jueves, 12 de diciembre de 2013

Crítica de "10.000 noches en ninguna parte": la estética de lo insustancial.


No deja de tener su gracia el que Ramón Salazar, el director de esta 10.000 noches en ninguna parte, haya aconsejado a los futuros espectadores de su película el que no intenten entenderla al minuto 15 de metraje, algo que nos insta a pensar que nos encontramos ante una cinta difícil y compleja, lo que nos predispone, de forma inconsciente, a abordarla desde una óptica distinta a la que manejaríamos para cualquier otra propuesta cinematográfica, digamos más convencional. Sin embargo, presuponer que 10.000 noches en ninguna parte se alzará como un afanoso ejercicio intelectual significa otorgarle a la tercera película de Salazar un crédito que en modo alguno merece. Nacida en los márgenes de la industria cinematográfica española, autofinanciada por el propio realizador y rodada con una cámara reflex digital, Ramón Salazar ha podido construir a su antojo y con total libertad y arbitraje la película que ha querido, pero a poco que la observemos con detenimiento, 10.000 noches en ninguna parte no resulta ni tan arriesgada ni tan innovadora como han proclamado sus artífices.


Localizada en tres escenarios urbanos distintos (Madrid, París y Berlín), la película intenta ser la plasmación de la búsqueda interior que lleva a cabo el personaje principal, un joven con graves y manifiestos problemas para relacionarse, afectiva, sentimental y hasta sexualmente, a través del viaje físico (también emocional y hasta sensorial) que lleva a cabo el protagonista huyendo de la vida gris e incómoda de su Madrid natal, viviendo, compartiendo y sintiendo reveladoras y novedosas experiencias a su paso por las otras dos capitales europeas. La ambigüedad que recorre los planteamientos de las historias acaecidas tanto en París como en Berlín no deja de resultar atractiva, desde un punto de vista conceptual, pero el mínimo e insustancial hilvanado argumental que las sostienen se revela pronto bastante endeble como para propiciar en el espectador la necesaria empatía con las imágenes, no produciéndose ni tan siquiera una esperada y conveniente evolución interna en su protagonista. 10.000 noches en ninguna parte se sustenta aquí de un desbordante esteticismo, a través de un pretendido estilo visual y sonoro de onírica y embelesante belleza, con encuadres fotográficamente hermosos y movimientos de cámara profundamente evocadores, así como también la inspirada intencionalidad dada por Miguel Amoedo y Ricardo de Gracia a la luz dependiendo de la localización (fría y deshumanizada en Madrid, nostálgica y retro en París o luminosa y utópica en Berlín); por no hablar de una banda sonora íntimamente emocional. Lo disuasorio del aspecto formal de la cinta de Salazar estriba en que, más que incitarnos a apelar a una primorosa y poética concepción de puesta en escena inherente a su autor, nos remite de manera harto fastidiosa a múltiples y archiconocidas referencias cinematográficas, que terminan de dilapidar la supuesta originalidad de toda la armadura. 


Lo lamentable de todo ello es que tremendo armazón de pretendida lírica visual no arrope no ya una historia al uso, es que ni tan siquiera ofrece un plausible análisis al corazón de los traumas y carencias en la personalidad de su protagonista, que no deja de ser exhibido como un ente inerte y pasivo, observador con una casi nula capacidad de implicación en las vivencias en las que se ve inmerso, incapaz siquiera de evidenciar una tenue movilización interior dentro de su asepsia vital. Sólo el episodio ubicado en Madrid aporta claves de interés en lo que a trama y dibujo de personajes se refiere, hallándose en él matrices y pistas de sugestiva insalubridad en torno a la desequilibrada relación del protagonista tanto con su progenitora como con su hermana; conatos de genialidad que, por desgracia, no germinan en un desarrollo sostenible y acabado, por no conocer continuidad en el continuo ir y venir de la puesta en escena entre unas historias y otras. De este modo, la única vía de presunta coherencia intrínseca, no estilística, de la que podía hacer gala 10.000 noches en ninguna parte queda totalmente desangelada, a modo de premisa abandonada a su suerte en una cuneta cualquiera, utilizada solo a modo de excusa barata para justificar todo lo demás; negándose su autor la ambiciosa, pero también admirable voluntad de llevar su incómoda idea de base hasta sus últimas consecuencias, haciendo primar sobre la posible contundencia del contenido, sus esteticistas aspiraciones en el marco del continente.


Es tanta la obstinación que evidencia Salazar en fascinar a través del aspecto formal que logra, incluso, perjudicar el entregado trabajo, desbordado de ciega confianza, llevado a cabo por todo el reparto, edificando personajes que parecen surgir de una constante improvisación y a los que la pretenciosidad de las imágenes les dota pronto de una falta considerable de elaboración. Pasa, por ejemplo, con el incorporado con naturalizada sencillez por Najwa Nimri, cuyo clímax dramático (un desgarrador monólogo) no obtiene el alcance emotivo necesario, más que el distanciado y bucólico tratamiento ofrecido por la puesta en escena a su personaje, algo que también resulta achacable a los incorporados con desnuda y sincera prestancia por Paula Medina y Manuel Castillo. Lola Dueñas acarrea con dulzura y entusiasmo con el personaje más marciano de una función sostenida sobre los hombros de un Andrés Gertrúdix sobrio, convincente en su parquedad, pero que hubiera precisado perfilar la ejecución de algún tipo de arco interpretativo, por lo menos para dar solidez y verosimilitud a su desorientado personaje. Por el contrario, en el cómputo de aciertos, 10.000 noches en ninguna parte contiene la revelación de Rut Santamaría, gracias a la austera y casi hiriente interpretación que efectúa del personaje de la egoísta hermana; pero, sobre todo, sirve una arriesgada y purgativa performance por parte de una excepcional y dolorosamente minuciosa Susi Sánchez como la alcoholizada y decadente madre del protagonista, imprescindible razón de peso para dejarse embaucar por una película hueca, extasiada de sí misma.


Puntos fuertes a los Goya 2014:
- Mejor Actriz Secundaria: Susi Sánchez.
- Mejor Actriz Revelación: Rut Santamaría.
- Mejor Música Original: Najwa Nimri e Iván Valdés.
- Mejor Dirección de Fotografía: Miguel Amoedo y Ricardo de Gracia.
- Mejor Dirección Artística: Alejandro Prieto.
- Mejor Montaje: Abián Molina y Ramón Salazar.
- Mejor Sonido: Simón Weissner, Nicolás de Poulpiquet y Álvaro López Arregui.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Disfruté viendo la película.
Me aburrí leyendo la crítica.