martes, 7 de enero de 2014

Elena Anaya regresa a lo grande con "Pensé que iba a haber fiesta".


Hubo un tiempo en que las expectativas sobre ella parecían ser infundadas, pero Elena Anaya estaba llamada a ser una de las más destacadas estrellas de nuestro cine desde bien temprano, cuando en sus inicios ya despuntaba como una de las más aventajadas actrices de su generación. Hoy, tras el concurso en su filmografía de directores como Julio Medem o Pedro Almodóvar, Anaya puede presumir de haber alcanzado el estatus que se le pronosticaba hacia finales de los noventa del pasado siglo y su mera presencia confiere por sí sola un más que justificado interés al filme que se digne a contar con ella. Aún por definir una trayectoria internacional a la altura de su talento, Elena Anaya ya disfruta de consideración estelar dentro de nuestra industria, la misma que cuando se encontraba a punto de eclosionar, la relegó a papeles y películas que no la merecían, retardando el ascenso de categoría de una de sus actrices más sobresalientes. Esta semana regresa, a lo grande, protagonizando un portentoso duelo interpretativo frente a la argentina Valeria Bertuccelli en Pensé que iba a haber fiesta, de Victoria Galardi, estreno que nos sirve de excusa para realizar un repaso a la trayectoria cinematográfica de Elena Anaya.

Familia (1996).

Tiene gracia descubrir a estas alturas que una actriz de su calibre no superara las pruebas de acceso para realizar estudios en la Real Escuela Superior de Arte Dramático (RESAD) y que, cuando lo hizo en el segundo intento, fuera expulsada por baja asistencia a las clases, debido a que Anaya ya trabajaba en la que iba a ser una de sus primeras películas y, a la postre, uno de los debuts más significativos de los que se recuerdan en el Cine Español de los noventa. Familia (1996), de Fernando León de Aranoa, y, sobre todo, África (1996), de Alfonso Ungría, revelaron a una intérprete todavía imprecisa que derrochaba carácter por los cuatro costados. Poseedora de una potencia expresiva de alto riesgo, la suavidad que podía desprender la belleza de su rostro intensificaba la capacidad perturbadora de la intérprete, que en semejantes papeles de 'Lolita' lograba, sin pretenderlo, desmarcarse por momentos de los lugares comunes en los que habrían caído intérpretes menos dotadas o, quizás, menos intuitivas.

Las huellas borradas (1999).

Matriculada ya en el estudio de Juan Carlos Corazza, la debutante actriz accedió a una imparable trayectoria ascendente en la industria, donde seguiría con un papel pequeñito en la comedia ¿De qué se ríen las mujeres? (1997), de Joaquín Oristrell, para terminar formando parte de esa familia desestructurada que protagonizaba la comedia agridulce Grandes ocasiones (1998), de Felipe Vega, donde la actriz se empapaba del brillante tono interpretativo de todo el elenco. Afrontó un nuevo protagonista en la desigual Finisterre, donde termina el mundo (1998), de Xavier Villaverde, antes de estrenar dos nuevos y defendibles papeles de reparto en dos películas de prestigio: Lágrimas negras (1999), que comenzó dirigiendo Ricardo Franco y finalizaría Fernando Bauluz debido a la muerte del primero durante su rodaje; y Las huellas borradas (1999), de Enrique Gabriel, hermoso drama romántico con la Anaya rodeada de ilustres veteranos de la talla de Federico Luppi, Mercedes Sampietro, Héctor Alterio o Asunción Balaguer.


Obtuvo entonces la oportunidad de ampliar su registro en el cine, primero con un papel protagonista en la comedia gamberra El árbol del penitente (2000), de José M. Borrell, en una interpretación exagerada con un divertido gracejo andaluz incorporado, y luego en el melodrama romántico de época El invierno de las anjanas (2000), de Pedro Telechea, donde no podía evitar ser devorada por su compañera de reparto Elvira Mínguez, al dar de sí misma una interpretación ineficaz de la consumida heroína protagonista. Por suerte, antes de perder el rumbo, Julio Medem le proporcionó un papel a su medida como esa niñera cachonda de Lucía y el sexo (2001), con la que la actriz se marcaba un arriesgado y compacto trabajo interpretativo, dándole una apreciable vuelta de tuerca al registro de "Lolita" que la había lanzado a la fama. La crítica, el público y la industria alabaron tamaña exposición por parte de la actriz que, a pesar de su brevedad, su trabajo fue recompensado con el Premio de la Unión de Actores como la mejor secundaria en cine del año y se apuntó, además, su primera nominación a los Premios Goya en la misma categoría.

