La primera edición de los posteriormente prestigiosos
Premios de la Academia de Hollywood pasará a la historia, no sólo por su
condición inaugural, sino sobre todo por la eliminación de la película The Circus (El circo), de Charles
Chaplin, de las cuatro candidaturas en las que figuraba nominada, tras
tomarse la decisión de otorgar al genio británico un Oscar Honorífico por la
producción, dirección, escritura e interpretación de la que es hoy una de sus
películas más emblemáticas. Chaplin se vio así privado de su primera nominación
al Mejor Actor gracias al personaje que le brindó fama universal, el vagabundo
Charlot.
En un época donde el sonido surgía como una amenaza a
todo el sistema de producción de la industria, especialmente en los modos de
actuación de sus estrellas, la comicidad muda de Charles Chaplin se pone de
manifiesto gracias a la agilidad corporal del intérprete y a su perspicaz
gestualidad, que denotan ligereza e improvisación inherentes a la pantomima de
la que bebe el estilo de Chaplin, aunque se oculten tras ellas un cuidado
estudio de la psicología de un personaje demasiado fácil de estereotipar. En
eso consiste el gran hallazgo del artista en su faceta interpretativa, en
sofisticar el tópico y hacerlo humano, único. Charlot, en El circo, es un personaje empático, que nos remueve por dentro
haciéndonos vibrar, reír e incluso llorar, emocionándonos.
La decisión final de la Academia de otorgarle un Oscar
Honorífico puede tacharse de considerada, al fin y al cabo, pero es de lamentar
la omisión del artista en las categorías competitivas, sobre todo en la
concerniente al ámbito interpretativo, donde figuraban nominados otros dos
intérpretes cuya estela apenas ha llegado a nuestros días, sin menospreciar sus
trabajos contendientes.
La lista definitiva de
nominados se vio finalmente reducida a tan sólo dos intérpretes, el menor
número de candidatos en la larga historia de los Oscar. El primero de ellos fue
uno de los actores más reputados en el Hollywood de los años veinte y uno de
los pocos cuyo trabajo, visto hoy en día, resulta gratamente disfrutable merced
a la falta de manierismo y gestualidad gratuita que caracterizaban las
actuaciones de la plana mayor de los intérpretes del silente. El neoyorkino Richard Barthelmess se había
especializado en dar vida a jóvenes de gran sensibilidad, con un enorme apego
al romanticismo, desde que debutara ante las cámaras con sólo 21 años, al lado
de la mismísima Alla Nazimova, en War Brides (1916), de Herbert Brenon. De ahí en adelante pasó
a convertirse en uno de los actores mejor pagados del momento, siendo requerido
incluso por el legendario director David
Wark Griffith, que le brindó papeles estelares en películas como Broken Blossoms (La culpa ajena) (1919),
The Love Flower (Flor de amor) (1920)
o Way Down East (Las dos tormentas)
(1920). Fue tal la categoría que adquirió que logró fundar su propia productora
(Inspiration Film Company) junto a Charles
Duell y Henry King, director
este último para el que llevó a cabo uno de sus trabajos más celebrados en el
drama Tol’able David (1921). Fundador
asimismo de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de
Hollywood (AMPAS), su doble nominación al Oscar en la edición inaugural es, qué
duda cabe, irrefutable debido a la alta consideración de la que disfrutaba en
la industria y, sobre todo, por dignificar el arte dramático a través de la
sencillez y la economía gestual, de lo que dan buena muestra los dos trabajos por los que figuró nominado al primer Oscar de la historia: The Patent Leather Kid
(El mundo que nace) (1927), de Alfred Santell, y The Noose (La última pena) (1928),
de John Francis Dillon.
