Ayer nos sacudía la noticia de la triste desaparición de Amparo Soler Leal a los 80 años en la ciudad donde residía, Barcelona. Con ella desaparece no sólo una de las más grandes y completas intérpretes que ha dado nuestro país, sino también toda una saga de actores. Nieta e hija de míticos intérpretes de nuestra escena, la Soler Leal ha muerto sin dejar descendencia, a pesar de haber estado casada en dos ocasiones: con Adolfo Marsillach hasta el año 1965 y con el productor Alfredo Matas desde 1969 hasta la muerte de él en 1996. Ejemplo mayúsculo de actriz de raza, visceral y comprometida, confesó en más de una ocasión ser una actriz sumamente intuitiva. Producto de tremenda intuición, surgieron algunas de las mejores interpretaciones llevadas a cabo por una actriz para el Cine Español en toda su historia. Dotada de una versatilidad pasmosa, brilló por igual en dramas y comedias, siendo considerada además, sino una estrella al uso, sí una de las intérpretes más y mejor preparadas de la profesión a lo largo de varias décadas, razón por la cual pudo presumir de ser dirigida por algunos de los mejores directores de este país.
Hija de los actores Salvador Soler Marí y Milagros Leal debutó muy joven en el teatro, a los trece años, apareciendo desde entonces en montajes de obras de la talla de “La zapatera prodigiosa” o “La gaviota”, hasta representar con sus progenitores la obra “No me mientas tanto”, de Antonio y Enrique Paso. Se hizo un hueco dentro de la Compañía del Teatro Nacional María Guerrero, dirigida entonces por Luis Escobar, volviendo a coincidir en escena numerosas ocasiones con sus padres, aunque mayoritariamente con su madre (“Familia honorable no encuentra piso”, de Luis Maté, “María Fernández”, de Pedro Muñoz Seca, “Llanto de loba”, de Joaquín Dicenta, “Los frescos”, de Muñoz Seca, “Parada y fonda”, de Vital Aza).
En 1953 hizo su debut oficial en el cine en dos películas de su madre, Puebla de mujeres, de Antonio del Amo, y Así es Madrid, de Luis Marquina. Sin embargo, a la nueva actriz lo que parecía irle eran las tablas y sobre ellas se quedó durante otros casi diez años, interviniendo en todo tipo de montajes y representaciones de obras de los más diversos autores, entre los que se cuentan Tennessee Williams, Lope de Vega, José Zorrilla, Jacinto Benavente, Jean Anouilh o Miguel Mihura. Con Vamos a contar mentiras (1961), de Antonio Isasi-Isasmendi, se inicia realmente la trayectoria cinematográfica de Amparo Soler Leal, pues de hecho, su prestación al mundo del teatro comenzó a espaciarse notablemente y toda su atención pareció recabar ahora en el cine, medio en el que no tardaría en convertirse en una de las principales actrices del cuadro interpretativo español, lugar en el que además lograría asentarse durante varias décadas, debido sobre todo a una rápida y fructífera asimilación de los códigos que rigen una interpretación ante la cámara. En su siguiente película ya formó parte del cuarteto principal: era la comedia con misteriosos asesinatos de por medio Usted puede ser un asesino (1961), de José María Forqué; y justo después ya la llamaba Luis García Berlanga para intervenir en su obra maestra Plácido (1961).
Al año siguiente se coló en el reparto coral de la comedia intrascendente Vuelve San Valentín (1962), de Fernando Palacios, y, de nuevo junto a Alberto Closas, fue la responsable de La gran familia (1962), de nuevo de Palacios y el no acreditado Rafael J. Salvia, todo un clásico ya del cine español que debe tal condición sobre todo al magistral y grande José Isbert y que le brindó sus primeros premios interpretativos importantes en el cine, el de mejor actriz por el Círculo de Escritores Cinematográficos (CEC) y un Fotogramas de Plata. El juego de entonaciones y miradas de la actriz fueron sus mejores armas durante toda la década, que pasó confinada al género por excelencia del cine español popular: la comedia. Acometió papeles de relativa importancia en películas destinadas al lucimiento de cómicos de contrastada eficacia y rentabilidad como Manolo Gómez Bur en El grano de mostaza (1962), de José Luis Sáenz de Heredia, o Fernando Fernán Gómez en La becerrada (1963), de Forqué, director para el que trabajó prioritariamente ya casi al final de la década, primero formando un trío inolvidable junto a Concha Velasco y Laura Valenzuela en Las que tienen que servir (1967), luego compartiendo créditos con la sueca Ingrid Thulin en Un diablo bajo la almohada (1968) y de nuevo con Fernán Gómez y también con José Luis López Vázquez en Estudio amueblado 2.P. (1969). Entre medias, a la Soler Leal le dio tiempo a probar fortuna en el drama y protagonizó el psicológico y extraño, obra maestra del humor negro, Amador (1966), de Francisco Regueiro, vilipendiado por la censura de la época; y la crucial y espléndida El bosque del lobo (1970), del casi debutante Pedro Olea.