Con Jorge Perugorría, en Rencor (2002).

A pesar del reconocimiento a su labor en esta película, lejos de afianzarse en el panorama interpretativo de nuestro cine con nuevos y cada vez más frecuentes papeles protagonistas, la estrella de Elena Anaya pareció diluirse en medio de una indefinición artística, al no obtener los vehículos idóneos para su definitiva confirmación. Papeles de colaboración, casi cameos, para Agustín Díaz Yanes, en Sin noticias de Dios (2001), o Pedro Almodóvar, en Hable con ella (2002), precedieron al intenso drama Rencor (2002), de Miguel Albaladejo, donde su aportación secundaria carecía del ímpetu y la precisión necesarias para destacar sobre el portentoso despliegue de su protagonista, la cantante Lolita Flores; y a su primera intentona fuera de nuestra cinematografía, con la coproducción con México La habitación azul (2003), de Walter Doehner, thriller sobre una infidelidad con la actriz reincidiendo en el registro erótico, aunque ahora ya sin el concurso de un personaje bien descrito como aval.

Van Helsing (2004).

Más meritorio fue su siguiente empeño: dar vida a la atípica 'chica de la peli' en la divertida comedia negra Dos tipos duros (2003), de Juan Martínez Moreno, dando de sí un trabajo espectacular en sintonía con la abrumadora comicidad del resto del elenco. La pretensión de permitir el acceso de la actriz a producciones de marcado signo popular se quedó en un mero intento al acceder Elena Anaya a un tibio pero promocionado primer peldaño importante en su trayectoria internacional, cuando fue seleccionada para dar vida a una de las seductoras vampiras de la superproducción de Hollywood Van Helsing (2004), de Stephen Sommers, anecdótico y divertido papel al que se le sumaría un secundario destacado en la cinta de terror Frágiles (2005), rodada al estilo norteamericano y en inglés por Jaume Balagueró, con la popular Calista Flockhart como protagonista y las miras puestas claramente en una más que rentable carrera comercial en mercados extranjeros. A pesar del digno nivel de la producción, Frágiles no llegaba a cumplir todas las expectativas y Anaya, en un papel poco desarrollado, evidenciaba una competencia digna de mejores causas, obteniendo una candidatura a la mejor secundaria a los ya desaparecidos Premios Barcelona de Cine.

Con Unax Ugalde, en Alatriste (2006).

No tuvo mucha suerte tampoco en su siguiente destino fuera de nuestras fronteras, Dead Fish (2005), de Charley Stadler, película británica protagonizada por Gary Oldman y de incierta carrera comercial. Sin embargo, logró colarse en el lujoso reparto de la gran superproducción española del momento, Alatriste (2006), de Díaz Yanes, dando vida a la manipuladora Angélica de Alquézar de la famosa saga literaria de Arturo Pérez-Reverte, rol al que Anaya supo aportarle una medida fragilidad, aunque ello se viera perjudicado por la dispersión general de la obra en su nivel narrativo. Un nuevo tropiezo al que habría que sumar su protagonismo en la infructuosa comedia romántica Miguel & William (2007), de Inés París, sobre un improbable encuentro entre Shakespeare y Cervantes en pleno siglo XVI, con la Anaya como feliz e inspirador objeto de deseo de ambos.

Con José María Yazpik, en Sólo quiero caminar (2008).

