La categoría femenina de esta primera edición de los luego popularísimos Premios de la Academia de Hollywood instauró una máxima que, en años sucesivos, se impondría como costumbre: la de premiar a la joven y guapa estrella antes que a cualquier otra de las nominadas. Salvo excepciones, ¡claro está!, el famoso Tío Oscar irá a dormir edición tras edición con la más bella. Por suerte, en Hollywood las ha habido muy guapas, sí, pero también éstas han sido muy buenas actrices también. Así que, también salvo excepciones, Tío Oscar ha sabido elegir bien a su afortunada ganadora.
Dos de las tres nominadas este primer año fueron dos de las más importantes estrellas femeninas del cine americano de los años 20 y dos de las más bellas también. Una de ellas llevaba tiempo siendo una de las figuras más importantes del
Star System de Hollywood, concretamente desde principios de la década cuando dejó la Triangle e ingresó, en 1919, en la Paramount, donde viviría una época de enorme esplendor profesional que la convirtió, sin lugar a dudas, en la máxima estrella femenina del cinematógrafo (junto a
Mary Pickford) anterior a la llegada de
Greta Garbo. Hablamos de
Gloria Swanson. Intérprete por antonomasia de suntuosos melodramas durante toda la década, sus interpretaciones rezumaban morbo y erotismo, lo que la convirtió en una auténtica diva, actitud que evidencia el hecho de que, por contrato, tuviera potestad para elegir a sus propios directores, primero
Sam Wood -
A los hombres (The Great Moment) (1921),
Bajo el látigo (Under the Lash) (1921),
Don't Tell Everything (1921),
A las mujeres (Her Husband's Trademark) (1922),
Más fuertes que su amor (Beyond the Rocks) (1922), que la emparejó nada más y nada menos que con el astro
Rudolph Valentino,
La octava esposa de Barba Azul (Bluebeard's Eighth Wife) (1923)
-, y después
Allan Dwan -
Zaza (1923),
A Society Scandal (1924),
Juguete del placer (Manhandled) (1924),
Su primer amor (Her Love Story) (1924),
La esclava del pasado (The Coast of Folly) (1925) - pero, sobre todos,
Cecil B. De Mille, que elaboraba fastuosas y barrocas historias para el lucimiento exclusivo de la estrella:
Macho y hembra (Male and Female) (1919),
Why Change Your Wife? (1920). Estandarte de la sofisticación desmesurada, intérprete tenaz, dotada de unos ojos cuya mirada se convertiría en marca de fábrica, a través de los cuales, de su espléndido uso y dominio, superaba la mediocridad de la mayoría de guiones que protagonizaba, en 1928 Swanson fundó su propia productora y con ella se marcó un sonoro éxito crítico-comercial al llevar a la pantalla el cuento
Miss Thompson de
William Somerset Maugham en
Sadie Thompson (La frágil voluntad), que para la ocasión encargó al experto realizador
Raoul Walsh. Ella, por supuesto, se reservó el papel principal, el de una chica alegre que desembarca en una exótica Pago Pago con la intención de hacer borrón y cuenta nueva de su turbia vida en San Francisco, algo a lo que se opondrá la ferviente presencia de un extremista misionero presente también en la isla al que da vida el gran
Lionel Barrymore. Frente a tremendo monstruo de la interpretación, la Swanson ni languidece ni se inmuta, todo lo contrario: ofrece una actuación deslumbrante, que prácticamente eclipsa cualquier otro elemento de la película. Resumiendo el logro alcanzado por la actriz en
La frágil voluntad diría que, pese a ser un gran film, merece la pena verse sobre todo por ella (y eso que el final se encuentra reconstruido a base de fotografías de la filmación debido al enorme deterioro del último rollo de la película). Una actuación sin alardes ni delirios de grandeza, que, sin embargo, es inmensa por lo fresca y natural, algo impensable en una época en la que se acostumbraba a los excesos, sobre todo en las grandes divas. Swanson fue la más grande precisamente por ser también una estupenda actriz que conocía los pormenores de una interpretación ante la cámara. Merecidísima, por tanto, esta nominación a la Mejor Actriz que, aparte de confirmar a la Swanson en la estupenda categoría estelar de la que disfrutaba, debió agrandar considerablemente el ego de esta diva total.
