Cuando eres actriz (y sobre todo cuando eres actriz en Hollywood) hay un factor que siempre debes tener presente: el paso del tiempo va a influir bastante, más de lo que uno desearía, en tu trayectoria profesional. No ya sólo por el natural y simple hecho de cumplir años, que va a abrirte puertas a una galería de personajes que sólo con la experiencia y la madurez podrás acometer, pero también va a cerrarte otras. Por ejemplo, con 50 años ya no vas a poder hacer una Julieta a no ser que seas la mujer del productor de la película, caso vergonzoso el de Norma Shearer en los años 30. Cumplir años tiene su lado positivo y su lado negativo. Como todo en la vida. Sin embargo, el paso del tiempo afecta también a la trayectoria de un intérprete en relación con los gustos del público, que también crece. Y siempre habrá nuevos espectadores, más jóvenes, que no sabrán quién eres y a los que, por desgracia, poco les importará. Y eso es un detalle que tienen muy presente los productores, por los que también pasa el tiempo, que conste. Por ello, no es de extrañar que la más célebre "Novia de América" de nuestro tiempo haya pasado a mejor vida. Si alguien me hubiera dicho en los noventa que, década y media más tarde, la carrera de Julia Roberts iba a mostrarse, de algún modo, decadente, me hubiera echado a reír de incredulidad. Sin embargo, el paso del tiempo ha situado a la "Novia de América" en una posición imprevista dentro de la industria. Tengo la impresión, echando un vistazo a la trayectoria última de la actriz, que estamos ante la nueva Susan Sarandon, que en plena madurez física e interpretativa siguió encabezando repartos y apuntándose incluso nominaciones al Oscar. Sin embargo, a diferencia de ésta, a la Roberts le faltan buenos personajes para demostrar que aún merece el crédito otorgado por la industria. Este fin de semana llega a los cines Blancanieves (Mirror, Mirror), de Tarsem Singh, donde por edad ya le toca dar vida a la Madrastra y no a la heroína del cuento y, a pesar de realizar un trabajo a todas luces divertido, único motivo por el que quizás valga la pena ver la película, me da la impresión de que Julia Roberts sigue sin lograr encauzarse en esta "segunda" carrera en plena madurez.
Tiene que ser difícil, seguro. Y más cuando la actriz ha dado muestras a lo largo de toda su trayectoria de querer, de necesitar desmarcarse del "tipo" de personaje que le venía dado y que la hizo tan popular en los noventa. El mismo tipo de personaje que impuso el éxito comercial del boom llamado Pretty Woman (1990), de Garry Marshall. Contaba apenas 23 años y se convirtió en estrella de la noche a la mañana actualizando el típico esquema de cuento de hadas para un consumo a gran escala. Roberts ya había llamado la atención un par de años antes en la generacional Mystic Pizza (1988), de Donald Petrie; y, sobre todo, en la lacrimógena Magnolias de acero (Steel Magnolias) (1989), de Herbert Ross, melodrama femenino que hoy se resiente del paso del tiempo y parece únicamente tener cabida en la programación televisiva de un domingo por la tarde lluvioso. Sin embargo, en su día fue todo un éxito y Roberts logró, gracias a una gran soltura y naturalidad, brillar por encima de veteranas de la talla de Sally Field, Shirley MacLaine, Dolly Parton u Olympia Dukakis, haciéndose con su primer Globo de Oro (Secundaria) y una inesperada nominación al Oscar (Secundaria). Hollywood vio pronto en ella la oportunidad perfecta de moldear en su persona a una nueva estrella, un poco a la vieja usanza. Julia lo tenía todo, a priori: caía bien al público femenino, gustaba al masculino y, además, parecía tan buena como actriz que se la podía "encajar" en cualquier registro. La primera prueba de fuego resultó ser muy aclaratoria: Pretty Woman confirmó que Julia Roberts era lo mejor que podía pasarle a un Hollywood en crisis, cuyas estrellas femeninas pecaban todas de, o bien estar en el umbral de la cuarentena (Meryl Streep, Sigourney Weaver, Glenn Close, Jessica Lange, la mencionada Sarandon) o de evidenciar una falta de interés por "permanecer", dando más que hablar por su vida privada que por su trabajo (caso de Melanie Griffith, la considerada "reina de la comedia" a finales de los ochenta). Roberts llegó para renovar el star system de finales de siglo justo cuando Hollywood más lo necesitaba. De ahí que su éxito fuese instantáneo y que, tras pocos títulos y sólo con uno como auténtica protagonista, Hollywood le diese tanta cancha casi sin pensárselo. Su trabajo en Pretty Woman no es, en modo alguno, desdeñable, más bien al contrario: está francamente inolvidable en la piel de esa prostituta con suerte, que enamora y se enamora sin querer y que, en virtud de esa enorme, preciosa sonrisa, hace que a todo el respetable se nos caiga la baba mirándola. Es un buen trabajo, sí, que con el paso del tiempo ha adquirido la categoría de mito. Sin embargo, a todas luces es un empeño fácil, propiciado por la naturalidad inherente a la actriz, por su personalidad en verdad atrayente, y aunque nadie pone en duda que mereciera ese segundo Globo de Oro que ganó como Mejor Actriz en Comedia o Musical, sí que resulta desproporcionadas sus nominaciones al Oscar y al BAFTA de ese año, que debemos entender (¡qué duda cabe!) como confirmación de su entrada en la categoría estelar.
