De todos es conocida la magnificencia de los británicos en esto de la actuación. Siempre que me pongo a pensar en grandes actores muchos de los nombres que se me pasan por la cabeza corresponden a intérpretes nacidos en las islas. A diferencia de los intérpretes estadounidenses, los europeos (y los británicos en particular) poseen una enorme tradición profesional que se remonta a varios siglos atrás. Y a diferencia de, por ejemplo, los españoles, a los actores británicos se les ha valorado siempre en calidad de grandes artistas, dando por supuesto con ello que su arte merece tal calificativo y consideración. En el momento actual, en el que el arte dramático se halla tan devaluado por los mass media, en el que los nobeles parecen ansiar más ser estrellas que actores, aún pervive la majestuosidad de la interpretación británica.
Actores de nuevas generaciones, con Kate Winslet y Jude Law a la cabeza, siguen dando fuste en la gran pantalla a una tradición actoral que elevaron a categoría de mito leyendas como Laurence Olivier, Michael Redgrave, Deborah Kerr o Wendy Hiller y cuyo testigo recogieron más tarde Peter O'Toole, Michael Caine y Vanessa Redgrave. John Madden, director, como buen británico que es, sabe del buen hacer de sus compatriotas actores y, a pesar de una carrera realmente irregular, ha sabido congregar en sus películas a los mejores de ellos y ha aprendido a sostener su trabajo en el de los actores, consciente de que la sapiencia de éstos, por sí sola, salvará las brechas que poseen la plana mayor de sus empeños cinematográficos. Tal es el caso de El exótico Hotel Marigold, que llega este viernes a las salas españolas. Con una premisa nimia e intrascendente, la película pasa de ser una comedia insignificante a una divertida y del todo disfrutable cinta gracias a la labor de su reparto, donde recuperamos para nuestro deleite a dos auténticas autoridades en esto de actuar, dos emperatrices no sólo de la escena británica, sino también de la gran pantalla: Maggie Smith y Judi Dench.
Sin lugar a dudas estamos ante dos monstruos, dos fieras irreductibles de la interpretación que, para admiración general, siguen mostrándose a plena forma, trabajando a máximo rendimiento incluso cuando están a poco de cumplir los ochenta años. Claro que si debemos buscar un causante de ello no es otro que el extraordinario talento que las acompaña, sin el cual es probable que Smith y Dench tampoco hubieran sobrevivido, cinematográficamente hablando, al inexpugnable paso del tiempo. El caso de Smith es digno de elogio pues ha ido adaptándose, con el paso del tiempo, a determinados estereotipos, los ha asimilado en su persona y se he erigido en estandarte de ellos, demostrando una sobrada inteligencia y un especial interés en no quedarse al margen, en permanecer siempre en el recuerdo (y en las agendas de los productores) y, sobre todo, en seguir demostrando que, aún jugando dentro de un tópico, con talento un actor puede realizar un trabajo memorable. Primeramente puso rostro en el cine a dulces jovencitas inglesas poco agraciadas, casi siempre secretarias o bibliotecarias y eso que Maggie Smith, de joven, no fue nunca una chica fea. Poseía unos rasgos poco comunes: era flaca, sin curvas, con ojos saltones y boca pequeña; pero todo ello la otorgaba una rara cualidad para enamorar a la cámara. Estando ella en el plano, no podías dejar de mirarla. En este registro estuvo encantadora en Mujeres en Venecia (The Honey Pot) (1967), de Joseph L. Mankiewicz; Un cerebro millonario (Hot Millions) (1968), de Eric Till; y Hotel Internacional (The VIPs) (1964), de Anthony Asquith, donde brillaba por encima incluso de la pareja de estrellas Elisabeth Taylor y Richard Burton. A esta tipología pertenece también su duro protagonismo en Los mejores años de Miss Brodie (The Prime of Miss jean Brodie) (1969), de Ronald Neame, como una maestra maniática, trabajo alabado unánimemente por la crítica y recompensada con un Oscar principal.
Cuando su rostro comenzó a arrugarse y tomó un cariz más amargo, la Smith supo aprovechar el momento e interpretar como nadie a esas solteronas cotillas o irónicas de amplia tradición en la escena británica, dando para la historia del cine estampas memorables gracias a películas como Muerte en el Nilo (Death on the Nile) (1978), de John Guillermin; Una habitación con vistas (A Room with a View) (1986), de James Ivory; o Gosford Park (2001), de Robert Altman.