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El séptimo cielo |
La otra estrella a la que aludía anteriormente se hizo de la noche a la mañana precisamente aquélla temporada cinematográfica y gracias, sobre todo, a la obtención del primer Oscar a la Mejor Actriz de la Historia. Hasta aquel 1927, Janet Gaynor apenas había hecho unos cuantos papelitos pequeños en cortometrajes de Hal Roach y, casi siempre, sin acreditar. Sin embargo, Gaynor había viajado desde su Pennsylvania natal hasta Los Ángeles con el único propósito de convertirse en actriz de cine y vaya si lo haría. Con sólo 20 años, debutó oficialmente en el cine, en 1926, bajo contrato con la Fox, en The Johnstown Flood, de Irving Cummings, donde su soberbia actuación como Anna Burger dejó bien claro a los directivos de la compañía que tenían en nómina a una gran estrella en ciernes. No es de extrañar que, aún siendo todavía una desconocida, la Fox le diese cancha ofreciéndole los protagonismos de melodramas como La hoja de trébol (The Shamrock Handicap) y El águila azul (The Blue Eagle) (1926), ambas de John Ford; The Midnight Kiss (1926), de nuevo a las órdenes de Cummings; o la fantástica The Return of Peter Grimm (1926), de Victor Schertzinger. Y es que Gaynor poseía un fulgor especial, algo sumamente atrayente que hacía que, estando ella en el plano, no pudieses mirar otra cosa. Muy baja y de aspecto muy frácil, sus enormes y expresivos ojos desarman a cualquiera (incluso hoy) y su boca diminuta seduce irremisiblemente. Además, sabía utilizar estos y otros elementos para dotar a sus interpretaciones de una modernidad desconcertante en las postrimerías de aquel cine mudo, muy alejada de la grandilocuencia de algunas de las grandes estrellas de la época. Este estilo suyo se vio excelentemente expuesto en sus primeros pasos como estrella en la compañía, cuando formó pareja con Charles Farrell en sendos melodramas románticos en los que Gaynor representaba el estereotipado tipo de personaje femenino, muy recurrente en el cine del momento, de jovencita delicada e inocente víctima implorante de un mundo demasiado cruel y a la que el amor salvará oportunamente. Sucedía en El séptimo cielo (7th Heaven) (1927), donde daba vida a una chica desgraciada a la que un joven limpiabotas recoge de la calle y lleva a vivir a su buhardilla en un edificio de Montmatre, y El ángel de la calle (Street Angel) (1928), en la que interpreta a una joven de la calle que para no ser detenida por la policía se refugia en un circo ambulante, ambas de Frank Borzage. Por ambos films, clásicos indiscutibles del melodrama de los años veinte, ganó el Oscar la recién consolidada nueva estrella.
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El ángel de la calle |
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Amanecer |
Pero no sólo por ellos, sino también por un tercero, una auténtica obra maestra de la Historia del Cine,
Amanecer (Sunrise: A Song of Two Humans) (1927), de
F. W. Murnau, en la que reincidía sobre el mismo tipo de personaje, una mujer de campo a la que su marido, instigado por la lujuria representada en una mujer moderna de ciudad, tratará primero de asesinar y, más tarde, de reconquistar. En este papel, Gaynor sienta las bases de su estilo, dulce y exquisito, llevando a cabo un trabajo sencillo y absolutamente disfrutable hoy en día, brillante precisamente por su perdurabilidad en el tiempo y que facilitó a la estrella el difícil paso del mudo al sonoro. Salto que benefició también esta obtención del primer Oscar a la Mejor Actriz con tan sólo 22 años, única ocasión en la que se ha premiado a una actriz por más de un título.
La tercera en discordia es, por contra, una absoluta desconocida para el público de hoy en día y, sin embargo, en su tiempo logró ganarse el respeto de medio Hollywood gracias a una profesionalidad apabullante.
