Como convenientemente hemos informado desde este rincón, la Filmoteca Española dedica este mes de abril un ciclo en recuerdo de la figura del desaparecido Tony Leblanc, que incluirá la proyección en pantalla grande de muchas de las películas que le convirtieron en una de las primeras figuras del star system nacional hacia finales de los 50 del siglo pasado. En actoresSinVergüenza aprovechamos tan justo homenaje, para realizar un amplio recorrido por la trayectoria cinematográfica de uno de los mitos por excelencia de nuestra cinematografía, lo que, en otras palabras, servirá para recorrer algunos de los aspectos de la Historia de nuestro cine.
Ignacio Fernández Sánchez, que es como se llamaba en realidad, se jactaba de haber nacido en una de las salas del mismísimo Museo del Prado, donde su padre trabajaba de conserje. Criado en Villaviciosa de Odón (Madrid), un todavía joven Leblanc compaginaba su trabajo de ascensorista dentro de dicho museo al mismo tiempo que alternaba trabajos de actor aficionado, para lo que se había procurado una buena formación en canto y baile. Otra de las cosas de las que presumiría más tarde es de ser el vigente campeón de España de claqué, porque tras ganarlo él, nunca volvió a celebrarse dicha competición. Pero también ganó el campeonato de Castilla de los pesos ligeros amateurs de boxeo. Todo ello después de debutar en la profesión en la compañía de Revista de Celia Gámez con apenas ocho años de edad. Más tarde, sería bailaor y cantante en la compañía de Lola Flores y Manolo Caracol y terminaría triunfando en las filas de la de Nati Mistral, donde se dio realmente a conocer con el montaje "Te espero en Eslava".
En el apartado estrictamente cinematográfico, Leblanc debutó a los 22 años con un papel pequeñito en Eugenia de Montijo (1944), de José Luis López Rubio, melodrama romántico de corte histórico que servía de vehículo a la todavía joven estrella Amparo Rivelles. Al año siguiente, logró otro breve cometido en el atmosférico clásico de aventuras, con inconfundible sabor patriota, Los últimos de Filipinas (1945), casi una superproducción para la época orquestada con pulcritud por Antonio Román y que estaba protagonizada por un espléndido reparto de estrellas masculinas encabezado por un estupendo Armando Calvo y completado por José Nieto, Guillermo Marín, Manolo Morán y Fernando Rey. Fueron pasos aislados en el inicio de una trayectoria que comenzaría a obtener regularidad laboral a partir de 1947, cuando Leblanc obtiene papeles de característico en producciones de todo tipo, desde proyectos poco ambiciosos, como la comedia de episodios alrededor de la Vuelta Ciclista a España Por el gran premio (1947), de Pedro Antonio Carón, hasta obras capitales de nuestra cinematografía, como el magnífico film policíaco, de sórdida atmósfera, Barrio (1947), debido al gran Ladislao Vajda, o la gran producción de prestigio Fuenteovejuna (1947), de Román sobre el original literario de Lope de Vega. Y en esas llegó Dos cuentos para dos (1947), de Luis Lucia, entrañable y amable comedia de enredo que le aportó a Leblanc su primer protagonista en el cine y significó el inicio creciente de su popularidad. Pero aún quedaba lejos la consolidación definitiva y Tony Leblanc hubo de seguir interviniendo como característico en otros tantos títulos más: la exaltación de los valores castrenses Alhucemas (1948), de nuevo para López Rubio, el vehículo para Fernando Rey, la comedia La próxima vez que vivamos (1948), de Enrique Gómez, el típico melodrama con la superestrella Imperio Argentina, La cigarra (1948), de Florián Rey, hasta llegar a un papel algo más destacado en el melodrama taurino La fiesta sigue (1948), de Gómez.
La adaptación de la célebre zarzuela La revoltosa (1949), de José Díaz Morales, le brindó al todavía joven Leblanc la oportunidad de oro para sentar las bases de la imagen fílmica que le haría tan popular poco tiempo después. Ese joven y tierno chulapón procedente del Madrid más castizo enamorado hasta las trancas de una jovencísima Carmen Sevilla le reportó unas buenas dosis de lucimiento a la futura estrella, pudiendo hoy día hablar de La revoltosa como la verdadera y fundamental revelación cómica de Tony Leblanc. A pesar de la estimable repercusión popular de su protagonismo aquí, Leblanc tuvo que conformarse con seguir aumentando su filmografía con más y diversos secundarios en títulos entre los que destaca uno de los ejemplos más importantes del kitsch a la española, el melodrama taurino Currito de la Cruz (1949), de Lucia, pero donde también encontramos títulos absolutamente intrascendentes, hoy lógicamente olvidados: ¡Fuego! (1949), de Arthur Duarte y Alfredo Echegaray, 39 cartas de amor (1950), segundo largometraje de Francisco Rovira Beleta, Servicio en la mar (1951), de Luis Suárez de Lezo, y accedió a un nuevo, aunque simple y convencional, protagonista con el galán romántico de La danza del corazón (1952), de Ignacio F. Iquino.
