Sí, yo también me tragué por completo la pasada gala de los Goya. Y no, no voy a hacer aquí una crítica/análisis a la misma, ni tan siquiera voy a hacer mención alguna a la labor de su maestra de ceremonias, Eva Hache. Primero porque de eso ya se han ocupado otros (para bien y para mal) y, segundo y mucho más importante, porque actoresSinVergüenza no es un blog que vaya de eso. Lo siento. Lo que vengo a contar con estas líneas es algo muy diferente, aunque evidentemente está relacionado. El domingo, mientras veía la ceremonia, me di cuenta de que, premio tras premio interpretativo, los Académicos únicamente votan para pagar deudas largamente debidas.
El domingo les tocó el turno a José Coronado, Elena Anaya, Lluís Homar y Ana Wagener. Pero es que llevamos años contabilizando Goyas a intérpretes más por razones de 'logro al conjunto de su carrera' que a la calidad intrínseca de sus trabajos a competición, sin que éstos desmerezcan en absoluto el preciado cabezón. Lo del domingo es una prueba fehaciente más de ello. En la persona de Lluís Homar clamaba al cielo ya. Pasó los ochenta dedicado casi en exclusividad a la televisión en Cataluña y parte de los noventa también, década en la que se dejó ver en alguna que otra película (en su mayoría, catalana). Pero cuando Pedro Almodóvar le fichó para La mala educación (2004) los que no le conocíamos tuvimos claro que no estábamos ante una revelación, que el barcelonés tenía bagaje. Su trabajo salió perjudicado por la animadversión que la Academia mantenía con el director manchego y que se materializó en sólo 4 nominaciones para la película, ninguna de ellas para su reparto. Aquí se instauró una deuda que se agrandaría desde entonces al ningunearle por otros trabajos importantes, algunos de ellos soberbios: el de Rodrigo Borgia, el papa Alejandro VI, en Los Borgia (2006), de Antonio Hernández, como principal; el de Harry Caine en Los abrazos rotos (2009), de nuevo con Almodóvar, también como principal; o el del cómico Enrique Corgo en Pájaros de papel (2010), de Emilio Aragón, como secundario. Su estupenda, milimétricamente perfecta, encarnación de un robot en Eva, de Kike Maíllo, le ha brindado a la Academia la excusa perfecta para, no ya sólo considerarle entre los cuatro finalistas al Goya al mejor actor de reparto, sino sobre todo para recompensarle y compensarle por tantos años de ignorancia.
El caso de Ana Wagener es diferente. A esta canaria la llevamos viendo en capítulos aislados de series de televisión desde finales de los noventa y también en pequeños roles, casi siempre anecdóticos, en algunas cintas importantes de la cinematografía patria de principios de este siglo. La Academia la nominó por primera vez en 2008 y como revelación por El patio de mi cárcel, de Belén Macías. Sí, la actriz estaba estupenda, nadie lo pone en duda, pero su presencia en esa categoría era equivocada, hecho del que tampoco podemos culpar a la Academia. La Wagener hacía tiempo que se había revelado, concretamente en El séptimo día (2004), de Carlos Saura, donde estaba magnífica, y, sobre todo, en AzulOscuroCasiNegro (2006), de Daniel Sánchez Arévalo, por la que sí fue nominada a actriz de reparto por la Unión de Actores. Parece que desde esta primera nominación a los académicos les han entrado las prisas por premiarla. La volvieron a nominar, ya como secundaria, por un pequeño papel en Biutiful, de Alejandro González Iñárritu, justo el año pasado, olvidando su magistral creación en Secuestrados, de Miguel Ángel Vivas, y este la premian por fin también por un papel casi testimonial en La voz dormida, de Benito Zambrano. Como premio a la constancia, el buen hacer y el talento de la actriz no está mal, sin embargo esperemos que la cosa no se quede ahí y que el Goya abra las puertas de mejores y más lucidos papeles para Ana Wagener y que a este cabezón acompañen en el futuro otros por empeños que realmente lo merezcan.