Louise Dresser se inició en el Vaudeville y en Broadway, donde se especializó en operetas ligeras y espectáculos musicales, antes de debutar en el cine pasados ya los 40 años con
The Glory of Clementina (1922), de
Emile Chautard, en un rol secundario, categoría en la que desarrolló la mayor parte de su carrera cinematográfica incorporando, casi siempre, a matronas de grandes dimensiones y buen corazón. Prestó su incontestable sabiduría y experiencia en labores de apoyo a algunas de las más grandes estrellas del cine de la época, como:
Thomas Meighan en
Woman-Proof (1923), de
Alfred E. Green;
Lon Chaney en
The Next Corner (1924), de Sam Wood, y
Mr. Wu (1927), de
William Nigh;
Jean Hersholt en
Cheap Kisses (1924), de
John Ince y
Cullen Tate; Rudolph Valentino en
El águila negra (The Eagle) (1925), de
Clarence Brown;
Jack Holt en
La diosa ciega (The Blind Goddess) (1926), de
Victor Flemming; o
Dolores Costello en
The Third Degree (1926), de
Michael Curtiz. Pero su saber hacer también le permitió el lujo de alcanzar el protagonismo de algunos anecdóticos films como
La ciudad que nunca duerme (The City That Never Sleeps) (1924), de
James Cruze; o
La mujer de los gansos (The Goose Woman) (1925), de
Clarence Brown, como una diva de la ópera repudiada por la sociedad al tener un hijo ilegítimo y perder la voz. Su presencia, pues, entre las tres finalistas al primer Oscar de la Historia evidencia la alta estima que Hollywood sentía hacia esta incomparable actriz, presencia de prestigio en cualquier reparto en el que se la incluyese. Competía gracias a su fuerte y conmovedora interpretación de una emigrante húngara en la estupenda
Emigrantes (A Ship Comes In) (1928), de
William K. Howard, donde su creación de esa madre abnegada y sufridora aporta, junto al trabajo realizado por su compañero en el reparto
Joseph Schildkraut, la hondura emocional que hace grande a la película. Schildkraut, por supuesto, es quien se lleva para sí todo el metraje y Dresser se tiene que conformar con ejercer, de nuevo, labores de apoyo (apenas aparece 20 minutos del total de la película en pantalla), pero su presencia entre las tres candidatas al Oscar en aquélla primera edición no resulta en absoluto inmerecida, puesto que la actriz lleva a cabo uno de los empeños interpretativos más emocionantes de la época aprovechando al máximo las pocas ocasiones en las que, desde el guión, ofrece su personaje para lucirse: la tristeza y resignación que la embargan cuando su hijo se marcha a la guerra o la impotencia que la posee ante la injusticia que sacude a su marido son ejemplos de sobra que justifican su presencia entre las finalistas.
Las Olvidadas
La injusticia, en esta categoría, viene representada por el hecho, primero, de que se premiara la corrección y el encanto de la joven Gaynor antes que la soberana brillantez de la Swanson y, segundo, en que la nominación de Dresser impidiera entrar en la terna trabajos no sólo más lucidos, sino también mucho más impactantes y significativos a lo largo del tiempo. El olvido más significativo fue el de la más importante estrella nacida en Hollywood a finales de la etapa muda,
Greta Garbo, que aquella temporada había dado muestras de su superioridad artística con un empeño importante: el de
Ana Karenina (Love) (1927), de Edmund Goulding. La palabra "fascinante" nunca casó tan bien con una interpretación como lo hace con la llevada a cabo por la Garbo en esta adaptación del clásico de
Tolstoy, donde la actriz sueca da una vibrante lección de modernidad, ejemplo mayúsculo de actriz adelantada a su tiempo, pues lleva a cabo un trabajo de exposición sumamente contenido, demasiado si lo comparamos con sus coetáneos compañeros del cine mudo, lo cual proporciona al espectador de hoy en día la sensación de estar asistiendo a un trabajo interpretativo de asombrosa actualidad.
Del mismo talento, el de la mejor ley, hacía gala en cada nueva película otra de las grandes estrellas de la época, la bella
Lillian Gish, que en ésta primera edición de los Oscar también hubiera podido figurar nominada gracias a
El enemigo (The Enemy) (1927), de
Fred Niblo, basada en la obra antibelicista de
Channing Pollock, en la que Gish ofrece todo un recital interpretativo primero como una joven inocente y enamorada y, después, como una desesperada madre que recurre a la prostitución para salir adelante mientras su añorado esposo combate en el frente. No podíamos esperar menos, por supuesto, de una actriz tan consumada como ella, que ya había dado muestras de su enorme categoría, casi inigualable en su época, en cintas tan importantes como
La mujer marcada (The Scarlett Letter) (1926), de
Victor Sjöstrom, y
Vida bohemia (La Boheme) (1926), de
King Vidor.
