Como si de una superproducción hollywoodiense de catástrofes propia de los setenta se tratara (sin ir más lejos, por ejemplo, Airport (Aeropuerto) (1970), de George Seaton), Pedro Almodóvar ha reunido a un mastodóntico reparto de estrellas para su última película, Los amantes pasajeros. Y aunque los mete a todos (o a casi todos) en un avión con problemas para aterrizar, sus similitudes con aquél subgénero tan de moda en los setenta acaban ahí, pues mientras en aquellas producciones uno era capaz de aguantar el habitual cruce de historias de personajes más o menos esquemáticos y meramente funcionales hasta la llegada pletórica de las publicitadas secuencias de catástrofes (daba igual si era un terremoto, un volcán en erupción o un incendio en un rascacielos) en las que los equipos de efectos especiales ponían toda la carne en el asador, en la última cinta de Almodóvar el reclamo es el (también muy publicitado) número musical de los tres azafatos protagonistas al ritmo del vertiginoso "I'm So Excited" de las Pointer Sisters. He ahí la gran traba que podría extenderse al grueso del metraje de Los amantes pasajeros: igual que los conflictos (siempre cogidos con pinzas y resueltos de manera superficial) que vivían los repartos corales de las superproducciones de Hollywood servían de excusa para "entretener" al respetable mientras se desarrollaba la trama principal acerca de la inminente catástrofe, la que justificaba toda la puesta en pie de la película, en Los amantes pasajeros no hay una trama principal que justifique este "montaje", lo que convierte a la cinta en una sucesión de gags (mayoritariamente verbales) que finalmente hacen gracia por acumulación, pero que no sostienen por sí solos la película.
A Almodóvar le ha salido, valorándola dentro de su obra, su película más gamberra, bestia, desenfadada y despreocupada (en el contenido, que no en la forma) en años. Pero, juzgándola a través de la consideración de "autor" de la que ya goza el manchego en la cinematografía patria, Los amantes pasajeros resulta escatológica, soez, infantil y ridícula. Esta (esperada) vuelta a la comedia del realizador peca de absurda e incongruente, primero porque el humor usado en los diálogos y en las situaciones remite a un Almodóvar que el actual director está ya muy lejos de ser. Que en pleno auge de la Movida de los 80, el personaje de Olvido Gara "Alaska" le meara literalmente en la cara al de Eva Siva en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) era incluso razonable dadas las circunstancias de emancipación y liberación transgresora que vivía el país (y también su joven realizador), pero que habiendo llovido como lo ha hecho desde entonces, que la práctica totalidad del reparto de Los amantes pasajeros se pongan a follar en pleno avión en una 'casi' orgía, es prácticamente de vergüenza ajena y más habiendo el autor hecho madurar en el espectador su propia concepción del amor y, sobre todo, el sexo a través de sus películas de los últimos años. Y segundo, y todavía mucho más cabreante, es que habiendo obtenido la calma y solidez que ha venido demostrando en sus últimos títulos en su labor como guionista, es de cárcel el que el mayor y más sangrante fallo de Los amantes pasajeros nazca precisamente de un guión mal hilado, donde la historia de base ni siquiera llega a aspirar ser un macguffin perfecto para permitir el avance de los personajes, entre otras cosas porque la trama principal (las complicaciones técnicas de un avión impiden su aterrizaje y obligan al mismo a dar vueltas todo el rato hasta localizar una pista idónea) no interesa, no engancha, ni siquiera al mismo autor, más interesado en dar cancha a los estelares cameos de Antonio Banderas y Penélope Cruz que en explotar como merecía el nacimiento del conflicto principal y, por supuesto, obvia por completo las posibilidades cómicas de semejante punto de partida en favor de una colección de sketches conectados entre sí por el fino alambre de la "casualidad" y no de la "causalidad", protagonizados por una estrambótica galería de personajes, donde ni ellos ni los conflictos que les acompañan resultan verdaderamente creíbles sobre el papel (ni siquiera valorándolos dentro del personal universo del realizador), aunque el mencionado elenco de campanillas se entregue entusiasta a aportarles el alma que Almodóvar no ha sabido depositarles.