Entre una etapa y otra, la actriz también se dio el lujo de demostrar su versatilidad intachable y fuera de toda duda. Estuvo genial como la excéntrica tía Augusta de Viajes con mi tía (Travels with My Aunt) (1972), de George Cukor, en un papel destinado primeramente a Katharine Hepburn; y como una famosa estrella británica nominada al Oscar en California Suite (1978), de Herbert Ross, por la que paradójicamente ganó su segunda estatuilla dorada (ahora como secundaria). Pero la cosa no acaba ahí, en los últimos años también ha sabido incorporar a su currículum una nueva tipología de personaje, el de abuela severa o entrañable tan característica de la iconografía literaria infantil, con su participación como bruja buena en la saga Harry Potter como máximo exponente. Para Hollywood ha 'vendido' su talento en numerosas ocasiones, sobre todo en los últimos tiempos, y casi siempre en labores de reparto ejecutando una vez más algún que otro estereotipo. Sin embargo, en la meca del cine han sido siempre muy conscientes de la enorme categoría artística y prestigio de Maggie Smith y, prueba de ello, a sus dos Oscar hay que sumar otras cuatro nominaciones más. No obstante, ha sido en el cine inglés donde la Smith ha disfrutado de mejores oportunidades en papeles de mayor campo de actuación, como fue su extraordinario co-protagonismo junto a Judi Dench en La última primavera (Ladies in Lavender) (2004), de Charles Dance, película que llegó a la trayectoria de Maggie Smith cuando ésta se encontraba ya de sobra consolidada y se la consideraba ya como una leyenda en vida. Sin embargo, no era el caso de Judi Dench.
Cuando se estrenó La última primavera hacía más bien poco que Judi Dench había sido erigida en estrella cinematográfica. Empezó profesionalmente casi al mismo tiempo que Maggie Smith, pero mientras ésta se dividía entre el teatro y el cine, Dench lo hacía entre las tablas y la pequeña pantalla. Mucha serie y miniserie de calidad ocuparon su vida laboral ante las cámaras durante la práctica totalidad de las décadas de los sesenta y setenta. Con alguna que otra participación minúscula en escasa producciones cinematográficas, uno de los primeros papeles de cierto peso de los que disfrutó fue, precisamente junto a Smith, en Una habitación con vistas. Y aunque ejecutó de forma memorable un difícil monólogo de William Shakespeare en la adaptación que de Enrique V (Henry V) llevara a cabo Kenneth Branagh en 1989, no alcanzaría notoriedad estrictamente cinematográfica hasta convertirse en la primera mujer en dar vida a M, la jefa de James Bond, en GoldenEye (1995), de Martin Campbell. Por suerte para nosotros, el destino de Dench no iba a quedarse ahí y su celebridad iba pronto a convertirla en una de las imprescindibles de la gran pantalla, un éxito tardío a todas luces porque le llegó cuando ya había pasado de los sesenta años. Sin embargo, vista su filmografía, uno tiene la sensación de haber asistido al momento de máximo esplendor artístico de la actriz. A diferencia de Smith, Dench se ha convertido en poco tiempo en la máxima exponente del drama inglés, incorporando con su diminuta figura hondos sufrimientos y pesares, así como a personajes duros y ásperos en una buena cantidad de dramas, a cada cual más y mejor trabajado. Fue la reina Victoria en Su majestad Mrs. Brown (Mrs Brown) (1997), su primer encuentro con Madden; la novelista Iris Murdoch en su etapa senil en Iris (2001), de Richard Eyre; y una autoritaria y malintencionada maestra de instituto en Diario de un escándalo (Notes on an Scandal) (2006), también de Eyre.
Pero también ha sabido conmovernos a través de una dulzura extrema, potenciada gracias a esa voz angelical suya, en historias más amables, donde Dench despliega con brillantez esa fina ironía tan común a los actores británicos. Resulta adorable, por ejemplo, en sus dos películas para Lasse Hallström, Chocolat (2000) y Atando cabos (The Shipping News) (2001); y absolutamente descacharrante en la divertida Mrs. Henderson presenta (Mrs. Henderson Presents) (2005), de Stephen Frears. Con todo, en los últimos años, ha abandonado la cabeza de cartel y se limita a seguir ejerciendo labores de apoyo a otras estrellas, en su mayoría más jóvenes. Una verdadera lástima pues tremendo talento comienza a adquirir visos de infravalorado debido a la poca extensión temporal de la que disfrutan los últimos trabajos para la gran pantalla de una actriz maravillosa que también hizo historia en los Oscar al ganar el suyo, como secundaria, por un trabajo de únicamente cuatro escenas y ocho minutos en pantalla, dando vida, eso sí, a la mismísima reina Isabel con admirable rotundidad en Shakespeare in Love (1998), también de John Madden. Sin embargo, esta estatuilla dorada se nos queda demasiado pequeña como reconocimiento a una actriz que también ha logrado sumar nada menos que seis nominaciones al Oscar con los sesenta ya cumplidos y, lo más inaudito de todo, en menos de diez años.
Hay que celebrar, por tanto, el estreno este viernes de El exótico Hotel Marigold, a pesar de su insignificancia en la esfera global de estrenos; por traernos a dos pedazo de actrices como Maggie Smith y Judi Dench (juntas de nuevo) derrochando talento y saber hacer. Y más todavía por devolvernos el arte. Por refrescarnos la memoria cinéfila y recordarnos que entre tanta jovencita estrellona con físico rimbombante lanzada por Hollywood aún hay sitio en nuestras salas para actrices de verdad, de ésas que nunca se olvidan, sin lugar a dudas, dos majestades en esto del arte dramático.
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