A partir de Segundo López, aventurero urbano (1953), largometraje escrito, dirigido e interpretado por la actriz Ana Mariscal, conocemos el acceso de Tony Leblanc a la primera fila del cine nacional como evidencia su labor en el musical folclórico El pescador de coplas (1954), puesto en pie por Antonio del Amo, con Leblanc efectuando del tercero en discordia de los promocionadísimos protagonistas, las estrellas del cante Antonio Molina y Maruja Díaz. Esta nueva posición, de no poco privilegio, en la industria quedó fuertemente reforzada tras su inclusión en el magnífico y abultado reparto de la esencial Historias de la radio (1955), de José Luis Sáenz de Heredia, considerado con toda justicia uno de los clásicos ineludibles de la Historia del Cine Español. Sirvió luego de apoyo cómico al protagonista de la recomendable Manolo, guardia urbano (1956), de Rafael J. Salvia, un admirable Manolo Morán, y retomó su tan exitoso registro de chuleta madrileño para dar vida al taxista de la comedia blanca Muchachas de azul (1957), de Pedro Lazaga. Llama la atención que, al mismo tiempo que el intérprete había ido escalando puestos en los repartos y asentándose como uno de los actores imprescindibles de la producción oficial y taquillera del momento, descendiera su nivel de ocupación a razón de casi una película al año. Por suerte, llegó a los cines El tigre de Chamberí (1957), de Pedro Luis Ramírez, que explotaba magníficamente la vena chulesca y pícara de un Leblanc formando trío estelar, inimitable, junto al gran José Luis Ozores y al fundamental en el género Antonio Garisa. Su papel de amigo trepa e interesado en esta comedia ambientada en el mundo del boxeo, coincidió en el tiempo con el retrasado estreno de un nuevo protagonista, la comedia Un abrigo a cuadros (1957), de Alfredo Hurtado, y terminó de afianzar la imagen fílmica por antonomasia de Tony Leblanc: la del típico varón celtibérico procedente de algún barrio popular y populoso del Madrid más castizo, caradura y aprovechado, aficionado a rondar a las chicas y al fútbol, con una mentalidad y actitud social claramente de derechas.
Registro donde el intérprete daría lo mejor de sí mismo tras nuevos, eventuales y alimenticios secundarios en Faustina (1957), de Sáenz de Heredia, o Secretaria para todo (1958), de Iquino, a partir de Historias de Madrid (1958), de Ramón Comas, magnífica y notable comedia en inequívoco tono neorrealista que nos ofrece el lado más depurado y efectivo de un Leblanc que acabaría consolidándose de manera definitiva y contundente con el taquillazo de Las chicas de la cruz roja (1958), de Rafael J. Salvia, estandarte español del filón que significó para nuestra industria las comedias con varias historias y personajes entrelazados y en las que Leblanc siguió jugando un destacado papel, como evidenciaron las endebles Parque de Madrid (1959), de Enrique Cahen Salaberry, y El día de los enamorados (1959), de Fernando Palacios. Entre unas y otras, exceptuando alguna concesión a la taquilla, como fue su participación en la musical Y después del cuplé (1959), de Ernesto Arancibia, o la comedia tonta Luna de verano (1959), de Lazaga, llegaría el título que explotó a placer la recién instaurada imagen fílmica del intérprete: Los tramposos (1959), una de las mejores creaciones de Lazaga, que exprimió para bien la capacidad de aprehensión de Leblanc de los tics y los tópicos del folklore madrileño, permitiéndole efectuar una de sus más celebradas composiciones en esta película sobre dos pícaros ingenuos que tratan de vivir del cuento y del timo para mantener su vagancia pero que, finalmente, serán redimidos por amor. El éxito de esta cinta, que además generó la entrada de Leblanc en la Historia del Cine patrio gracias a la genial secuencia del mito de la estampita, supuso el principio de un estrellato largamente buscado durante diez años de difusos y hasta indefendibles roles secundarios en un juego de tanteo por parte de una industria que, por fin, había encontrado al intérprete idóneo para erigirse en referente ineludible de toda una generación de oprimidos y mediocres españolitos.
