lunes, 23 de diciembre de 2013

Crítica de "Ismael": sentimentalismo indolente.


Hablar de melodrama en el cine suele conllevar no pocas connotaciones peyorativas. Esto se debe a la larga tradición que acompaña al género del consabido tratamiento sentimentaloide con el que se ha practicado, la mayoría de las veces, la acometida a un tipo de historia que vela por el ensalzamiento de los más edulcorantes valores humanos. En España, exceptuando los flirteos melodramáticos producidos dentro del cine social o de denuncia, apenas existen ejemplos recientes de películas que puedan ajustarse cien por cien a los códigos de un género que sigue teniendo su máximo exponente y ejecutante en Pedro Almódovar, a través de su exacerbada concepción del mismo. Ismael, del argentino Marcelo Piñeyro, nace con la sana y admirable intención de adscribirse, sin pudor alguno, a las constantes de un género profusamente defenestrado en un momento en el que, como el actual, pararse a abordar de frente y sin tabúes sólo las emociones y los sentimientos de unos cuantos personajes íntimamente relacionados entre sí, resulta una tarea fútil, no carente de cierto grado de absurdez dadas las maltrechas condiciones (económicas, laborales, sociales) que nos rodean por doquier. Pero no resulta nada baladí el que, dada la deshumanización imperante en nuestro entorno, venga alguien a recordarnos, aunque sea de vez en cuando, que ante todo seguimos siendo seres humanos y, como tales, poseemos la extraordinaria capacidad de anhelar querer a alguien, de sentirse querido, de querer y saber perdonar, de no querer renunciar a los otros y, en definitiva, de amar.


En Ismael, Piñeyro indaga en tales emociones a partir del viaje de un niño de color de ocho años desde Madrid a Barcelona con la única y determinante intención de conocer a su padre biológico, factor detonante del florecimiento de sentimientos largo tiempo escondidos entre el grupo de adultos que le rodean. La confluencia de los aspectos emocionales que caracterizan las relaciones entre ellos y su posterior desarrollo conforman el entramado argumental de una película que no llega nunca a esgrimir con convincente ahínco la vertiente lacrimógena predecible en este tipo de productos, discurriendo la puesta en escena de Ismael a través de un buscado realismo que haga más reconocible para el espectador y, de paso, aclimate y mitigue, el huracán sentimental que encierra la historia, algo que, por desgracia, no se logra con total plenitud en la vertiente dramática de la función. Y es que la película de Piñeyro naufraga en su pretendidamente cercana plasmación de los sentimientos cuando estos cobran el absoluto protagonismo de la función, por la excesiva explicitud de sus afectados diálogos y la artificiosa y teatral construcción y planificación de algunas de las escenas clave en el devenir dramático de la trama (la huida nocturna por la playa del niño, prácticamente todas las escenas que comparten los padres biológicos de la criatura, los primerísimos primer planos de las caricias y afectos), que repercuten, diezmándola, en la verosimilitud interna de las imágenes, menguando así el alcance emocional de todo el conjunto.


Esta incapacidad por traspasar la pantalla resulta aún más frustrante cuando se contrapone a la manifiesta y efectiva afinidad que exhorta Ismael cuando menos trascendental se nos muestra. Es decir, cuando la película adquiere ese beneficioso tono bastante más amable y noble que el habitualmente esperado en un melodrama, salpicado además de refrescantes gotas de humor que dotan a la propuesta de la adhesión sincera del espectador. En esos momentos, la película logra alzar el vuelo y desmarcarse de la obviedad y la rutinaria blandura a la que parece predestinada, demostrando ahí su director una sugestiva capacidad para la sutileza, sobre todo en lo que se refiere a la relación que se establece entre el amigo y la madre, interpretados por Sergi López (en auténtico estado de gracia, imponiéndose pronto, como quien no quiere la cosa, en lo mejor de la película, gracias a una irresistible exhibición de desparpajo) y Belén Rueda (muy ajustada y precisa, por momentos incluso encantadoramente cómica, aportando esa naturalizada proximidad tan inherente a ella, así como una notable autenticidad en un personaje para el que, sobre el papel, podría no ser la intérprete más indicada).


La brillantez alcanzada en los aledaños a la trama principal perjudica notablemente al total de la obra, pues, aparte de robarle importancia, constata qué derrotero debería haber seguido Piñeyro para elaborar de manera efectiva una película que se nos desvela al final trabajosamente lánguida e insípida, por mucho que su esmerada ornamentación formal nos llegue a fascinar durante todo el metraje. Algo, que, por el contrario, no logra la muy publicitada labor de Mario Casas, cuyo trabajo no consigue superar una permisible corrección, muy mermada por el insondable y ostentoso afectamiento hiperromántico desde el que se afana en elaborar el carácter profusamente sensible de su personaje. Tampoco Juan Diego Botto consigue brillar a la altura esperada para un actor de su calibre, precisamente por la disparidad ofrecida en el dibujo de un personaje que, finalmente, carece de relieve. Por último, las supuestas revelaciones de Ismael no terminan de cuajar, evidenciando Ella Kweku encontrarse muy verde aún como para dar entidad ante la cámara a, para más inri, emociones tan complejas como las que asaltan a su personaje y que sólo vislumbramos a medias; y el niño Larsson do Amaral, quien a pesar de lograr irradiar una desenvuelta frescura, no puede evitar denotar su condición de primerizo al hacerse demasiado patente la impostura en muchas de sus intervenciones.


Puntos fuertes a los Goya 2014:
- Mejor Actriz: Belén Rueda.
- Mejor Actor Secundario: Sergi López.
- Mejor Dirección de Fotografía: Xavi Giménez.
- Mejor Dirección Artística: Balter Gallart.
- Mejores Efectos Especiales: Jordi Costa.

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