martes, 11 de febrero de 2014

Las deudas de la Academia: Terele Pávez ya tiene Goya.


El mundo, en general, y el del cine, sobre todo español, en particular, ha debido descansar tranquilo después de mucho tiempo. La Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España ha ajustado, de una vez por todas, cuentas con una de las más venerables y admiradas actrices de nuestro cine, querida a partes iguales tanto por la industria como por el gran público. María Teresa Ruiz Penella, Terele Pávez para siempre, ha ganado el Goya a la mejor actriz secundaria por Las brujas de Zugarramurdi (2013) y lo ha ganado como corresponde a una auténtica ama de la interpretación, en competición y no a modo de homenaje honorífico. Con motivo de tan gozosa celebración, efectuamos un repaso a la filmografía de esta actriz de recorrido zigzagueante en el cine, de personalidad abrumadora y físico y voz del todo incomparables.


Hija del político Ramón Ruiz Alonso, descendiente por parte de madre de una saga de artistas, pues es nieta y bisnieta respectivamente de los compositores Manuel Penella Moreno y Manuel Penella Raga, debutó en el cine con catorce años en un pequeño papel para nada menos que Luis García Berlanga en Novio a la vista (1954), pero sería a las órdenes de Jesús Franco, amigo de su familia, cuando la joven actriz inició realmente su carrera, dando vida a una de las dos jóvenes estudiantes ávidas de aventuras en la ingenua y absurda rareza Tenemos 18 años (1959). El poco éxito de este filme no hizo gran cosa por su incipiente filmografía, que pasó a engrosar títulos a las órdenes de Mariano Ozores, Las dos y media y… veneno (1959) y Salto mortal (1961); así como su primer y único encuentro ante las cámaras con sus dos hermanas mayores: Emma Penella, convertida ya en una figura estelar dentro de la industria, y Elisa Montés, actriz que aunque no disfrutó de la alta consideración de su predecesora sí supo mantener una continuidad laboral en el medio bastante prolífica.

Entre sus hermanas en La cuarta ventana (1963).
La cinta en cuestión fue el drama policiaco La cuarta ventana (1963), de Julio Coll, empeño dramático que, a pesar de la bendición que podía suponer compartir protagonismo con sus hermanas, poco hizo para asentar la trayectoria de Terele pues en la industria no terminaban de gustar ni su físico agresivo, con su rostro agrio, ni aún menos su voz rota y desgarrada, características poco recomendables para los jóvenes personajes femeninos protagonistas de la producción nacional. Así, la actriz se vio relegada siempre a incorporar secundonas más o menos estereotipadas en aquellos primeros años de actividad profesional en películas, por lo general, mediocres: como El espontáneo (1964), de Jorge Grau, o La boda era a las doce (1964), de Julio Salvador.

Consciente de su fuste dramático se apartó de la cinematografía y reacia a ver su talento humillado en papeles que no lo merecían, triunfó en la mitad de la década en el teatro, medio profesional mucho más agradecido con su particular temperamento. Bajo la dirección de Miguel Narros o Adolfo Marsillach protagonizó bastantes éxitos sobre las tablas como “Las troyanas”, de Eurípides, “Águila de blasón”, de Ramón María del Valle-Inclán, o, por encima de todas, “La casa de las chivas”, de Jaime Salom, triunfo escénico con el que se mantuvo en la cartelera madrileña durante nada menos que tres años. Al cine volvería de forma anecdótica ya a finales de la década, con nuevos cometidos secundarios, de entre los que cabe destacarse su Mauricia de Fortunata y Jacinta (1970), de Angelino Fons, adaptación prestigiosa puesta en pie por el productor Emiliano Piedra para el lucimiento del huracán interpretativo de su esposa, la hermana de Terele, Emma Penella. Tampoco esta nueva colaboración con su destacada hermana mayor sirvió para que le llovieran mejores ofertas de trabajo de la industria y los siguientes empeños de la actriz en la pantalla grande siguieron siendo intrascendentes, en papeles muy por debajo de la categoría dramática que la Pávez había más que demostrado sobre las tablas y, también en los setenta, en la pequeña pantalla, a donde supo refugiarse de tanto en tanto en busca de textos y personajes que pudieran dar fe de su arrollador estilo.

