sábado, 18 de mayo de 2013

Equívoco teatro filmado.


Ponerse ante un film como Mussolini va a morir, de Rafael Gordon, es una tarea ardua. No hablemos ya de la tarea que conlleva el escribir un texto crítico sobre una obra que, a priori, puede resultar adversa. Se trata de una propuesta muy poco convencional para los gustos actuales de un público acostumbrado a que se lo den todo perfectamente envuelto y mascado. Mussolini va a morir pretende hacer pensar, recapacitar, convulsionar, a través de ese monólogo que el mismo dictador italiano se marca frente a su amante, Claretta Petacci, en el reducido espacio de una celda que ambos comparten horas antes de su ajusticiamiento. Basada en la obra de teatro homónima, la película de Gordon comienza mostrándonos un Duce prepotente y superlativamente soberbio que busca dignificar su legado contándonos en primera persona su trayectoria y que termina divagando sobre cuestiones altamente filosóficas acerca del poder y la Historia. 


El texto de Mussolini va a morir posee fuerza y no deja indiferente. El problema principal de la película que lo enmarca es que las imágenes no acompañan al texto, pues no existe emoción alguna que se desprenda de ellas, limitándose la cámara a filmar impasible un extenso y soporífero speech, apoyándose toda la película en una puesta en escena eminentemente sobria y funcional, equivocadamente teatralizante. Cierto es que se parte de un texto dramático, pero en cine se debería intentar desligar la narración de fuente tan poco cinematográfica. De este modo, las imágenes de Mussolini va a morir carecen de fuerza de expresión, no tienen garra, se limitan a ilustrar con aplicada transparencia un discurso grandilocuente sobre un personaje fascinante, sí, pero al que en ningún momento se llega a conocer, ni tan siquiera se pretende darlo a comprender.


El Mussolini de Gordon se queda, entonces, como un insondable tópico sobre el dictador italiano, un boceto lamentablemente esquemático. Consiguiendo que verdaderas bombas de relojería como la comparación entre el fascismo y el capitalismo actual se queden en meros apuntes que no logran golpearnos con el efecto deseado. No hay en la película amago de humanización alguna, ni tan siquiera de crítica hacia la figura y el mito de un personaje tan importante en el transcurso de la Historia reciente, de manera harto desgraciada. Sólo se atisba cierto posicionamiento ante él en la interpretación del actor encargado de darle cuerpo y voz, que no vida: un Miguel Torres que incorpora a su actuación leves toques de inteligente ironía, que acercan por momentos las palabras de su personaje a los desvaríos o delirios de un loco. Pero nada más.


La pretendida audacia narrativa con la que el director intenta dar ritmo e identidad estética a su película se torna hueca y poco efectiva, como las constantes relaciones que establece en su ensimismamiento verborreico el personaje central tanto con el otro personaje de la función, Petacci (Julia Quintana), que permanece la mayor parte del relato como un agente pasivo, inerte, como con los distintos objetos que pueblan el escenario único de la cinta; o como los continuos cambios en la iluminación tratando de utilizarla como elemento dramático de no poco impacto. Todo ello podría resultar efectivo en su montaje teatral, pero en una narración cinematográfica resultan recursos excesivamente planos, decididamente superfluos y, lo que es peor, molestamente afectados. 


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