Tras el visionado de La venta del paraíso, de Emilio Ruiz Barrachina, uno al final comprende la poco menos que mala distribución que se ha ocupado de ella al llegar a las salas comerciales el pasado 19 de abril. Y es que, con semejante material, extraño es incluso el que haya llegado a gozar de "vida comercial". A priori, esta historia de una inmigrante mexicana estafada que choca de golpe y porrazo con la realidad de un país, el nuestro, que no es el paraíso imaginado, pero encierra no poca "magia", representada por la galería de personajes a cual más estrambótico que la atribulada protagonista se va cruzando en su particular odisea, tenía bastante chicha y podría dar origen a una buena película. Pero en manos de Barrachina, debido al tono empleado para narrar tremenda aventura, la película termina naufragando en sus más que evidentes buenas intenciones, pecando en todo momento de un excesivo uso y abuso de la ambivalencia. Porque el director juega a transformar un drama de contrastado calibre social en un cuento surrealista sin lograr, primero, dar la necesaria hondura al drama y, segundo, encajar adecuadamente los momentos "mágicos" en la trama.
De este modo, La venta del paraíso hace aguas en todos sus frentes, convirtiéndose en un viaje algo confuso y, por desgracia, también soporífero a un lugar completamente imprevisto y, creemos, indeseado por cualquier cineasta: el del quiero y no puedo. El drama de la inmigrante engañada, sin papeles y sin dinero para regresar a su país de origen se desarrolla a través de no pocos lugares comunes, sucediéndose por la pantalla algunos de los tópicos más reconocibles del tema, al mismo tiempo que van cobrando importancia las situaciones paralelas que la infortunada chica irá viviendo rodeada de esos histriónicos y peculiares inquilinos de la pensión en la que ella misma se hospeda, lo que tampoco nos depara sorpresa alguna, pues aquí aprovecha el director para insertar equivocados toques de humor que están a años luz del surrealismo crítico de, por ejemplo, Berlanga y Azcona, quedándose mucho más cerca de un humor en cierta medida escatológico y subdesarrollado. Una verdadera lástima, sobre todo cuando la cinta se abría con un conseguidísimo gag de desopilante humor negro (la confusión de la protagonista sobre el contenido del misterioso paquete que transporta consigo).
De nada sirve que toda la puesta en escena de la película se nos presente en exceso sobrecargada y artificiosa, diríase de inspiración claramente barroca, con movimientos de cámara embriagadores y evocadores, una fotografía preciosista, unos decorados pomposos y exhuberantes, un montaje atiborrado de simbolismos, si al final todo ello adquiere un molesto y desafortunado matiz de falso, hueco y tosco, por lo que a su falta de inadecuación y efectismo se refiere; pues ninguno de estos elementos logran dar sentido, ni tan siquiera la más mínima intención de hacerlo tienen, a unas imágenes que se nos presentan en todo momento sin brío, carentes de una personalidad propia y no impuesta. Porque a Barrachina se le notan demasiado sus referentes (Realismo Mágico a la cabeza) y eso mosquea por la incapacidad del director para traspasar la simple y anodina anécdota y elaborar una película con sustancia, que trate de ir un paso más allá de lo establecido y apueste y arriesgue por un planteamiento formal de verdadero impacto y locura, que es lo que la historia de La venta del paraíso pedía a gritos y no una historia deslavazada y muy puerilmente escrita en un guión, principal obstáculo de todo el producto, que da de sí un filme que, debajo de su envolvente apariencia, no encierra más que banalidad y desidia.
Con semejante material, es normal que su protagonista, la mexicana Ana Claudia Talancón no acierte con el dibujo de un personaje para el que, por otro lado, tampoco da el tipo (ni el físico, por mucho que se empeñen desde el departamento de vestuario y peluquería en presentarnos a esta guapa actriz carente de glamour y atractivo). Talancón hace lo que puede pero no convence ni como inocente y defraudada inmigrante, ni tampoco como mujer traumatizada por un pasado horrendo, por mucho que tire de mohínes para encauzar unas emociones que en su encarnación brillan por su ausencia. El elenco español, empero, trata de salvar sus correspondientes partes, sin conseguirlo, obviamente. William Miller se saca de la manga un sutil y liviano acento argentino y trata de dar carisma a su personaje resultando al final absolutamente descorazonador por la torpeza de sus planteamientos. Carlos Iglesias y María Garralón cumplen sin mojarse, mientras que Txema Blasco acierta al abordar a su rol desde un gratificante sarcasmo y cuya eficiencia es contraproducente por la escasa cancha que el director le ofrece. Mención aparte merece un travestido Juanjo Puigcorbé, que aporta algo de hondura emocional a su estereotipado personaje, sacándolo de la linealidad generalizada de toda la película. Por último, cabe destacar las apariciones puntuales de Saturnino García, Lola Marceli y Mariví Bilbao, todos ellos desaprovechadísimos, en especial la última, a la que una sola escena le basta para comerse con patatas al resto del elenco.
Puntos fuertes a los Goya 2014:
(desierto).
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