miércoles, 29 de febrero de 2012

El gran tren de Rosa María Sardá


Aprovecho que este fin de semana llega a los cines el reencuentro entre una de las mejores actrices de nuestro país con su director fetiche para rememorar otra gran performance. Esta vez le toca el turno a Rosa María Sardá y su protagonismo absoluto a las órdenes de Ventura Pons en Anita no pierde el tren (2001), una de las pocas, escasas por desgracia, ocasiones que ha tenido la Sardá la fortuna de disfrutar un papel tan lucido en una película.

Se trata de Anita, la veterana taquillera de un cine de barrio que ve cómo se derrumba su mundo de golpe cuando la dejan en el paro después de treinta y cuatro años porque van a demoler el edificio y construir en su lugar unas multisalas. Para llenar su tiempo, Anita comienza a visitar el solar del antiguo cine periódicamente hasta que se enamora del hombre que maneja la excavadora, casado, con el que iniciará una relación furtiva sin perspectivas. Rosa María Sardá presta su agridulce rostro a esta cincuentona en crisis demostrando que ella también puede soportar brillantemente todo el peso de una película. Humana y afectada, la actriz emprende este agrio viaje plagado de un humor entrañable derrochando carisma por los cuatro costados. Con locuciones directas a cámara incluidas, la Sardá se aleja del registro que la ha hecho famosa y convence en ese tono tragicómico con un rol muy alejado a los que nos tenía acostumbrados y que por momentos nos recuerda a los inmortalizados por la gran actriz italiana Giulietta Masina en incontestables clásicos dirigidos por su marido, Federico Fellini, como La strada (1954) o Las noches de Cabiria (1957). 


Desprendiendo una magia indescriptible cada vez que sus ojos se llenan de esperanza e ilusión, así como una terrible ternura cuando atraviesa esos momentos difíciles en los que se la ve completamente desesperada por la incertidumbre del futuro, sobre todo a lo que se refiere en el ámbito laboral, la actriz da muestras de una impresionante aprehensión de las neuras que caracterizan a su Anita. Infundiendo una enorme compasión debido a su poco agraciado aspecto, al que se superpone con entrañable y vital autoconvicción. Quizás porque se ha perdido irremisiblemente dentro de su piel o, a lo mejor, ha adaptado las formas que moldean al personaje a su propia personalidad, el caso es que Anita aparece en pantalla viva, irradiando una cercanía y sinceridad que demuestran la versatilidad de una intérprete a la que muy pocas vecen dejan manifestarla.

Aquél 2001 fue un año muy reñido de buenas y muy buenas interpretaciones femeninas en el Cine Español y la Sardá se quedó fuera de la terna al Goya como principal por este papel, aunque acabó ganando el de secundaria por su descacharrante cometido en Sin vergüenza, de Joaquín Oristell. No obstante, recibió premios en varios festivales (el de Comedia de Peñíscola, el Hispano de Miami, mención especial en Mar del Plata) y quedó finalista al premio del público en los Premios del Cine Europeo. Un excelente palmarés por Anita no pierde el tren, cinta que ofrece a la intérprete el regodearse en pantalla con una intervención omnipresente que ella supera con nota, consciente de que cometidos como éste no suelen llamar a su puerta muy a menudo, mal que nos pesa a tenor de la deliciosa, mimada y espléndida muestra de talento que exhibe aquí sin pudor la grande Rosa María Sardá.


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