En 1947, el por desgracia poco conocido en la actualidad Ronald Colman ganó un Oscar por interpretar a un prestigioso actor teatral que, en su intento por perfeccionar su aproximación al famoso Moro de Venecia de "Otelo", de William Shakespeare, acababa irremisiblemente poseído por la personalidad enfermiza del personaje. Ocurría en A Double Life (Doble vida), del gran George Cukor. Otel·lo, producción española nacida al amparo de la valiente ESCAC y dirigida por Hammudi Al-Rahmount Font, toma el mismo texto para, a través de él, llevar a cabo un ejercicio parecido de asimilación de roles, aunque la que aquí comentamos se atreva a abarcar con su propuesta algo más perturbador que la peligrosa línea divisoria entre realidad y ficción inherente a la obsesiva capacidad del arte creador que recogía el clásico de Cukor.
Otel·lo pretende, a través de la representación de la puesta en pie de un austero montaje de la fundamental obra, realizar un diseccionador estudio sobre los mecanismos de manipulación y control presentes en todo ámbito de poder y cómo, bien entretejidos y dispuestos, siempre alcanzan los objetivos marcados. Así, el protagonismo de este nuevo acercamiento a la obra del escritor inglés obvia el componente de tragedia que persigue a la relación de su pareja protagonista, para centrar su mirada en la puesta en práctica de toda la maniobra orquestada por Yago, al que da vida (¡cómo no podía ser de otro modo!) el propio Al-Rahmount, en su doble papel de director-actor, que como si de su propio personaje se tratara, lleva a cabo una política de medidas (algunas de discutible signo) para manipular el trabajo de sus actores y así extraer de ellos las emociones más veristas posibles.
He aquí el gran valor de una película, que como el texto al que homenajea, se alza en una pertinente y lograda crónica de las estrategias que rigen la demagogia del poder. En este sentido, Otel·lo se debe contar por méritos propios entre lo más parecido a un film político que podamos encontrar en nuestra cobarde industria cinematográfica, incapaz de beber de la actualidad para trasladar el debate político en el presente también al séptimo arte. Sin embargo, el alcance último de su análisis carece de espíritu realmente crítico, sobre todo con el flaco favor que a toda la película le hace el inserto de ese innecesario epílogo en el que el director desvela la artificiosidad planificada de toda la representación, echando por tierra de paso la tan escrupulosa simbiosis entre realidad y ficción que se había venido dando cita a lo largo de todo el metraje. Esto tiene también su lado bueno y es el de dotarle de meritorias virtudes al trabajo del elenco, que logran en su difícil cometido de doble representación ser siempre creíbles, especialmente una modélica Ann M. Perelló, deslumbrante en toda la gama de registros que le caen en gracia.
No obstante, al final se nos hace innecesario el recurso al estilo documental (cámara al hombro y continuamente nerviosa, aparente ausencia de un diseño de producción, intérpretes hablando a cámara) a la hora de poner en pie una puesta en escena que sustente y dé sentido a un discurso que, como si de un barato reality televisivo se tratara, intenta impactarnos a través del progresivo efecto manipulador de ese director sin escrúpulos capaz de ejecutar sucias artimañas para (como Yago) obtener sus particulares beneficios, sin tener en cuenta que el servilismo al falso documental ya no impresiona como antes y mucho menos tras hacerse patente lo manufacturado de toda la trama. A no ser que, esto último, fuera una nueva vuelta de tuerca que pusiera al descubierto una nueva manipulación del espectador, orquestada por un Al-Rahmount empeñado en demostrar las múltiples artimañas con las que nos maneja en su afán prestidigitador.
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