El segundo candidato fue,
probablemente, uno de los actores más reputados en la vieja Europa: el suizo,
nacionalizado posteriormente alemán, Emil
Jannings, toda una autoridad en el cine germánico, en el que desarrolló la
práctica totalidad de su carrera tras abandonar el teatro en 1914, medio en el
que se inició de la mano del mismísimo Max
Reinhardt en el Deutsche Theater de Berlín. Al nuevo medio trasladó una
teatralidad desmesurada, erigiéndose en valuarte de un estilo interpretativo
ante las cámaras que chirría por una gestualidad excesiva, más aún teniendo en
cuenta las grandes dimensiones físicas del intérprete (medía 1,83 m.), que para
un espectador actual resulta más una distracción que un reclamo a la hora de
mostrar interés por los sucesos acaecidos a los personajes a los que da vida, y
eso que interpretó a algunos de los más célebres, ésos que todo actor sueña con
declamar algún día: el rey Enrique VIII en Anna
Boleyn (Ana Bolena) (1920), de Ernst
Lubitsch (director al que debe su progresivo ascenso a la fama en virtud de
las cintas que para él protagonizó en los años diez); Danton en Danton (1921), de Dimitri Buchowetzki; Pedro
el Grande de Rusia en Peter der Groβe (1922),
también de Buchowetzki; y Nerón en Quo
Vadis? (1925), de Gabriellino
D’Annunzio y Georg Jacoby;
además de encarnar a Mephisto en la versión de Fausto magistralmente dirigida
por el genio alemán F.W. Murnau: Faust – Eine deutsche Volkssage (Fausto)
(1926).
Fueron los trabajos que llevó a cabo bajo las órdenes de Murnau los
responsables de que en plena cúspide de su trayectoria artística, Jannings
cruzara el océano respondiendo a la llamada de Hollywood y no es de extrañar
que la todopoderosa meca del cine deseara hacerse con los servicios en
exclusiva del protagonista de dos de las mejores películas de la década: Der letzte Mann (El último) (1924) y Herr Tartüff (Tartufo) (1925), ambas de
Murnau. Varios melodramas concebidos para su especial lucimiento dignificaron
al intérprete al principio de su periplo norteamericano, eso y la obtención del
primer Oscar al Mejor Actor elevaron su categoría a la de mito, pero la llegada
de las películas habladas aceleró su vuelta a Alemania tres años después,
debido a su pésimo acento inglés, motivo por el que se llegó incluso a eliminar
su diálogo, por ininteligible, en la película de Lewis Milestone Betrayal
(Perfidia) (1929). Lejos de hundirse, su carrera pareció relanzarse de
nuevo en Europa al protagonizar otro clásico indiscutible, esta vez de los años
treinta, y a las órdenes de otro genio: Der
blaue engel (El ángel azul) (1930), de Josef
von Sternberg. Y aunque fuese su debutante compañera Marlene Dietrich la que se llevase la película (y al público),
Jannings supo mantener intacta su reputación artística trabajando al amparo del
Tercer Reich y manifestando su apoyo a las autoridades nazis que lo nombraron
Actor del Estado. En esta etapa se inscribe otro de sus trabajos más
celebrados, galardonado en el Festival de Venecia con la Copa Volpi al Mejor
Actor: el Matthias Clausen de Der
Herrscher (El soberano) (1937), de Veit
Harlan, adaptación de la obra del Premio Nobel de Literatura Gerhart Hauptmann. Tras la derrota de
los nazis en la Segunda Guerra Mundial, Jannings se retiró de la vida pública a
Austria, donde moriría de un cáncer en 1950.