Especialmente inverosímil resulta el político corrupto al que da vida José Luis Torrijo, actor que aporta presencia a una historia que no termina de despegar en lo emocional (la escena de la conversación con su hija pedía a gritos un tratamiento mucho más melodramático) y que se queda tan ensimismada como la protagonizada por un eficaz y desaprovechado Guillermo Toledo, de la que el director parece olvidarse a mitad de metraje, no concediéndole al intérprete mucha mayor cancha hasta el final, hecho paradójico cuando a todas luces la historia apuntaba maneras al inicio de la película, sobre todo por el importante tiempo que el realizador dedica a las mujeres que intervienen en la misma, interpretadas por Blanca Suárez (que no da el tipo), Paz Vega (demasiado lánguida), Carmen Machi (sacando un brillante partido a su cortísima aparición) y Susi Sánchez (funcional y fugaz). Por el contrario, Almodóvar concede un relevante protagonismo a los personajes de Miguel Ángel Silvestre y Laya Martí (unos recién casados en viaje de novios), pero sin justificar esa excesiva atención que les profesa (sobre todo a él) con un dibujo realmente trabajado de sus personajes, por lo que sobrevuela la sensación de que el realizador únicamente se sirve de Silvestre (y su paquete) para sacar partido del reclamo estético que supone la presencia del actor. Igual suerte corren las dos féminas protagonistas de la función: Almodóvar desaprovecha la magnífica vis cómica de Lola Dueñas y echa al traste las altas expectativas (puestas de manifiesto en nuestra quiniela), comprometiendo a la actriz en un papel de pitonisa virginal que, por momentos, cae en el ridículo más vergonzoso y dentro del que ella, a pesar de su afán, poco puede hacer para evitarlo. Pero lo triste llega con la participación de Cecilia Roth, y es que el tan esperado reencuentro entre la actriz argentina y el director manchego, entre Almodóvar y una de sus históricas 'musas', se salda con un personaje en principio autosuficiente, compacto y enérgico que termina perdiendo toda su dignidad feminista tras echar un polvo calenturiento con el hombre contratado para aniquilarla (al que da vida un prácticamente invisible José María Yazpik). Bochorno es la palabra. Invisibles resultan también las interpretaciones de Hugo Silva y Antonio de la Torre, aunque a favor de este último siempre destacaremos su fácil acomodo a cualquier tipo de personaje, mientras al primero le notamos excesivamente forzado en su intento de "hacer gracia", con un personaje que afrontado desde otra perspectiva podría haber resultado demoledor.
Pero no todo son abrazos rotos. Tiene Los amantes pasajeros una más que cuidada factura y aunque ese avión apeste a decorado por los cuatro costados, hay que señalar a su favor ese sabor a añejo, a película antigua, que respira toda la escenografía creada por Antxón Gómez, así como el vistoso vestuario diseñado por Tatiana Hernández y David Delfín. Por no hablar de la colorista fotografía del gran José Luis Alcaine, que aporta a la película la clase y la luminosidad de las que carece el guión original y que nos remite directamente a la comedia americana de los cincuenta y sesenta, con Pillow Talk (Confidencias a medianoche) (1959), de Michael Gordon, como principal referencia. Y, faltaría más, en el apartado de aciertos nos es obligado detenernos en la colosal y desprejuiciada labor de ese trío de azafatos, desde ya personajes históricos y míticos en la obra de Almodóvar, a los que interpretan con excéntrico frenesí Raúl Arévalo, Javier Cámara y Carlos Areces. Verdaderos hilos conductores del film, los actores se desvanecen por completo en las pieles de sus personajes haciendo de la letra del tema del número musical que interpretan el lema que regirá casi por completo toda su intervención. Y mientras Cámara da una vuelta de tuerca más al registro plumífero que tan bien conocemos por sus trabajos en La mala educación (2004) o Fuera de carta (2008), de Nacho G. Velilla, Arévalo sorprende desenvolviéndose con inusitada frescura en un campo desconocido para él. Pero "la reina del baile" es, sin ningún género de dudas, Carlos pestañones Areces. El camaleonismo de este intérprete en Los amantes pasajeros arranca y alcanza grados de estupefacción en el respetable, que si suma carcajada tras carcajada es simple y llanamente por el trabajo de Areces, soltando las inenarrables frases escritas por el manchego con esa insulsez tan característica suya y que aporta el nivel justo de mala uva a un personaje estereotipado, sí, pero ciertamente irresistible. Cada leve gesto, cada mirada, cada aparición suya son una invitación descarada a la risotada. Si hay un motivo por el que recomendar el visionado de Los amantes pasajeros, ése es el trabajo de Carlos Areces, que figura desde este momento como uno de nuestros indiscutibles favoritos al Goya secundario del próximo año.
