Ayer, 23 de marzo, hacía 107 años que nacía en San Antonio, Texas, Lucille Fay LeSueur en el seno de una familia humilde. ¿Quién le iba a decir a aquélla jovencita que tuvo que renunciar a la Universidad para emplearse como camarera en Kansas City que varias décadas más tarde el American Film Institute la incluiría en el puesto número 10 en su lista de las grandes estrellas femeninas de la Historia del Cine Americano? Aprovecho tan improbable celebración de cumpleaños, pues Joan Crawford (que así pasó a la Historia) moriría un 10 de mayo de 1977, para rescatar de la memoria a una las figuras más emblemáticas que ha dado Hollywood, referente ineludible para conocer los derroteros del melodrama clásico, cita indispensable cuando se menciona a los Mitos.
No sólo pervivió como una gran estrella a lo largo de casi cinco décadas (aunque en las últimas ya no gozara del tirón popular de sus inicios, claro está), sino que además la figura de Joan Crawford ha llegado a nuestros días también auspiciada por un enorme talento como actriz, así como una voluntad férrea y constante en no quedarse anclada y en sobrevivir ante cualquier inclemencia profesional. Dejando al margen otros asuntos pertenecientes a su controvertida vida privada (su reconocida enemistad -de décadas- con otra grande como Bette Davis, su laureada bisexualidad o su tristemente célebre relación materno-filial con la mayor de los cuatro hijos que adoptó -que dio origen a una película con Faye Dunaway haciendo de Crawford, Queridísima mamá (Mommie Dearest) (1981), de Frank Perry), lo que más destaca de la personalidad artística de Joan Crawford es, sin lugar a dudas, su capacidad para permanecer una y otra vez en el candelero, demostrando una increíble capacidad de renovación ante los múltiples cambios que experimentó la industria del Hollywood al que ella prestaba sus servicios. Para empezar, logró superar el terrible bache que supuso para la mayoría de estrellas del cine mudo la implantación del sonoro. Descubierta mientras trabajaba de bailarina en un music-hall, en seguida firmó contrato con la Metro-Goldwyn-Mayers, que explotó a la pizpireta y nueva estrella, cambiándole su primer nombre artístico de Billie Cassin por el definitivo de Joan Crawford, en una serie de peliculitas donde la Crawford representaba en su persona aquél ritmo frenético, de optimismo colectivo, que vivían los Estados Unidos de los locos años veinte. Fue la joven moderna por antonomasia del estudio, bailando el charlestón sin parar y viviendo la vida loca, donde Vírgenes modernas (Our Dancing Daughters) (1928), de Harry Beaumont, se erige en la película clave de esta primera etapa de su carrera. Sin embargo, para Crawford, la verdadera prueba de fuego fue rodar, un año antes Garras humanas (The Unknown) (1927), de Tod Browning, ya que, en palabras de la actriz, rodar junto al inmenso actor Lon Chaney le evidenció "la diferencia entre estar de pie frente a una cámara y actuar ante una cámara".
Cuando llegó el sonoro, la Crawford tuvo todas las de ganar gracias a una formidable voz, de espectro grave, absolutamente seductora y, después del Crack de 1929, como su arquetipo insignia resultaba ahora demasiado superficial para la nueva situación de crisis que vivía todo el país, la Metro recondujo la imagen fílmica de su estrella haciéndola protagonizar melodramas en los que daba carne y fuerza a jovencitas proletarias que intentan salir adelante en los duros tiempos, como en Pagada (Paid) (1930), de Sam Wood. Sin embargo, la Crawford durante toda su etapa en la Metro no sólo tuvo que sortear los obstáculos que suponían los rápidos cambios que se producían en la sociedad norteamericana y que, indiscutiblemente, hacían variar los gustos del público; también supo tragar con una posición en modo alguno privilegiada dentro del estudio, que nunca la consideró su máxima estrella femenina, porque ésta no era otra que la "divina" Greta Garbo, para la que la Metro movía cielo y tierra con tal de proporcionarle los mejores papeles. Pero es que, además, el jefe creativo del estudio no era otro que Inving Thalberg, cuya esposa, Norma Shearer, era la primera de las actrices en nómina en leer todos los guiones con personajes femeninos interesantes y, ¡tonta no era!, también la primera opción para protagonizarlos. La rivalidad con Bette Davis es mítica, pero en sus primeros años en la Metro, Joan también la emprendió con Shearer, por razones obvias. Su enemistad surgió cuando ésta logró el papel principal (por el que además obtendría una nominación al Oscar) de Un alma libre (A Free Soul) (1931), de Clarence Brown, que la Crawford ansiaba con todas sus fuerzas protagonizar.
