martes, 10 de diciembre de 2013

Crítica de "Pensé que iba a haber fiesta": apacible pero incómodo duelo interpretativo.


¿Es correcto enamorarse de la expareja de tu mejor amiga? ¿Existe un tiempo prudencial que haya que esperar para que sí lo sea? ¿Y si no, se corre el riesgo de pudrir esa amistad? Pensé que iba a haber fiesta, la tercera película de la directora argentina Victoria Galardi, parte de la formulación de tales cuestiones no sólo para propiciar el genuino gancho en los espectadores, sino para edificar alrededor de ellas un contemplativo estudio sobre los lazos que unen a dos personas en una amistad y lo terriblemente frágiles que se pueden volver cuando los actos, los pensamientos y las emociones de esos dos seres no van en consonancia. Ana, una actriz española residente en Argentina, accede a cuidar de la casa y la hija de su mejor amiga, Lucía, mientras ésta se marcha de vacaciones a Uruguay en compañía de su actual pareja. Durante esta estancia, Ana se reencontrará con Ricky, el ex de Lucía y padre de su hija, y la atracción no tardará en aparecer y con ella los remordimientos, la culpa, la angustia y la confusión. Galardi sabe plantear de manera harto minuciosa el nacimiento del conflicto central y le bastan pocos segundos para exponer correctamente la inestabilidad interior que sacude a su protagonista principal tras el inesperado primer giro de los acontecimientos.


El guión de Galardi logra indagar en tremendo dilema moral a través de la vívida plasmación en pantalla de hechos del todo intrascendentes (dos mujeres tomando el sol, las mismas mujeres sobreviviendo a una incómoda cena de Año Nuevo), destilando cotidianidad y rutina con el sabio uso de unos diálogos sencillos, que suenan como reconfortantes soplos de verdad, propiciando a la puesta en escena de la película un generoso matiz de verosimilitud, que propicia la identificación con la historia en el espectador. La cámara de Galardi, así mismo, refuerza esta complicidad al mostrarse siempre segura, pero no firme y rígida, sabedora de aquello que debe registrar para, a pesar de algún que otro desmayo en la elección formal de algunos recursos (un zoom en retroceso más digno de un spaguetti western italo-español de los años sesenta, por ejemplo), conseguir ejercer sin artificios de ninguna clase, esa función de atenta, pero imparcial observadora de unos hechos que en modo alguno quiere, porque no puede y no debe, juzgar. Consecuencia de ello resulta el que nos caiga bien y compartamos la postura de Ricky, quien jamás muestra cuestionamiento alguno acerca de la incorrección de sus actos.


Lo que más sorprende, y para bien, del conjunto de Pensé que iba a haber fiesta es que, abordando conflictos bastante serios (aparte del principal, se perfilan otros en tramas secundarias que no llegan a desarrollarse plenamente), a uno se le dibuje una tímida sonrisa en el rostro durante su visionado. Tal es el grado de penetración que ejerce sobre el espectador una película que, como si fuésemos testigos reales, personados en carne y hueso dentro la función, nos saca esa maldita risa nerviosa que no podemos controlar cuando asistimos al desarrollo de una situación verdaderamente incómoda. Sucede así a lo largo de múltiples momentos del metraje, pero resulta especialmente catárquica para sobrellevar la angustia que subyace bajo el tenso interrogatorio que antecede al desenlace, un desgarrador duelo dramático que nos descoloca precisamente por su imprevisibilidad y por la manifiesta espontaneidad con la que se desarrolla. A tal logro contribuye el portentoso trabajo de las dos actrices protagonistas, dueñas y señoras de una función que su directora hace reposar, confiada y acertadamente, sobre ellas, permitiéndoles espacio para generar con sus respectivos trabajos los tonos y el clima que poseen cada una de las secuencias.


Valeria Bertuccelli vuelve a demostrar lo bien que se le da componer el carácter interno de un personaje mientras en su superficie exhibe su extraordinaria capacidad para la verborrea ligera, construyendo con mucho menos tiempo en pantalla que su compañera, un rol de primeras adusto y agrio, pero en el fondo amable y hermosamente honesto. De su actuación apenas podría decirse que supera una exquisita corrección, si no fuera por el despliegue que se le permite en la recta final, donde Bertuccelli brilla por la naturalizada exposición que lleva a cabo de las oscilaciones emocionales de su personaje. Por su parte, Elena Anaya apechuga con mayor tiempo en pantalla y, como tal, tira del carro de la función, conduciéndonos de manera armoniosa gracias a una interpretación limpia e íntegra, absolutamente irreprochable, sostenida sobre un esmerado muestrario de las motivaciones de su personaje, por mucho que también represente de forma precisa sus esfuerzos por disimularlos. Un trabajo magnífico y reposado en el que, además, la actriz sabe imponer y hacer visible el espacio privado de su personaje, logrando con ello que compartamos la inquietud y el desasosiego que la acompañan a lo largo y ancho de una película que tampoco aspira a responder las preguntas que planteaba al inicio, pero sí invita a generar un saludable debate donde la respuesta a si es correcto o no lo que acontece en Pensé que iba a haber fiesta dependerá de cada uno de nosotros.



Puntos fuertes a los Goya 2014:
- Mejor Guión Original: Victoria Galardi.
- Mejor Actriz: Elena Anaya.
- Mejor Actriz Secundaria: Valeria Bertuccelli.
- Mejor Dirección de Fotografía: Julián Ledesma.
- Mejor Dirección Artística: Patricia Pernía.
- Mejor Montaje: Alejandro Brodershon.

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