Tampoco tuvo suerte la actriz en su carrera en el extranjero, con papeles en películas poco satisfactorias como fue In the Land of Women (Entre mujeres) (2007), comedia romántica de Jon Kasdan con una talludita Meg Ryan en el reparto y la Anaya en una colaboración; o Savage Grace (2007), drama incestuoso coproducido entre Estados Unidos, Francia y España, dirigido por Tom Kalin y con una exhuberante Julianne Moore en el papel protagonista, pero que conoció una suerte comercial bastante oscura e inmerecida. Su figura fue una grata presencia dentro del ecléctico elenco del díptico francés sobre la vida del gángster Jacques Mesrine, puesto en pie por Jean-François Richet en el interesante thriller L'instinct de mort (Mesrine: Parte 1. Instinto de muerte) (2008) y su secuela L'ennemi public nº1 (2008). Sin embargo, su regreso al cine español y a los brazos de Díaz Yanes en Sólo quiero caminar (2008), se tradujo en una intervención ingratamente pequeña.

Hierro (2009).

Por suerte, tras una injustificada aparición en el apastelado y de postal drama romántico Cairo Time (2009), de Ruba Nadda, a Elena Anaya le llegó el turno de afrontar un goloso protagonista en el thriller psicológico Hierro (2009), de Gabe Ibáñez, donde aprovechaba la magnífica coyuntura para llevar a cabo un auténtico recital dramático como esa madre angustiada por la desaparición imprevista y sin explicación de su hijo. Tal despliegue fue recompensado con el premio a la mejor actriz del Festival de Sitges y la situó de nuevo en todas las quinielas previas a los Premios Goya. Galardones a los que fue una de las favoritas indiscutibles justo al año siguiente, cuando presentó su desinhibida y entregada interpretación en Habitación en Roma (2010), erigiéndose así como musa indiscutible de Julio Medem gracias a esta lírica historia de amor lésbico por la que Anaya no sólo ganó su segunda nominación al Goya, ya en la categoría principal, sino que además recibió el Fotogramas de Plata a la mejor actriz de cine y una nueva nominación a los Premios de la Unión de Actores.

Con Natasha Yarovenko, en Habitación en Roma (2010).

Poco importaba que no ganara el Goya, pues ya se intuía que el cabezón caería al curso siguiente, cuando estrenaría La piel que habito (2011), su esperado reencuentro con Pedro Almodóvar y como protagonista femenina, donde la intérprete (aparte de más guapa que nunca) lucía con clase y precisión todo su talento, en un trabajo sumamente contenido, desbordado de una sensitiva y naturalizada sensualidad, merecedor, claro está, de ese Goya a la mejor actriz que ya estaba cantado desde un año antes, amén del nuevo Fotogramas de Plata recibido, el Premio Forqué a la mejor actriz y nominaciones a los Premios de la Unión de Actores y a los del Círculo de Escritores Cinematográficos (CEC). Intrascendente fue el que lo siguiente que viéramos de ella fuera una nueva aportación de la actriz a la cinematografía gala, la cinta de acción À bout portant (Cuenta atrás) (2010), de Fred Cavayé, estrenada entre nosotros en febrero de 2012 para aprovechar el tirón goyesco de la actriz, quien tras los tres espléndidos protagonistas consecutivos de los que había logrado disfrutar en los últimos años, ya se había consolidado en la posición estelar a la que aspiraba tras sus prometedores inicios.

La piel que habito (2011).

Tras un breve paréntesis, sinónimo de toma de impulso, Elena Anaya regresa rodeada de la potencia adquirida después de alcanzar la máxima gloria cinematográfica. Pensé que iba a haber fiesta no sólo nos la devuelve en papel protagonista, sino que además brinda a la estrella la posibilidad de avanzar en su manifiesta voluntad por crecer como intérprete, marcándose para la ocasión una magnífica interpretación, donde prima la limpieza y la integridad con la que expone, además de manera altamente reposada, las motivaciones, inquietudes y contrariedades que acompañan a su personaje. Un trabajo, en definitiva, irreprochable con el que bien merecería aspirar de nuevo a los Goya de este año, aunque la lucha se presente bastante reñida. Para este 2014 ya tiene listo su siguiente y muy sugestivo protagonismo, Todos están muertos, que supondrá el debut en el largometraje de su pareja, Beatriz Sanchís, con el que la intérprete buscará mantener su recién adquirido estatus de no poco y merecido privilegio dentro de nuestra industria.

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