En los setenta, la actividad teatral de la actriz, ya muy menguada durante toda la década anterior, se paraliza por completo. La Soler Leal se centra en su trayectoria cinematográfica, que arranca la década interviniendo brevemente en la película con la que Luis Buñuel ganó el Oscar para Francia, Le charme discret de la bourgeoisie (El discreto encanto de la burguesía) (1972), y continúa con secundarios de lujo en películas destinadas al lucimiento de estrellas de la farándula española del momento: como Rocío Dúrcal en su firme propósito de ser tenida por una actriz seria gracias a Marianela (1972), de Angelino Fons; la faraónica Lola Flores, en la comedia Casa Flora (1973), de Ramón Fernández; o la polifacética Esperanza Roy, en el thriller Una mujer prohibida (1974), de José Luis Ruiz Marcos. Más secundarios, también en proyectos de prestigio, como esa avinagrada farmacéutica de El amor del capitán Brando (1974), de Jaime de Armiñán, o la cinta generacional Los nuevos españoles (1974), de Roberto Bodegas, precedieron a un deseado nuevo encuentro con Berlanga en Tamaño natural (1974) y a un merecido protagonismo absoluto en La adúltera (1975), comedia de Bodegas a la que seguiría un nuevo secundario para Armiñán en Jo, papá (1975), a la sazón su segundo Premio del CEC, ahora en la categoría de reparto.
José María Forqué sería el primer responsable del considerable aumento de prestigio y popularidad del que gozaría la actriz a finales de la década al otorgarle el papel titular de su comedia Vuelve, querida Nati (1976), sobre la dueña de un prostíbulo de regreso en su pueblo; a la que seguiría otro papel también muy jugoso en la adaptación de la novela de Miguel Delibes “Mi idolatrado hijo Sisi” que llevó por título Retrato de familia (1976), de Antonio Giménez Rico. Su amigo Fernán Gómez la escogió para dar vida a la cruda protagonista de Mi hija Hildegart (1977), drama en el que en un tono casi documental, la Soler Leal da todo un recital como esa madre que tras haber asesinado a su propia hija rememora en la cárcel toda su vida. Tras tremenda creación dramática, la actriz se desquitó protagonizando dos nuevas comedias ligeras junto a López Vázquez, El fascista, la beata y su hija desvirgada (1978) y Jugando a papás (1978), ambas de Joaquín Coll Espona, y dando forma a una imagen icónica e imborrable de nuestra cinematografía en su tronchante nueva colaboración con Berlanga en La escopeta nacional (1978), con genuino parche en el ojo incluido.
Ese mismo año llegó otro protagonista, como mujer madura que decide tomar las riendas de su aletargada vida antes de que sea demasiado tarde, en el drama Vámonos, Bárbara, de Cecilia Bartolomé; y se dejó envejecer y enclaustrar en una silla de ruedas para dar vida a esa madre castradora del drama Mamá, levántate y anda (1980), de Andrés Velasco. Considerada ya como una de las intérpretes más sobresalientes del panorama artístico español, Amparo Soler Leal logró que fuese su nombre el primero en los créditos de la polémica El crimen de Cuenca (1980), de Pilar Miró, a pesar de desempeñar una labor de apoyo a sus compañeros masculinos (eso sí, una labor desgarrada y sobrecogedora, que le hizo obtener el Premio ACE de la Crítica de Nueva York a la mejor actriz en 1984), directora para la que volvería a trabajar, ahora en una pequeña intervención, en Gary Cooper, que estás en los cielos (1981), después de haber protagonizado la sátira Los fieles sirvientes (1980), de Francesc Betriu, y la bochornosa comedia de Pedro Masó, El divorcio que viene (1980), inicio de un ciclo de bodrios, entre los que se incluyen 127 millones libres de impuestos (1981), también de Masó, Las aventuras de Enrique y Ana (1981), de Ramón Fernández, o Martes y trece, ni te cases ni te embarques (1982), de Javier Aguirre.