Tras Pretty Woman, Hollywood no quiso encasillar a su recién creada estrella y la probó en otros registros, imagino que con el fin de descubrir hasta qué punto podía funcionar el tirón de la actriz. Sin embargo, prepararon para ella auténticos bodrios donde la actriz poco o nada podía hacer, salvo salir adelante conservando algo de dignidad. No salió muy bien parada dentro de la memez pseudo terrorífica que era Línea mortal (Flatliners) (1990), de Joel Schumacher; estuvo convincente, pero sin alcanzar ni por asomo cotas de brillantez, en el papel de una mujer que huye de su marido maltratador en Durmiendo con su enemigo (Sleeping with the Enemy) (1991), de Joseph Ruben; ni tampoco logró dar el tipo (se la veía poco interesada) como una joven afectada por un amor de difícil consecución en el drama romántico Elegir un amor (Dying Young) (1991), de nuevo con Schumacher. Hollywood debió pensar que era demasiado pronto como para desacreditar a su nueva estrella y le volvió a ofrecer la oportunidad de mostrarse encantadora, aunque fuese en un pequeño, minúsculo papel (en todos los sentidos) al hacerle encarnar a la mismísima Campanilla en la versión que dirigiera Steven Spielberg del clásico infantil, Hook (El capitán Garfio) (1991) y que, inesperadamente, le reportó una nominación a la estrella al Razzie a la Peor Actriz Secundaria. Un varapalo que significó un cambio de dirección en la trayectoria de la actriz.
Si no funcionaba como estrella independiente, habría que emparejarla con otras estrellas masculinas de consabida rentabilidad, igual que en Pretty Woman. Llegó así al thriller El informe pelícano (The Pelican Brief) (1993), de Alan J. Pakula, que puso fin a un año de inactividad profesional y que la unió en pantalla al sobrio Denzel Washington. Fue el primer título importante que protagonizó desde Pretty Woman y, a pesar del bajo nivel del filme, la Roberts gustó. No pasó lo mismo con su emparejamiento con Nick Nolte en la burda comedia Me gustan los líos (I Love Trouble) (1994), de Charles Shyer, donde su química con su partenaire brillaba por su ausencia, convirtiendo la película en aburrida y absurda. Tampoco gustó su baño de prestigio dentro del reparto coral de Prêt-à-Porter (1994), una de las más flojas películas del genial Robert Altman. Menos mal que Hollywood reculó y la volvió a meter en terreno conocido, protagonizando el melodrama Algo de que hablar (Something to Talk About) (1995), que para la ocasión encargaron a un director europeo, Lasse Hallström, y en la que la Roberts volvió a hacerse con el favor del público derrochando eso que tan buenos resultados le había dado en su despegue artístico: simpatía. Sin embargo, empeñada en demostrar que servía para algo más que sonreír ante la cámara, la Roberts se lanzó a protagonizar a las órdenes de Stephen Frears el drama con tintes góticos Mary Reilly (1996) sobre el clásico Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, donde en oposición al esfuerzo de su compañero John Malkovich, ella estuvo francamente perdida y carente de toda credibilidad. Como era de esperar, los Razzie le dieron otra colleja a la nueva estrella nominándola en la categoría de Peor Actriz.