Pero no todo son abrazos rotos. Tiene Los amantes pasajeros una más que cuidada factura y aunque ese avión apeste a decorado por los cuatro costados, hay que señalar a su favor ese sabor a añejo, a película antigua, que respira toda la escenografía creada por Antxón Gómez, así como el vistoso vestuario diseñado por Tatiana Hernández y David Delfín. Por no hablar de la colorista fotografía del gran José Luis Alcaine, que aporta a la película la clase y la luminosidad de las que carece el guión original y que nos remite directamente a la comedia americana de los cincuenta y sesenta, con Pillow Talk (Confidencias a medianoche) (1959), de Michael Gordon, como principal referencia. Y, faltaría más, en el apartado de aciertos nos es obligado detenernos en la colosal y desprejuiciada labor de ese trío de azafatos, desde ya personajes históricos y míticos en la obra de Almodóvar, a los que interpretan con excéntrico frenesí Raúl Arévalo, Javier Cámara y Carlos Areces. Verdaderos hilos conductores del film, los actores se desvanecen por completo en las pieles de sus personajes haciendo de la letra del tema del número musical que interpretan el lema que regirá casi por completo toda su intervención. Y mientras Cámara da una vuelta de tuerca más al registro plumífero que tan bien conocemos por sus trabajos en La mala educación (2004) o Fuera de carta (2008), de Nacho G. Velilla, Arévalo sorprende desenvolviéndose con inusitada frescura en un campo desconocido para él. Pero "la reina del baile" es, sin ningún género de dudas, Carlos pestañones Areces. El camaleonismo de este intérprete en Los amantes pasajeros arranca y alcanza grados de estupefacción en el respetable, que si suma carcajada tras carcajada es simple y llanamente por el trabajo de Areces, soltando las inenarrables frases escritas por el manchego con esa insulsez tan característica suya y que aporta el nivel justo de mala uva a un personaje estereotipado, sí, pero ciertamente irresistible. Cada leve gesto, cada mirada, cada aparición suya son una invitación descarada a la risotada. Si hay un motivo por el que recomendar el visionado de Los amantes pasajeros, ése es el trabajo de Carlos Areces, que figura desde este momento como uno de nuestros indiscutibles favoritos al Goya secundario del próximo año.
Puntos fuertes para los Goya 2014:
- Mejor Actor Secundario: Carlos Areces.
- Mejor Música Original: Alberto Iglesias.
- Mejor Dirección de Fotografía: José Luis Alcaine.
- Mejor Dirección Artística: Antxón Gómez.
- Mejor Diseño de Vestuario: Tatiana Hernández.
- Mejor Montaje: José Salcedo.
- Mejor Sonido: Iván Martín (directo), Pelayo Gutiérrez (montaje) y Marc Orts (mezclas).
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