Acabamos de conocer a los ganadores de los Premios Goya 2011 y es una ocasión perfecta para recordar a alguno de los ganadores más merecidos del preciado cabezón. Y como no todo en la vida es drama, ha llegado la hora de valorar también en su justa medida las composiciones de comedia, porque las hay tan buenas como las dramáticas y, lo más importante de todo, son incluso más difíciles que éstas (y no es un mito). El Goya al mejor actor de 1995 fue a parar a Javier Bardem, sólo un año después de la obtención de su primer cabezón (como secundario) por su demoledora creación en Días contados, de Imanol Uribe, y por primera vez en la historia de los Premios de la Academia, a un trabajo netamente cómico. Todo un placer, sí señor.
Fiel a un espíritu incoformista y arriesgado, Javier Bardem había proseguido su particular odisea a través del más variopinto universo de personajes, dispuesto a poner de manifiesto, de una vez por todas, un talento y una versatilidad que, a aquellas alturas de la película, resultaban ya más que evidentes. Viendo su trabajo en Boca a boca, la divertida y elegante comedia en la estela de las realizadas por Blake Edwards, cuarto largometraje del cada vez mejor director Manuel Gómez Pereira, a uno le cuesta convencerse de que sea posible que el actor que anda magistralmente despendolado por la puesta en escena de ésta sea el mismo que años antes nos había deslumbrado en Jamón, jamón (1992), de Bigas Luna, e impactado en Días contados (1994). ¿Era posible tanta capacidad de mutación, además con un impresionante poder de convicción, por parte de un intérprete que no llegaba a los treinta años de edad? A tenor de los resultados, parece ser que sí.
Gracias a Víctor Ventura, un joven aspirante a actor al que las cosas empiezan a salirle a pedir de boca cuando le surge la posibilidad de realizar una película importante, coincidiendo con su estreno al otro lado de una línea erótica que lo envuelve en un tremendo lío donde tienen cabida desviaciones sexuales, intentos de asesinato, cuernos y mentiras a mansalva y una preciosa y misteriosa mujer de la que quedará irrebocablemente enamorado; Javier Bardem obtienía la posibilidad de desplegar ante las cámaras una chispeante vis cómica que lo alejaba de los desgarrados y atormentados registros en los que se había ido desenvolviendo a lo largo de su todavía corta trayectoria y le permitía abordar sin miramientos, con la misma borbotónica entrega con la que suele trabajar, un registro más ligero, el de este chico ingenuo y soñador al que los precipitados acontecimientos que empieza a vivir le superan descontroladamente.
Con sutil excentricidad, sencilla sensibilidad y gracia a flor de piel, el actor resplandece soberanamente en la puesta en escena, volando sobre ella con eléctrico desparpajo, respondiendo con extrovertida gallardía a cada uno de los cometidos que le caen en suerte, como un brillante número musical de depurada y simple ejecución, un juego erótico homosexual a través del cordón telefónico de fingido disfrute, una imitación en genial vena caricaturesca del Robert De Niro de Taxi Driver, o incluso una sana parodia del estereotipo de macho ibérico al que él mismo cedió su imagen durante sus primeros años de carrera; y haciéndonos la boca agua con esa deliciosa y tronchante exhibición de unas dotes descomunales para sortear cada obstáculo hilarante, cada gag, con espontánea precisión, resolviendo toda su intervención a través de un histriónico registro cómico de calculada y ajustada caligrafía.
Una auténtica proeza que se postuló desde su estreno como uno de los mejores empeños cómicos que se vieron en los noventa por nuestras pantallas (a la misma altura de los realizados por Jorge Sanz en Belle Époque (1992), de Fernando Trueba, y Gabino Diego en Los peores años de nuestra vida (1994), de Emilio Martínez Lázaro), y que fue galardonado no sólo con el Goya otorgado por la Academia de Cine, sino también por el Círculo de Escritores Cinematográficos, por la Cadena Ser, por la revista "Fotogramas" y por el Festival de Cine de Comedia de Peñíscola. Prácticamente arrasó en la temporada de premios y con justicia, aunque repercutiese en contra de la soberbia dramática de Federico Luppi en Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, de Agustín Díaz Yanes. Un mal menor si tenemos en cuenta que, a día de hoy, el visionado del trabajo de Javier Bardem en Boca a boca depara uno de los más placenteros disfrutes que un cinéfilo empedernido puede desear, sonrisa, risa y carcajada garantizadas inclusive.
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