Cintas como La revolución matrimonial (1974), de un ya caduco José Antonio Nieves Conde, Matrimonio al desnudo (1974), de Ramón Fernández, Como matar a papá… sin hacerle daño (1975), también de Fernández, la coproducción de terror con Italia Malocchio (Mal de ojo) (1975), de Mario Siciliano, La espada negra (1976), de Francisco Rovira Beleta, u Oro rojo (1978), de Alberto Vázquez Figueroa, dan cuenta detallada del desaprovechamiento artístico sufrido por tan destacada intérprete a lo largo y ancho de la década. Sólo su intervención, también secundaria, en el drama carcelario femenino Carne apaleada (1978), de Javier Aguirre, se puede contar entre los empeños destacables de la actriz para la gran pantalla en aquella época, que gozó de dos importantes éxitos televisivos que le propiciaron la tan merecida popularidad que tanto se le había negado por sus trabajos cinematográficos. Hablamos de las series de culto Cañas y barro (1978), dirigida por Rafael Romero Marchent, y La barraca (1979), de León Klimovsky. Entre ambas, una nueva representación de su éxito teatral “La casa de las chivas”, esta vez para la pequeña pantalla en el marco del espacio dramático Estudio 1 y dos míseros empeños de colaboración en películas poco conseguidas como Tatuaje (1978), de Bigas Luna, y El camino dorado (1979), de Ramón Saldías.

Con Alfredo Landa en Los santos inocentes (1984).

El teatro y la televisión fueron sus únicos medios de actuación con el cambio de década pues la actriz, con los cuarenta ya cumplidos, tenía muy claro que el estrellato cinematográfico quedaba ahora más lejos que nunca antes. Pero para sorpresa de ella y gozo nuestro, en 1984 Mario Camus le regaló su primer protagonismo cinematográfico en la película Los santos inocentes, que lograría extraer de ella para la gran pantalla toda la fuerza trágica que su ser dramático guardaba en el interior. Su Régula, esa aldeana condenada a vivir por siempre rodeada de miseria e ignorancia, supuso el espaldarazo definitivo para su trayectoria cinematográfica, dignificando después de tantos años a una actriz infravalorada, con fama de poseer un carácter difícil y complicado, que conseguía por fin componer para el cine una interpretación memorable, dentro de ese registro seco, duro e ingrato de personajes lúgubres que tan bien casaba con sus características físicas. Y aunque los aplausos más sonoros se los repartieran entre sus dos principales compañeros masculinos, Alfredo Landa y Francisco Rabal, que compartieron nada menos que Premio en Cannes, a nadie le pasó por alto el descomunal recital ofrecido por la actriz, que quedó finalista al Fotogramas de Plata.

El hermano bastardo de Dios (1986).

La industria del cine español vio en ella las posibilidades dramáticas que hasta entonces no habían querido o sabido rentabilizar e, influenciados también por las buenas críticas recibidas por la Pávez a raíz de su protagonismo en el telefilme Las envenenadas de Valencia (1985), de Pedro Olea, sobre el caso de Pilar Prades Expósito, la última mujer ejecutada en España con garrote vil, dentro de la serie La huella del crimen; comenzó a requerir su presencia en proyectos de ciertas ambiciones, aunque casi siempre para darle otra vuelta de tuerca a este tipo de personaje desagradable, casi siempre de baja extracción social, que ella tan bien sabía hacer. Así, se coló en el reparto de la prestigiosa Réquiem por un campesino español (1985), de Francesc Betriú, y en el del thriller La noche de la ira (1986), de Javier Elorrieta, así como en la crónica sobre la Guerra Civil a través de la mirada de un niño que fue El hermano bastardo de Dios (1986), de Benito Rabal, donde con muy pocas escenas a su favor, Terele Pávez supo apoderarse de ellas y resultar de lo mejor de una película en la que daba vida a un personaje harapiento y enloquecido, una mujer borracha que vagabundea por las calles maldiciendo y blasfemando y que, para salir del apuro económico en el que se encuentra, no tiene reparos en vender a uno de sus hijos a una familia pudiente. Le ofrecen poca cancha para poderse lucir en la piel de Ramona, pero Terele Pávez sabe hacerse notar en la única escena importante que protagoniza en la tienda de alimentación cuando con el dinero que ha sacado de la venta de su hijo puede por fin saldar la deuda que allí tiene. Con lo dada que sería posteriormente la Academia a nominar en la categoría secundaria a intérpretes protagonistas de empeños tan o más pequeños que el suyo en El hermano bastardo de Dios, bien hubiese podido la Pávez ser una de las primeras finalistas en la categoría en la edición inaugural de los Premios Goya.

Diario de invierno (1988).