Joan Crawford no se dejó amilanar y, como contrapartida, figuró en el reparto coral de la primera gran película que reunía a las grandes estrellas del estudio, Gran Hotel (1932), de Edmund Goulding, y donde lograba hacer sombra nada menos que a la Garbo. La película, que ganó el único Oscar al que aspiraba (Mejor Película), aumentó la cotización de la actriz dentro de la Metro, que comenzó a emparejarla con las más rutilantes estrellas masculinas que poseían en nómina en un buen número de melodramas realizados con milimétrica precisión, aunque (desgraciadamente) ninguno especialmente brillante. En todos ellos, Joan repetía estereotipo de chica humilde y trabajadora (secretaria, camarera, telefonista) que es salvada de su condición gris gracias a un amor apasionado con, por ejemplo, Gary Cooper en Vivimos hoy (Today We Live) (1933), de Howard Hawks y Richard Rosson; Franchot Tone en Así ama la mujer (Sadie McKee) (1934), de Clarence Brown; Robert Taylor en The Gorgeous Hussy (1936), también de Brown; o Spencer Tracy en Mannequin (1937), de Frank Borzage. Sin embargo, su compañero más recurrente siempre fue el rey del estudio Glark Gable, con quién llegó a protagonizar ocho títulos, beneficiándose (por supuesto) de los estupendos ingresos generados por el galán de galanes. Sin lugar a dudas, la carrera cinematográfica de Joan Crawford en los años treinta otorgó a la Metro pingües beneficios. Y ella lo sabía. Por ello, acabada la década de los treinta, comenzó a exigir hacer algo más que lucir fabulosamente los exquisitos y lujosos vestidos que concebía especialmente para ella el diseñador Adrian. Empezó a pedir a su estudio mejores papeles donde, en definitiva, demostrar a todo el mundo de lo que Joan Crawford era realmente capaz y que aquélla jovencita que casi se come a la Garbo en Gran Hotel había madurado tras muchos años de sumisión a un estudio que la ninguneaba y la mantenía constantemente encasillada. Fue así como llegó Mujeres (The Women) (1939), dirigida por el especialista en la dirección de actrices George Cukor, su último gran éxito comercial para la Metro, un verdadero hit, probablemente el primer Gran Clásico que legaría Joan Crawford para la posteridad y donde, además, tuvo el curioso placer de medirse en pantalla con su máxima rival del estudio, Norma Shearer, interpretando a una astuta robamaridos cuya víctima es, precisamente, el de Shearer.
Sin embargo, el gancho comercial de Crawford decayó considerablemente a las puertas de la nueva década, lo que llevó a la Metro a replantearse su contrato con la estrella. No obstante, mientras tomaban una decisión definitiva, seguían obligándola a participar en producciones claramente muy por debajo de su nivel. Mientras, la actriz codiciaba papeles como los de Niebla en el pasado (Random Harvest) (1942) y Madame Curie (1943), ambos dirigidos finalmente por Mervyn LeRoy y que la Metro adjudicó a su recién aupada estrella (además, con un Oscar a la Mejor Actriz en el 42 bajo el brazo), la inglesa Greer Garson. Crawford se tomó esto como una afrenta y, en una decisión no carente de cierto riesgo, abandonó el estudio cuando a punto estaba de cumplir la peligrosa edad para una actriz de 40 años. La Metro no puso obstáculos a su marcha, había que renovar la cara de su célebre firmamento de estrellas. Y Joan Crawford ingresó en la Warner, donde volvió a dar muestras de una envidiable capacidad de superación de las expectativas.
Su primer trabajo para el nuevo estudio es, también, una sensacional interpretación como una mujer madura que, desde cero, comienza a trabajar de forma ardua y dura hasta conseguir una gran fortuna sólo para ofrecerle un futuro mejor a la desagradecida de su hija. Personaje típico del melodrama que estaba por llegar y en el que Joan Crawford pronto se erigió como una de sus cabeza visibles, adaptando su imagen fílmica a la edad real de la que disfrutaba. No había por qué fingir. La nueva Crawford ya no era la ingenua y alocada muchachita de sus primeras películas mudas, ni tampoco la enamoradiza trabajadora que sucumbe ante un amor redentor de su etapa Metro en los años treinta. La Crawford de la Warner era una mujer madura, una auténtica superviviente cuyo fulgor juvenil se había disipado en unas facciones ahora mucho más marcadas, mucho más varoniles y violentas, que no logran ocultar del todo el hondo dolor y tristeza que acarrean sus criaturas. Su trabajo en Alma en suplicio (Mildred Pierce) (1945), de Michael Curtiz, no sólo se ha convertido con el tiempo en la interpretación emblema de la actriz, probablemente la más perfecta y la que denota con mayor claridad hasta qué punto la Metro no supo (o no quiso) ver las posibilidades dramáticas de su ex-estrella; es también el trabajo por el que Joan Crawford se alzó con la tan anhelada por ella estatuilla dorada. El Oscar a la Mejor Actriz (era su primera nominación), así como el National Board of Review, aparte de indiscutiblemente merecidos, confirmaron a la Crawford que había tomado la dirección correcta y le abrieron las puertas a una segunda carrera artística totalmente inesperada a sus 40 años.