Pasaban los años y el fulgor de Pretty Woman seguía latente, sí, pero la estrella perdía credibilidad y corría el riesgo de pasar a la posteridad y ser recordada siempre por su prematuro éxito, dado que Hollywood había demostrado una total impericia a la hora de sustentar su trayectoria sobre proyectos que realmente la ayudasen a consolidarse, a hacerse un nombre lejos de Pretty Woman. Por supuesto, secundarios para directores importantes como Neil Jordan en Michael Collins (1996) o Woody Allen en Todos dicen I Love You (Everyone Says I Love You) (1996), donde además evidenciaba su incapacidad natural para el musical, no ayudaron en demasía a cambiar la opinión generalizada de que Julia Roberts no era nada sin Pretty Woman. Por suerte para ella, para Hollywood y para todos nosotros llegó a su vida el australiano Paul J. Hogan y la volvió a meter de lleno en el género que la había hecho mito, otorgándole ahora, sí que sí, todo el protagonismo de una comedia romántica en el que, además, su personaje no tendría un final feliz pero, eso sí, ella iba a sentirse a sus anchas haciendo aquéllo que mejor sabía hacer: sonreír. El éxito de La boda de mi mejor amigo (My Best Friend's Wedding) (1997), no sólo demostró a Hollywood el camino a seguir en el asentamiento definitivo de su estrella sino que, también, la convirtió en la estrella femenina más rentable de la industria. Volvió a aspirar al Globo de Oro (Comedia) y también al Satellite y poco importó que después se estrenasen dos títulos que la alejaran del género, como el thriller Conspiración (Conspiracy Theory) (1997), de Richard Donner, que la emparejó sin chicha con Mel Gibson; o el melodrama (también ahora carne de sobremesa) Quédate a mi lado (Stepmom) (1998), del familiar Chris Columbus, donde poco podía hacer frente a su compañera de reparto, Susan Sarandon: ella interpretaba el mejor papel de la función.
Hollywood había aprendido la lección y haría que su estrella terminara la década por la puerta grande. Así, 1999, pasará a la historia como el año del encasillamiento de Julia Roberts. Dos comedias románticas (ambas éxito de taquilla) lo confirman. La primera, junto al rey del género en Gran Bretaña, Hugh Grant, Notting Hill, de Roger Michell, donde interpretaba a una estrella de Hollywood enamorada de un tipo corriente, gustó más o menos sobre todo por ella, que ganó nuevas nominaciones al Globo de Oro y al Satellite. La segunda era un homenaje a la película que convirtió a Julia Roberts en Julia Roberts, Novia a la fuga (Runaway Bride), aparte de reunirla con el director y el protagonista de Pretty Woman, Marshall y Richard Gere, se saldó con un estruendoso vapuleo por parte de la crítica. Sin lugar a dudas, los tiempos habían cambiado. Pero había algo que seguía indemne y era la persistencia de la estrella en demostrar que, además, también era actriz. De ahí que se alejase del terreno fácil y protagonizase la historia basada en hechos reales de Erin Brockovich (2000), de Steven Soderbergh, por la que cobró la estratosférica cifra de 20 millones de dólares, convirtiéndose en la primera mujer en recibir tal cantidad de dinero por su trabajo en una película. No sólo ganó la pasta, sino también elogios por todos lados. Su interpretación roza lo portentoso y sorprende, sobre todo, porque aparentemente no hay esfuerzo alguno en su trabajo y en ningún momento dejamos de ver a la Julia Roberts de las comedias románticas, pero eso no frustra el que también veamos, en todo momento, a Erin Brockovich. Desde el primer momento se alzó como la favorita en aquélla temporada de premios y las quinielas no erraron, lo ganó todo: Oscar, Globo de Oro (Drama), BAFTA, el SAG, premios de la crítica USA, incluyendo el National Board of Review y, lo más importante, prestigio. Ya no sólo era la estrella mejor y más pagada de la Historia, sino también era, por encima de todo, actriz.
Poco importó que la "cagara" artísticamente al año siguiente protagonizando junto a Brad Pitt para su exclusivo lucimiento The Mexican, de Gore Verbinski; o que tampoco aportara nada nuevo a la comedia romántica en la simpática La pareja del año (2001), de Joe Roth; ni que se supeditara a aparecer simplemente guapa y fascinante rodeada de hombres en Ocean's Eleven (2001), de nuevo a las órdenes de Soderbergh. Después del Oscar Julia Roberts podía permitirse el lujo de hacer cualquier cosa. Así, se limitó a pasárselo bien y a trabajar casi en exclusiva para sus amigos. Participó en el debut como director de George Clooney, Confesiones de una mente peligrosa (Confessions of a Dangerous Mind) (2002) y en la rareza indie de Soderbergh, Full Frontal (2002). Su nombre sonó en las primeras quinielas de la temporada de premios del 2003 gracias a el drama La sonrisa de Mona Lisa (Mona Lisa Smile), de Mike Newel, pero una vez vista la película y lo flojo, simplemente correcto, del trabajo de Roberts, sus opciones a aspirar a algún premio fueron rápidamente desestimadas. Hollywood y todo aficionado que se precie querían nuevas pruebas de que aquéllos destellos de grandeza que vivimos con Erin Brockovich era una realidad y que Julia Roberts merecía todos nuestros respetos como actriz. Así estaba la cosa cuando estrenó Closer (2004), de Mike Nichols, un potente drama basado en una pieza teatral en el que la estrella mostraba una imagen contraria a la que nos tenía acostumbrados y, ciertamente, llevaba a cabo un trabajo estupendo, hondo, intenso. No obstante, volvió a quedarse fuera de las nominadas en todos los premios en una temporada en la que tampoco habría estado nada mal que hubiese ganado nominaciones por su empeño secundario, absolutamente descacharrante, en Ocean's Twelve, de Soderbergh, donde sólo la secuencia en la que su personaje se hace pasar por la mismísima Julia Roberts merece todos los elogios del mundo.