Sin embargo, se resarció pronto de tal olvido al figurar entre las finalistas al premio en la segunda edición, gracias a la adaptación de la novela Laura, del cielo llega la noche (1987), debida a Gonzalo Herralde, película de difícil visionado hoy en día, primera nominación al Goya a la que sumaría una segunda sólo un año después y también como actriz secundaria, gracias al drama alegórico y onírico Diario de invierno (1988), de Francisco Regueiro, indagando de nuevo en ese tono arrastrado y vejado que tan bien casaba con su estilo desaforado, dando vida esta vez a una pordiosera monja-mendiga, madre del supuesto Caín, amante de los deberes morales, indignada con su hijo por haber dejado embarazada a una virgen y repudiada por su madre cuando, ejerciendo la prostitución en el prostíbulo que éste regentaba, ella misma se quedó en cinta. Un personaje a todas luces desorbitado, que la Pávez efectúa con endiablada maestría, atada casi permanentemente a una moto, con esa voz torrencial lanzando improperios sin parangón y llamando a las cosas por su nombre. Los hiperbólicos monólogos que protagoniza en sus contadas escenas se acentúan con ese deje malsano y barriobajero con el que los ejecuta la actriz, tan fuertemente encasillada ya en esta tipología de personajes que no es de extrañar que Vicente Aranda la escogiera para dar vida a una gitana dominante en un brevísima secuencia que se erige pronto en inolvidable gracias al fuste de Terele, en El Lute II (mañana seré libre) (1988) o que Antonio Isasi-Isasmendi le encomendase el breve papel de esa mujer de monte, madura y aún de buen ver, que a punto está de convertirse en víctima de una violenta violación, escena que la Pávez resolvía con impetuosa maestría al igual que su sucesiva escena erótica, en la estupenda El aire de un crimen (1988).

El día de la bestia (1995).

En los noventa, la asiduidad alcanzada por la actriz en la gran pantalla a finales de los ochenta volvió a verse mermada de forma considerable. Tras otro breve empeño en El laberinto griego (1993), de Rafael Alcázar, tardamos otro frustrante espacio de tiempo en volverla a ver incorporando un papel de verdadera sustancia que, por otro lado, no llegaría hasta que un joven Álex de la Iglesia no la reclutara para, escopeta en mano, hacerla participar en su hilarante, demencial y fantástica El día de la bestia (1995), uno de los grandes hitos del cine español reciente, donde la Pávez lo daba todo ofreciendo un contundente recital que llevaba al límite de la farsa la tipología habitual de personajes a los que la intérprete nos tenía acostumbrados. Incomprensiblemente olvidada al Goya, su relación con la Academia terminó agravándose hasta niveles casi irreconciliables cuando sólo un año después volvió a ser impunemente ignorada por su segundo gran protagonista para el cine: La Celestina (1996), versión estilizada y erotizada dirigida por Gerardo Vera, para la que la Pávez dio vida, como no podía ser de otra manera, a la insigne alcahueta poniendo sobre la mesa el inconfundible dominio del medio por parte de una actriz sumamente ejemplar. Todas las aristas de tan célebre personaje quedaron reflejadas en la gran pantalla con enorme precisión, erigiéndose desde muy pronto como uno de los grandes y mejores empeños cinematográficos ofrecidos por Terele Pávez.

La Celestina (1996).

Nominada a los Fotogramas de Plata y ganadora del Sant Jordi y del Premio de la Unión de Actores, su olvido en los Goya de aquel año, además en la categoría principal, dijo muy poco a favor de una Academia ciega e injusta en sus estimaciones sobre lo mejor del cine español. El descrédito fue a parar a los académicos y no a una actriz que se alzaba en cabeza visible de toda una suerte de profesionales visiblemente ignorados por la industria en plena fase de renovación generacional. Por ello ya importó poco el que no la tuvieran tampoco en cuenta por su siguiente empeño, también brillante, como solía ser norma en ella, en el cuento de terror psicológico 99.9 (1997), de Agustí Villaronga, en un registro heredado de su triunfal redescubrimiento por el cine comercial gracias a El día de la bestia. Quizás conscientes del profundo desagravio, a los académicos no se les pasó de largo el descomunal trabajo llevado a cabo por la actriz en La comunidad (2000), confirmación del fundamental entendimiento entre actriz y director, en el que la intérprete alcanzaba el grado de mito cinematográfico en la piel de esa vecina huraña y diabólica, profundamente enajenada capaz de sacar de su interior una fuerza sobrehumana para saciar su enfermiza ambición. De profunda ironía y notable sobrecarga surrealista vistió la Pávez a su personaje, mereciendo aquella tercera nominación al Goya y aquel segundo Premio de la Unión de Actores, ambos como secundaria, que le brindó La comunidad.