En la Warner, hizo uso y abuso de este nuevo arquetipo de mujer que tan buenos resultados le había granjeado en títulos como El amor que mata (Possessed) (1947), de Curtis Bernhardt, que le brindó una nueva candidatura al Oscar como Mejor Actriz; o Flamingo Road (1949), de nuevo con Curtiz. Estuvo, eso sí, espléndida en Miedo súbito (Sudden Fear) (1952), de David Miller, cinta de suspense en la que daba vida a una rica y madura escritora de teatro a la que su joven esposo trata de aniquilar para quedarse con su fortuna y que le reportó una merecidísima tercera y última nominación al Oscar a la Mejor Actriz, así como su homóloga candidatura a los Globos de Oro (Drama). De todos modos, el papel más emblemático de esta etapa y (a la larga) también de toda su trayectoria es otro. El de Vienna, la inolvidable protagonista del western Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray, sin lugar a dudas el personaje más interesante, multidimensional y fascinante de los que pudo interpretar Joan Crawford y que, paradójicamente, apenas le reportó ni una mísera nominación al Oscar cuando, a todas luces, su trabajo alcanza cotas de perfección y majestuosidad, elevando con su interpretación la extraordinaria categoría del filme a la de Clásico con mayúsculas.
La segunda mitad de la década de los cincuenta, la estrella de Joan Crawford comenzó a languidecerse y la actriz se recluyó, con clase y dignidad, en el nuevo medio de la televisión, participando en algún que otro telefilme hasta que el joven Robert Aldrich la llamó para dar la réplica a su eterna enemiga, Davis, en la impresionante, imprescindible y terrorífica ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?) (1962), un inesperado y rotundo éxito artístico y comercial (auspiciado por la consabida enemistad de la pareja de actrices) que devolvió la figura de Joan Crawford al candelero, poniendo ante sus pies una tercera trayectoria fílmica que, como buena corredora de fondo, no dudó en aceptar. El duelo interpretativo con Bette Davis, aparte del morbo que se desprende del mismo por lo esperado y ansiado por los fans de ambas estrellas, se traduce en una batalla campal donde ambas actrices hacen y exhiben un despliegue de recursos de alta gama. Ni Bette está mejor que Joan, ni viceversa y eso que, sobre el papel, el personaje de Joan era el menos atractivo, pero Crawford se superpone a este obstáculo sin problemas, aportando contención allá donde Davis se descontrola y a muy poco estuvo de robarle la película. La Academia nominó a la Davis y se olvidó de Joan, quizás porque un duelo entre ambas también por el Oscar hubiera sido echar demasiada leña al fuego.
El renacimiento artístico de Joan, a punto de cumplir los 60 años, la condenó, no obstante, a interpretar una galería de personajes en cierto modo grotescos, en nuevos films de similar corte terrorífico al de ¿Qué fue de Baby Jane?, y, debido al bajo nivel artístico de todos ellos, precipitaron el final de una trayectoria de más de cuarenta años ininterrumpidos, dilatada en más de cien títulos (algunos para televisión) y que dejan constancia de la fuerza inusual de una actriz que supo, como ninguna otra antes o después, imprimir de un halo de intensidad contenida a mujeres dominadas por todo tipo de sufrimientos, pasiones y ambiciones desmedidas. Hoy día se hablará más de Joan Crawford por su obstinada y apasionante vida privada, sí, pero pediría que no olvidásemos a Vienna, ni a Mildred Pierce, ni a Blanche Hudson, ni a Myra Hudson, ni mucho menos a Crystal Allen (su personaje en Mujeres), porque todas ellas nos van a dar las claves de la grandeza de una actriz sin igual y sin paliativos, una verdadera leyenda, un auténtico Mito de los que ya hace mucho tiempo que no existen.
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