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La última orden. |
Su debut en el cine
americano se produjo bajo la batuta de Victor
Fleming en The Way of All Flesh (El
destino de la carne), estrenada en los cines estadounidenses el 1 de
octubre de 1927. Drama sobre la caída moral y física de un feliz y respetado
padre de familia tras el encuentro con una seductora mujer, en el que Jannings da muestras de su grandilocuencia y su teatral (en el mal sentido) concepción de la interpretación, al menos ante una cámara. Esta historia de perdición y posterior arrepentimiento a la que se presta el
actor se erigirá pronto en una de las normas no establecidas pero sí
preferentes en la Academia a la hora de seleccionar no sólo ya a sus nominados,
sino sobre todo para elegir a los ganadores de la estatuilla dorada. En efecto, tocar la fibra
sensible de los académicos, permitió a la estrella coronarse como el primer
actor en ganar el Oscar; sin embargo, esta distinción también se produjo por su
segunda película en suelo americano, el drama, con tintes históricos, The Last Command (La última orden)
(1928), de Sternberg, donde el cineasta de origen austríaco le brindó la
oportunidad de llevar a cabo uno de sus mejores trabajos ante las cámaras
incorporando a ese ex-militar del Imperio Ruso, primo además del Zar Nicolás II,
que tras la Revolución de 1917 se ve obligado a exiliarse acabando sus días en
Hollywood, donde trabajará como extra. Sternberg fue siempre un estupendo
director de actores, que logró en sus películas con Jannings rebajar
notablemente las ínfulas de divo del actor, dosificando con él esa tendencia
natural de la estrella al exceso. En La
última orden, la mímica de Emil se encuentra convenientemente controlada y
la expresividad tanto de su rostro como de su cuerpo logra transmitir sin
estridencias la desazón, nostalgia y desesperación en la que vive su personaje
al principio de la obra, pero también la vanidad, soberanía y tiranía de la que
hace gala en los abundantes flashbacks
que componen la película. Este autocontrol, precisamente por inaudito en
Jannings, parece surgido más de la mediación de Sternberg que de la
autoexigencia artística del intérprete. Sea como fuere, la actuación de Emil
Jannings en La última orden, sin lograr
desprenderse de cierto arcaísmo (no debemos olvidar que los métodos de expresión
dramática en el silente parecen prehistóricos a ojos actuales), resulta
realmente convincente y, hasta cierto punto, incluso disfrutable, constituyendo
un ejemplo clave de representación en el cine mudo, ciertamente digno de ese
primer Oscar al Mejor Actor que convierte también a Emil Jannings en el primer
intérprete no norteamericano en obtenerlo.
Los olvidados
Ni que decir tiene que en
una competición de este calibre, donde son susceptibles de nominación todas las
películas estrenadas en suelo americano, en este caso, desde el 1 de agosto de
1927 hasta el 1 de agosto del año siguiente, siempre hay grandes olvidados y se
cometen injusticias que ni el paso del tiempo llegan a reparar. Esta primera
edición fue significativa en este aspecto, puesto que fueron muchos los
trabajos olvidados que a día de hoy gozan de gran valor. Uno de los
indiscutibles es el del joven James
Murray en la obra maestra The Crowd
(Y el mundo marcha) (1928) de King
Vidor. Sorprende descubrir que un trabajo dotado de tanto naturalismo y sencillez se lo debamos a un intérprete
novel, puesto que Murray apenas si había acometido alguna que otra labor como
figurante. Un trabajo soberbio, al que perjudicó (de cara a su justo
reconocimiento académico) el frío recibimiento del público de la época, que lo tachó de depresivo. A pesar del éxito crítico de su actuación, Murray apenas protagonizaría más títulos en su carrera, acabando su trayectoria como la empezó, figurando como extra en algunos títulos de los años 30.
Inexplicable es también el
hecho de que el actor protagonista de una de las mejores películas en
competición, un clásico no ya sólo del cine mudo americano, sino también una
obra magna incuestionable, tampoco figurara entre los finalistas en la
categoría. La película de F.W. Murnau Sunrise
(Amanecer) (1927) permitió a George
O’Brien desplegar ante las cámaras un ilimitado número de recursos en un abanico emocional sin parangón. Con los gestos precisos,
O’Brien saca adelante toda la transición emocional sufrida por su atormentado
personaje, exponiendo con inteligencia sentimientos tan dispares como el odio,
el arrepentimiento, la compasión y el amor. Su mirada en la escena de la
iglesia en el acertado primer plano que se le dedica dice más del sufrimiento
interno de su personaje que cualquier rótulo.