Bodrios a los que la actriz se prestó casi con el mismo entusiasmo que exteriorizaba al volver a encarnar a esa Chus con parche en el ojo que andaba riñendo a todo el mundo en la segunda y tercera parte de la trilogía de Berlanga: Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1982). Supo, no obstante, seguir vinculada al cine de qualité nacional, participando en cintas de corte más ambicioso, como la anodina Hablamos esta noche (1982), de Miró, o la cruda Han violado a una mujer (Tac-tac) (1982), de Luis Alcoriza. A tiempo llegó el protagonismo, bonito y nostálgico, al que la actriz aportó cierta dosis de tierna ironía, en Bearn o la sala de las muñecas (1983), de Jaime Chávarri, que significó su tercer Premio del CEC y su segundo Fotogramas de Plata. Para Chávarri desempeñó una nueva labor protagonista, ahora como madre de familia que apechuga con integridad ante una circunstancia tan adversa como el advenimiento de una guerra, en la esencial Las bicicletas son para el verano (1984); y Pedro Almodóvar quiso ahondar en su registro esperpéntico, que tan bien había calado en el universo de Berlanga, al darle un papel secundario como la agria vecina de la atribulada protagonista de ¿Qué he hecho yo para merecer esto!! (1984).
Con Victoria Abril en Las bicicletas son para el verano (1984). |
Un nuevo cometido secundario, igualmente divertido, para Berlanga en La vaquilla (1985), fue el trabajo anterior a la ocasión más clara que ha disfrutado Amparo Soler Leal en su trayectoria de ser nominada a un Premio Goya. Fue en la edición inaugural de los Premios de la Academia en el año 1986 y gracias al drama de origen teatral Hay que deshacer la casa, de José Luis García Sánchez, para cuya adaptación se contó con sólo una de las actrices que habían interpretado el original sobre las tablas, la gran Amparo Rivelles, mientras que Soler Leal sustituía a Lola Cardona. Todos los parabienes fueron a parar a la Rivelles, incluido aquél primer Goya a la mejor actriz y, sin embargo, el trabajo de Soler Leal en la película tampoco desmerece en absoluto tamaño reconocimiento. Ejerce el contrapunto perfecto a la sobriedad representada por la Rivelles y entre ambas se genera una batalla maravillosa de talentos que tiene su punto álgido en ese intercambio de reproches al que se prestan ambos personajes en su visita al cementerio. Su olvido en los Goya de 1986 se repetiría un año después, ahora en la categoría secundaria, cuando tampoco la incluyeron en la lucha final por el cabezón por su romántica y nostálgica actuación en Cara de acelga (1987), especie de road movie espiritual dirigida por su amigo José Sacristán.
La teranyina (La telaraña) (1990). |
En los noventa fichó por la producción catalana y allí demostró su falta de complejos a la hora de abordar cualquier tipo de papel, por ínfimo que éste fuese. Se postró en una silla de ruedas para un papel estrafalario en la bochornosa Sauna (1990), de Andreu Martín, al mismo tiempo que inmortalizaba para la pantalla la ambición y la malicia de una mujer de la alta burguesía catalana en la recomendable La teranyina (La telaraña) (1990), de Antoni Verdaguer. Se volvió a rodear de prestigio para un importante papel en la academicista adaptación que de la novela corta de Henry James llevara a cabo Jordi Cadena, Els papers d'Aspern (Los papeles de Aspern) (1991) y se prestó a una colaboración dentro de la tan en boga por aquéllos años "comedia a la catalana", en Las apariencias engañan (1991), de Carlos Balagué. Aquí comenzó a espaciar notablemente sus trabajos para el cine, pues no regresó a la pantalla grande hasta que la volvió a reclamar Berlanga para una corta y divertidísima intervención en Todos a la cárcel (1993).
Con Michel Piccoli en París-Tombuctú (1999). |
Comienza aquí una etapa de tanteo televisivo, salpicada con nuevos trabajos de colaboración para el cine. El primero en un título que, desde luego, no la merecía: la mediocre comedia Puede ser divertido (1995), de Azucena Rodríguez; el segundo, algo más lucido, en el drama resultón que fue la ópera prima El ángel de la guarda (1996), de Santiago Matallana, cuya función pertenecía enteramente a Manuel Alexandre. En 1997 obtiene un papel fijo en la serie Querido maestro y la actriz se decanta casi en exclusividad por su trayectoria en la pequeña pantalla, con nuevos trabajos (algunos solamente episódicos) en otras tantas series y tv-movies. Sólo interrumpiría su labor en la televisión en dos ocasiones más: como no podía ser de otro modo, para participar del extraordinario elenco del testamento cinematográfico del director del cual fue actriz fetiche, casi musa, París-Tombuctú (1999), de Berlanga; y para incorporar un pequeño papel en la farsa Janis et John (Janis y John) (2003), de Samuel Benchetrit, que sin quererlo se ha convertido en el último trabajo para el cine de esta todoterreno. Homenajeada con el Fotogramas de Plata Honorífico en 2004, Amparo Soler Leal se ha ido siendo considerada una de las grandes e injustas olvidadas por la Academia, que no sólo no la nominó en ninguna ocasión, sino que además tampoco la recompensó con un más que merecido Goya de Honor. Detalle frívolo que, no obstante, no hace menguar la extraordinaria categoría alcanzada por esta inmensa, única e inolvidable actriz.
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