Con Sancho Gracia en La comunidad (2000).

Convertido en su director fetiche, no dudó la Pávez a la hora de volverse a poner a las órdenes de Álex de la Iglesia para formar parte del elenco, en un pequeño y divertido papel, de 800 balas (2002), homenaje del realizador a la gloriosa época vivida por nuestra industria de los rodajes de cine de género, particualrmente western, localizados en Almería y en régimen de coproducciones con Italia. Tenida ya por una secundaria de absoluto lujo, Terele Pávez pasó a engrosar los créditos en funciones de artista invitada o colaboración especial, no acertando del todo en sus elecciones profesionales para la gran pantalla. Intervino en películas muy por debajo no ya sólo de su talento, sino también de su prestigio, como fueron Nudos (2003), de Lluís María Güell, Mala uva (2004), de Javier Domingo, o la peor de todas, la comedia adolescente Café solo o con ellas (2007), de Álvaro Díaz Lorenzo. Entre unos y otros coqueteos con el cine, la Pávez logró asentarse de nuevo en la pequeña pantalla, con papeles más o menos fijos en distintas series, entre las que sobresale Cuéntame como pasó.

Balada triste de trompeta (2010).

Desde entonces, mucho corto y mucha tele han ido dejando constancia del olvido padecido por la que se debía contar ya entre las más personales, dúctiles y pasionales actrices de nuestro panorama interpretativo. Sólo su confeso admirador De la Iglesia se ha acordado de ella y ha sabido contar con su presencia en algunos de sus nuevos trabajos para la gran pantalla, como aquélla Balada triste de trompeta (2010), desbordante obra de madurez del director que aúna todas sus virtudes megalómanas y en la que a la Pávez se le reservaba un corta, brevísima y tronchante participación, cercana en espíritu a los anteriores trabajos de la actriz para el director, y que logró brindarle su cuarta nominación a los Premios Goya, absolutamente inesperada y, a todas luces, desproporcionada dada la escasa entidad de su trabajo (apenas unos pocos minutos del total del metraje) y de su personaje (destacable más por la furiosa personalidad de la actriz que por una preciso dibujo del mismo). Nadie, en esta ocasión, osó alzar la voz para protestar en contra de la Academia al no designarla como la vencedora final del Goya.

Las brujas de Zugarramurdi (2013).

Algo que sí hubiera ocurrido este mismo año cuando, tras otros tres intensos años sin disfrutarla en una película, De la Iglesia (¡cómo no!) nos la devolvía además en un jugoso y muy divertido papel de bruja, última vuelta de tuerca lógica que podía darle el director al registro más conocido y disfrutable de la actriz, convertido en tal precisamente por la filmografía del realizador vasco. Desde el mismo inicio del rodaje ya podíamos soñar con una nueva candidatura de Terele Pávez a los Goya y, esta vez, tenía que producirse el milagro. Una vez vista Las brujas de Zugarramurdi, donde la actriz se marca un trabajo eminentemente desmesurado (en el mejor de los sentidos) con su bruja vieja, con la que volvía a poner en evidencia la maestría, el poderío y la grandiosidad que la habían convertido en una actriz única, volviendo a dejarnos alucinados dentro de ese registro malsano, sucio y déspota al que tan frecuente había sido en sus trabajos para el cine, esta vez yendo un paso más allá y encarnando a una espeluznante malvada con una insondable ironía; resultaba más que obvio que el Goya a la mejor actriz secundaria de este año se encontraba ya adjudicado. Con este Goya la Academia ha saldado la deuda contraída con la intérprete hace ya muchos años y ha situado el trabajo de Terele Pávez en Las brujas de Zugarramurdi como uno de los más justa y modélicamente premiados de los últimos años en la categoría de reparto, ingresando la actriz en el selecto club de actrices míticas de nuestro cine, en el que se cuentan María Asquerino, María Luisa Ponte, Mari Carrillo o Julia Gutiérrez Caba, galardonadas con este mismo cabezón como homenaje a todas sus trayectorias.

2 comentarios:

RafaOnFire dijo...

Por fin llegó el reconocimiento para una de las más grandes de nuestro cine, espero que no sea el último y vengan más premios para esta gran actriz.

Unknown dijo...

Todo lo bueno se hace esperar... o eso dicen. Lo mejor es que este Goya a Terele Pávez, aparte de premiar el trabajo de la actriz en "Las brujas de Zugarramurdi", también sirve de reconocimiento a uno de los iconos inconfundibles del "cine de Álex de la Iglesia", tan ninguneado por la Academia en los últimos tiempos.