Desde que el año pasado la nominaron a mejor actriz por su protagonismo, descarnado y fascinante, en Habitación en Roma, de Julio Medem, sabíamos que la Academia era consciente de que había contraído (tal vez sin darse cuenta) una deuda enorme con Elena Anaya. El año pasado no era la favorita y, como tal, no lo ganó. Pero todos sabíamos (y la Academia también) que había rodado con Almodóvar y que, además, iba a ser la protagonista absoluta de La piel que habito. Estaba claro que este 2011 sería el momento de saldar la deuda. Una deuda contraída desde el mismo inicio de la carrera de la actriz cuando no la tuvieron en cuenta para la categoría revelación ni por África, de Alfonso Ungría, ni sobre todo por Familia, de Fernando León de Aranoa, en 1996. Lágrimas negras, de Fernando Bauluz y Ricardo Franco, podía haberle supuesto su primera nominación en 1999 porque su intervención secundaria es estupenda y, sin embargo, ésta llegaría de la mano de Medem en 2001 gracias a su Belén para Lucía y el sexo. Cierto es que la carrera de la Anaya despegó (internacionalmente hablando) en ese momento y que apenas pisó un plató español en los siguientes años y cuando lo hizo, no generó en nuestras mentes la idea de "merece que la nominen". En 2009, sin embargo, se aferró con ansias a su protagonismo exclusivo en la cinta fantástica Hierro, de Gabe Ibáñez, y se sacó de la manga una interpretación magistral, ganó el premio a la mejor actriz en el Festival de Sitges y se erigió como la gran olvidada a los Goya de aquél año. La deuda se hacía patente: primero porque estábamos ante una personalidad importante, también fuera de nuestras fronteras, y segundo, porque Elena Anaya se había convertido (sin que nos diéramos cuenta) en una de las grandes intérpretes del Cine Español y eso, en esta época de crisis, era algo que no debía dejarse pasar en balde. El domingo pasado no erraron las quinielas que la erigían en la favorita incluso desde la edición del año pasado, y la Academia la premió con justicia.
Lo de José Coronado se ha establecido como la Gran Deuda Pagada de esta edición goyesca, qué duda cabe. Y es de justicia reconocer que esta deuda empaña un poco lo merecido del Goya por No habrá paz para los malvados, de Enrique Urbizu, porque el actor está realmente soberbio. Pero la sensación que sobrevuela al Goya de Coronado es la de que lo ha ganado a causa de y como compensación a tantos años de desprecio académico. Cierto es que contaba ya con dos nominaciones, como secundario, por dos trabajos estupendos en Goya en Burdeos, de Saura, y en La caja 507, de Urbizu; pero es que la cantidad de interpretaciones magistrales que ha regalado Coronado (sobre todo en los últimos años) y que han pasado inadvertidas para la Academia es tal que a uno le entran ganas de sacar una pistola y ponerse a pegar tiros a diestro y siniestro como si del mismísimo Santos Trinidad se tratara. Que sirvan como ejemplo sus protagonismos en La vida de nadie (2002), de Eduard Cortés, y en La vida mancha (2003), también de Urbizu; o roles secundarios en El lobo (2004), de Miguel Courtois, La distancia (2006), de Iñaki Dorronsoro, o Tuya siempre (2007), de Manuel Lombardero. Este 2011 todo se ha puesto a favor de Coronado y la Academia bien se ha aprovechado de la ocasión para saldar su deuda con él. Y nosotros, agradecidos, aplaudimos tremendo gesto también porque se ha premiado un trabajo interpretativo de alto nivel.
Sin embargo, como todo en la vida, la sensación es agridulce. Había otra deuda importante por saldar este año y se la ha postergado: la de Antonio Banderas. Nominado por cuarta vez, tal y como señaló Santiago Segura en su divertido monólogo, el embajador del cine español se iba a casa el domingo sin su merecido Goya. Merecido porque está estupendo en La piel que habito y, también y menos importante, porque es Antonio Banderas. Una pena, sí. Una deuda que se retrasa y se agranda esperemos que no hasta dentro de mucho tiempo. El anuncio esta semana de su protagonismo a las órdenes de Carlos Saura en la película que el director prepara sobre el pintor malagueño Pablo Picasso y que llevará por título 33 días abre un camino a la esperanza. Su reencuentro con el aragonés puede brindarle a Banderas una nueva nominación al Goya dentro de poco tiempo y, ahí sí que sí, la Academia debería considerar ineludible pagarle como se merece. Será otra deuda pagada. Pero quedan otras, muchas otras (José Luis Gómez, Ángela Molina, Jordi Mollà, Marisa Paredes, Imanol Arias, Ana Belén, José Sacristán, Aitana Sánchez Gijón, Francisco Algora, Concha Velasco, Álex Angulo, Ana Torrent, Sancho Gracia, Vicky Peña, Joan Dalmau, Terele Pávez, Álvaro de Luna, Julieta Serrano, Sergi López) y parece que el tiempo se agota y que algunas se van a quedar irremisiblemente pendientes. ¿Culpamos a la crisis, ésa en la que lleva inmerso el Cine Español desde sus orígenes?
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