Clara Bow, la protagonista femenina del film ganador a la Mejor Película,
Alas (Wings) (1927), de
William A. Wellman, fue otra de las olvidadas a la Mejor Actriz y es que, aún en un papel secundario, la actriz resulta absolutamente encantadora. Su rol suaviza el tipo de personaje que la había hecho famosa, el de chica extrovertida y desinhibida, con no poca perspicacia sexual en sus acciones, y que en
Alas se muestra convenientemente rebajado debido al tema central de la película (la I Guerra Mundial), apareciendo como una joven vital y simpática, pero también sumamente romántica. Bow está adorable durante toda la primera parte de su intervención y convence también en el plano dramático, cuando la tragedia se desencadena, sin renunciar (¡claro está!) a enseñar algo de carne, pues para algo era la imagen de marca de la estrella. Quizás, de haberse creado ya la categoría a los mejores secundarios, Bow habría tenido asegurada su presencia entre las candidatas.
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Eleanor Boardman, con James Murray, en Y el mundo marcha |
Otros trabajos destacables de la temporada y que es justo recordar aquí fueron el de
Eleanor Boardman en
Y el mundo marcha (The Crowd) (1928), de su marido King Vidor, trabajo dotado de una gran humildad y sencillez, lo que en aquélla época de excesos teatrales le confiere hoy en día valores añadidos; el conmovedor retrato de una madre sufrida por la ausencia de su hijo que llevó a cabo la veterana y reputada
Eugenie Besserer en
El cantor de jazz (The Jazz Singer) (1927), de
Alan Crosland, que se apuntó el honor de protagonizar una de las primeras escenas sonoras de la Historia del Cine; el cándido y encantador trabajo llevado a cabo con gracia y soltura por la joven
Barbara Kent en
Soledad (Lonesome) (1928), de
Pál Fejös, una de las últimas estrellas del silente con vida hasta hace relativamente poco; el precioso trabajo de otra de las diosas del cine mudo, Dolores Costello, en
La bella de Baltimore (Glorious Betsy) (1928), también de Crosland, único elemento realmente destacable en un drama histórico bastante anodino que poseía la peculiaridad de incorporar una serie de escenas habladas dentro de su metraje esencialmente mudo; el de la joven estrella
Corinne Griffith, una de las más capacitadas intérpretes en el difícil tránsito del mudo al sonoro, que en
El jardín del Edén (The Garden of Eden) (1928), de Milestone, ofrecía una interpretación deliciosa y divertida, de notable elegancia, como esa bella cantante de Viena superada por las circunstancias; o el sentido y espléndido despliegue dramático como una joven humilde de la bella
Florence Vidor en
Esclava por amor (Doomsday) (1928), de
Rowland V. Lee.
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Eugenie Besserer, con Al Jolson, en El cantor de jazz |
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Barbara Kent |
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Dolores Costello
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Louise Dresser (de pie) y Corinne Griffith (de rodillas) en El jardín del Edén |
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Florence Vidor |
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Marie Dressler y Marion Davies |
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Colleen Moore |
La que paga el pato (The Patsy) (1928), también de King Vidor, nos brindó un duelo de actrices de gran nivel gracias al excelente juego cómico ofrecido por la amante del magnate
William Randolph Hearst,
Marion Davies, que nunca estuvo mejor, ni más deliciosa, ni más dinámica, ni más desternillante que aquí, y la malograda y veterana
Marie Dressler, que en un rol secundario roba la película a todo ser viviente que ose compartir con ella el plano; muy divertida era también la creación de la estrella
Bessie Love en una de las últimas películas mudas dirigidas por
Frank Capra,
El teatro de Minnie (The Matinee Idol) (1928), como Ginger Bolivar, la primera actriz de una compañía de teatro aficionada, enamorada de un famoso actor de Broadway cuya verdadera identidad desconoce, y donde Bessie da muestras de la originalidad y soltura que serán claves en su triunfo como estrella del incipiente género musical con la implantación definitiva del sonoro. También tuvo éxito en su transición del mudo al sonoro
Colleen Moore, que esta temporada había realizado un notable trabajo dramático en la romántica
Happiness Ahead (1928), de
William A. Seiter, aunque menor en comparación con la nómina de célebres olvidadas.
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