La adaptación de la célebre zarzuela La revoltosa (1949), de José Díaz Morales, le brindó al todavía joven Leblanc la oportunidad de oro para sentar las bases de la imagen fílmica que le haría tan popular poco tiempo después. Ese joven y tierno chulapón procedente del Madrid más castizo enamorado hasta las trancas de una jovencísima Carmen Sevilla le reportó unas buenas dosis de lucimiento a la futura estrella, pudiendo hoy día hablar de La revoltosa como la verdadera y fundamental revelación cómica de Tony Leblanc. A pesar de la estimable repercusión popular de su protagonismo aquí, Leblanc tuvo que conformarse con seguir aumentando su filmografía con más y diversos secundarios en títulos entre los que destaca uno de los ejemplos más importantes del kitsch a la española, el melodrama taurino Currito de la Cruz (1949), de Lucia, pero donde también encontramos títulos absolutamente intrascendentes, hoy lógicamente olvidados: ¡Fuego! (1949), de Arthur Duarte y Alfredo Echegaray, 39 cartas de amor (1950), segundo largometraje de Francisco Rovira Beleta, Servicio en la mar (1951), de Luis Suárez de Lezo, y accedió a un nuevo, aunque simple y convencional, protagonista con el galán romántico de La danza del corazón (1952), de Ignacio F. Iquino.
A partir de Segundo López, aventurero urbano (1953), largometraje escrito, dirigido e interpretado por la actriz Ana Mariscal, conocemos el acceso de Tony Leblanc a la primera fila del cine nacional como evidencia su labor en el musical folclórico El pescador de coplas (1954), puesto en pie por Antonio del Amo, con Leblanc efectuando del tercero en discordia de los promocionadísimos protagonistas, las estrellas del cante Antonio Molina y Maruja Díaz. Esta nueva posición, de no poco privilegio, en la industria quedó fuertemente reforzada tras su inclusión en el magnífico y abultado reparto de la esencial Historias de la radio (1955), de José Luis Sáenz de Heredia, considerado con toda justicia uno de los clásicos ineludibles de la Historia del Cine Español. Sirvió luego de apoyo cómico al protagonista de la recomendable Manolo, guardia urbano (1956), de Rafael J. Salvia, un admirable Manolo Morán, y retomó su tan exitoso registro de chuleta madrileño para dar vida al taxista de la comedia blanca Muchachas de azul (1957), de Pedro Lazaga. Llama la atención que, al mismo tiempo que el intérprete había ido escalando puestos en los repartos y asentándose como uno de los actores imprescindibles de la producción oficial y taquillera del momento, descendiera su nivel de ocupación a razón de casi una película al año. Por suerte, llegó a los cines El tigre de Chamberí (1957), de Pedro Luis Ramírez, que explotaba magníficamente la vena chulesca y pícara de un Leblanc formando trío estelar, inimitable, junto al gran José Luis Ozores y al fundamental en el género Antonio Garisa. Su papel de amigo trepa e interesado en esta comedia ambientada en el mundo del boxeo, coincidió en el tiempo con el retrasado estreno de un nuevo protagonista, la comedia Un abrigo a cuadros (1957), de Alfredo Hurtado, y terminó de afianzar la imagen fílmica por antonomasia de Tony Leblanc: la del típico varón celtibérico procedente de algún barrio popular y populoso del Madrid más castizo, caradura y aprovechado, aficionado a rondar a las chicas y al fútbol, con una mentalidad y actitud social claramente de derechas.
Registro donde el intérprete daría lo mejor de sí mismo tras nuevos, eventuales y alimenticios secundarios en Faustina (1957), de Sáenz de Heredia, o Secretaria para todo (1958), de Iquino, a partir de Historias de Madrid (1958), de Ramón Comas, magnífica y notable comedia en inequívoco tono neorrealista que nos ofrece el lado más depurado y efectivo de un Leblanc que acabaría consolidándose de manera definitiva y contundente con el taquillazo de Las chicas de la cruz roja (1958), de Rafael J. Salvia, estandarte español del filón que significó para nuestra industria las comedias con varias historias y personajes entrelazados y en las que Leblanc siguió jugando un destacado papel, como evidenciaron las endebles Parque de Madrid (1959), de Enrique Cahen Salaberry, y El día de los enamorados (1959), de Fernando Palacios. Entre unas y otras, exceptuando alguna concesión a la taquilla, como fue su participación en la musical Y después del cuplé (1959), de Ernesto Arancibia, o la comedia tonta Luna de verano (1959), de Lazaga, llegaría el título que explotó a placer la recién instaurada imagen fílmica del intérprete: Los tramposos (1959), una de las mejores creaciones de Lazaga, que exprimió para bien la capacidad de aprehensión de Leblanc de los tics y los tópicos del folklore madrileño, permitiéndole efectuar una de sus más celebradas composiciones en esta película sobre dos pícaros ingenuos que tratan de vivir del cuento y del timo para mantener su vagancia pero que, finalmente, serán redimidos por amor. El éxito de esta cinta, que además generó la entrada de Leblanc en la Historia del Cine patrio gracias a la genial secuencia del mito de la estampita, supuso el principio de un estrellato largamente buscado durante diez años de difusos y hasta indefendibles roles secundarios en un juego de tanteo por parte de una industria que, por fin, había encontrado al intérprete idóneo para erigirse en referente ineludible de toda una generación de oprimidos y mediocres españolitos.
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