Parecía que se reconducía, que encontraba el camino a seguir después de su Oscar, pero Julia Roberts anunciaba que se retiraba. De este modo, pasaron tres años en los que, salvo poner su voz en dos películas de animación, poco más supimos de ella. Un retiro voluntario que no logró que olvidásemos a Pretty Woman, no, pero además también consiguió que echásemos de menos a la actriz de Erin Brockovich. Roberts lo había conseguido. Jamás podría sacar de nuestra memoria cinéfila aquél papel que la hizo mito, pero sí había logrado cambiar nuestra forma de mirarla. Ahora añorábamos al mito, sí, pero sobre todo a la actriz. Y Hollywood, que ya había notado que los tiempos habían cambiado y se encontraba inmerso en el afianzamiento de nuevas y más jóvenes actrices, apenas se mostró necesitado de su primera estrella femenina. Y cuando ésta volvió en 2007, evidenció su absoluta falta de interés por ella. Salvo su sonado regreso en La guerra de Charlie Wilson (Charlie Wilson's War) (2007), a las órdenes de Nichols y junto a Tom Hanks, apenas le ofrecieron proyectos con verdadera enjundia. Y aunque la nominaron al Globo de Oro (Secundaria), la Academia desestimó su candidatura en la categoría, en un claro signo de que los tiempos, irremediablemente, habían cambiado y no iban a premiar su regreso con una nominación simplemente por tratarse de Julia Roberts.
Un rol secundario en la independiente Luciérnagas en el jardín (Fireflies in the Garden) (2008), de Dennis Lee, queda en anecdótico si tenemos en cuenta que, después, se plegó a la comercialidad pura y dura, protagonizando la comedia de espías Duplicity (2009), de Tony Gilroy, donde volvía a estar fresca y divertida, ganando una nueva nominación al Globo de Oro; la comedia coral Historias de San Valentín (2010), de Garry Marshall, concebida para recaudar una cifra mastodóntica de dólares en su primer fin de semana, que coincidía curiosamente con el de San Valentín; la romántica y tramposa Come reza ama (Eat Pray Love) (2010), de Ryan Murphy, que al igual que la novela que adaptaba, estaba diseñada para amasar dinero en la taquilla, tirando además del apellido Roberts como estrella absoluta. Evidentemente, el tiempo pasa y aunque la cinta no fue un fracaso, sí que es cierto que se embolsaron menos dinero de lo que esperaban en su primer fin de semana. Las críticas negativas a éste, su primer empeño como protagonista en solitario después de su regreso, hizo replantear a Julia su trayectoria, volviendo a tirar de encanto secundando a su amigo Tom Hanks en la intrascendente y banal comedia Larry Crowne, nunca es tarde (Larry Crowne) (2011), dirigida pésimamente por Hanks.
Y en esta situación de pesadumbre nos encontramos cuando llega Blancanieves, la gran apuesta de la Roberts para este 2012. Ciertamente, ¿no tiene otra cosa mejor que hacer la que fuera primera estrella de la industria a finales del siglo pasado? ¿O es que no le ofrecen nada mejor? Tras el parón de tres años, la carrera de Julia Roberts no ha vuelto a ser la que fue. Su trayectoria en los últimos tiempos se resiente de buenos personajes, de papeles que no sean bidimensionales en películas que aspiren a algo más que a recaudar dinero en taquilla. Roberts necesita un papel a su altura, un papel que la dignifique y equipare su etapa de madurez a la de otras grandes estrellas, como Sarandon, cuya trayectoria no ha menguado en prestigio, aunque sí en la duración de sus tiempos en pantalla. Eso es lo que necesita Julia Roberts, y lo necesita ya si no queremos empezar a hablar de ella en términos de "vieja gloria" venida a menos. Y es lo que parece ofrecerle August: Osage County, de John Wells, el proyecto que prepara para el año que viene, midiéndose con nada menos que Meryl Streep. Pero eso será el año que viene, hasta entonces, cuídese pretty woman, por su bien.
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