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Thomas Meighan y Louis Wolheim. |
Aún siendo una de las finalistas al premio a la Mejor Película, The Racket (La horda) (1928), de Lewis Milestone, film clave del cine gansteril, una auténtica obra maestra hoy día olvidada por el gran público, no logró incluir en la categoría interpretativa a ninguno de sus dos actores protagonistas: Thomas Meighan, estrella absoluta en aquélla época del cine silente, que brindaba aquí una acertada composición de ese policía honesto que lucha contra el crimen traspasando incluso los límites de la legalidad; y Louis Wolheim, que en un tono irónico y cínico realiza un trabajo espléndido en su caracterización de Nick Scarsi, un jefe mafioso que no es más que un mero matón sin escrúpulos.
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Glenn Tryon |
Destacables fueron también ese año los trabajos del joven Glenn
Tryon en Lonesome
(Soledad) (1928), de Paul Fejos, también en un tono naturalista y jovial, absolutamente encantador; el del simpar Lon
Chaney en London After Midnight (La casa del
horror) (1927), de Tod Browning, en un doble papel donde volvía a dar muestras de su espléndida capacidad de transformación en otra terrorífica caracterización que, por desgracia, no podemos disfrutar debido a que la película se encuentra perdida para siempre, y, sobre todo, en el melodrama circense Laugh, Clown, Laugh (Ríe, payaso, ríe) (1928), de Herbert Brenon, donde daba vida a un payaso entristecido por un amor imposible de manera tierna y conmovedora, uno de los pocos papeles de Chaney alejados del genero del horror; el contundente y grandioso gángster de George
Bancroft en Underworld (La
ley del hampa) (1927), de Sternberg; y los románticos y encantadores empeños llevados a cabo por Charles
Farrell tanto en 7th Heaven (El
séptimo cielo) (1927) y en Street Angel
(El ángel de la calle) (1928), ambas dirigidas por Frank Borzage.
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Lon Chaney en Ríe, payaso, ríe |
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Lon Chaney, en La casa del horror |
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George Bancroft |
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Charles Farrell en El séptimo cielo |
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Lionel Barrymore |
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John Gilbert, con la Garbo, en Ana Karenina. |
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John Barrymore |
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Rudolph Schildkraut |
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Charles Rogers |
No olvidemos mencionar también a uno de los reyes indiscutibles de la interpretación norteamericana, Lionel
Barrymore que compuso con asombrosa perfección a un radical predicador misionero, dominante, frío y ultraconservador en Sadie Thompson
(La frágil voluntad) (1928), de Raoul Walsh; o su hermano, otro maestro de la actuación, John Barrymore en La tempestad (The Tempest) (1928), de Sam Taylor, como un oficial ruso enamorado ciegamente de una princesa arrogante; como tampoco pasamos por alto la tierna y sobrecogedora actuación de Rudolph Schildkraut en A Ship comes In (Emigrantes) (1928), de William K. Howard, como un emigrante padre de familia de muy buen corazón y muy mala fortuna. Merece destacarse también la ausencia de una de las más cotizadas estrellas masculinas del cinematógrafo, el galán John Gilbert, que en Love (Ana Karenina) (1927), de Edmund Goulding, realizaba uno de sus empeños más sobrios y eficaces como héroe romántico. Charles Rogers, el protagonista de Wings (Alas) (1927), de William A. Wellman, la película que ganó finalmente el Oscar más importante de todos (Mejor Película), también fue ignorado entre los finalistas y eso que su trabajo, aunque algo esquemático, es estupendo. Y en un año en el que emergía el sonido como una revolución industrial para el cine, también resulta curioso, por lo menos, que no nominasen al protagonista de la primera película sonora de la Historia, Al
Jolson por The Jazz Singer
(El cantor de Jazz) (1927), de Alan Crosland, aunque sólo fuese de un modo testimonial por encabezar el cartel de una película tan definitivamente crucial y es que tampoco el trabajo de Jolson es digno de una nominación de este calibre, pues su trabajo es lineal y hasta estereotipado.
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Al Jolson |
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