lo muestra como a un estridente aristócrata, de gustos y apetitos exquisitos, de amplia y arrogante verborrea intelectualoide, voraz lector pero a la vez grosero y sarcástico devorador de las más bajas pasiones, aquellas que con el trasvase de siglo le llevarán a la perdición, personificadas en el conde Drácula, ambiguo y desconocido habitante del bosque al que, por medio de una malsana seducción, acabarán sucumbiendo todos los personajes. La película, así, a grandes rasgos, parte de una idea bastante sugestiva. El problema radica en que, una vez puesta en práctica, la idea se diluye en un mar de secuencias de impostada transcendencia, colmadas de silencios y parálisis visual y cuyo propósito principal parece que fuera el de golpear al espectador con la considerable carga de solemnidad con la que se deben afrontar los grandes temas de la vida; consiguiendo solamente hastiarle ante la pretendida escala de provocación que contienen sus imágenes, como tratando de generar con su secuencialidad algo parecido a los discursos críticos que originan las imágenes del cine de vanguardia.
Sí, se puede asociar ciertos pasajes de Història de la meva mort con el cine soviético de los años 10 del pasado siglo, incluso se permite la comparación con Ingmar Bergman en el tratamiento dado por Serra al paisaje como elemento perturbador. Aunque quizás sea más acertada la comparación con el frío y alambicado ascetismo desarrollado por Robert Bresson, produciéndose en la cinta no poco despojamiento de elementos narrativos al uso, tratando con ello de hallar, a través de la simpleza visual y sonora, un nuevo lenguaje cinematográfico a través del cual exponer lo abstracto y lo divino del mensaje. Por desgracia, lo único que encontramos en Historia de mi muerte es la ególatra vocación de un autor dispuesto a embaucarnos, a plantarnos ante nuestras narices planos de construcción casi pictórica, bellísimos encuadres fotografiados a través de un uso muy depurado y premeditado del color, que no bastan para maquillar la altiva oquedad en la que se sustenta todo el conjunto. Puede que un servidor no esté lo suficientemente instruido como para valorar en justicia las virtudes de una cinta como esta, pero una cosa tengo clara: hay en Historia de mi muerte buena materia prima para, sin la mema y engolada superchería de la que hace gala, haber generado una estupenda película.
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