jueves, 9 de febrero de 2012

Meryl & Oscar, una historia de amor (I)



Lo había dejado pasar bastante tiempo. Desde que vi las primeras imágenes hace ya varios meses (como aviso de la campaña promocional de cara a los Oscar que estaba por llegar) ya tenía ganas de visionar el trabajo de Meryl Streep en La dama de hierro (The Iron Lady), de Phyllida Lloyd. Sólo la caracterización externa de la actriz ya me llenaba de curiosidad. ¿Cómo era posible que un rostro tan familiar como el de Streep se transformase tanto y se asemejase tanto también a otro, igualmente familiar, como el de Margaret Thatcher? Milagros de Hollywood y de sus expertos profesionales del maquillaje y peluquería. Desde esas primeras imágenes tuve muy claro que la Streep ganaría el Oscar este año o, al menos, se lo iba a poner muy difícil al resto de nominadas, porque de que entraría dentro de las cinco finalistas no me cabía la menor duda. ¡Qué raro pensar en los Oscar al pensar en Meryl Streep! Es inevitable. Primero porque desde que diera sus primeros pasos en esto del cine casi siempre se la ha contado entre las cinco nominadas; segundo, porque en sus casi cuarenta años de carrera profesional se ha convertido en la actriz que más veces ha aspirado a una estatuilla dorada, un total de diecisiete nominaciones, superando con creces a la histórica y grandiosa Katharine Hepburn, quien en 1981 logró su décimosegunda y última nominación. Y tercero, porque haga lo que haga, Streep siempre será susceptible de aspirar a un Oscar. En este sentido, o los académicos de Hollywood carecen de criterio selectivo (hecho puesto de manifiesto en multitud de casos) o Meryl Streep es tan grande que, ¡qué mínimo!, nominarla por lo que sea como premio a su aportación continuada a la industria.

Empezó muy joven. Parece raro, sobre todo a mis compañeros de generación, pensar en Meryl Streep de joven, llevamos años viéndola como una señora mayor, no exactamente anciana. Parece que por ella no han pasado los años y que siempre ha sido así, tal cual la vemos ahora. O como muy joven, como en los noventa. Sin embargo, Meryl Streep empezó a actuar a los 26 años tras graduarse en música, arte dramático y ópera (ahí es nada) por la Universidad de Yale. Un poco de teatro (con nominación al Premio Tony incluida), un debut televisivo en la serie Holocausto (Holocaust) -con Premio Emmy incluido-) y, voilá, salta al cine en 1977 con un papel minúsculo en Julia, de Fred Zinnemann. Tenía 28 años y aquélla chica rubia, no muy guapa, de nariz torcida y rostro angelical, se imponía a otras actrices en los repartos. Tenía algo. Desde muy pronto las cámaras se enamoraron de ella y Hollywood vio en ella algo completamente inusual: dentro de aquél cuerpo que denotaba tanta fragilidad había un espíritu demasiado inquieto como para no explotarlo con todas las consecuencias. Y talento, lo que realmente hizo progresar su carrera a ese ritmo tan acelerado fue el talento. Antes de finalizar los setenta, Streep asumió el papel protagonista femenino en la crucial y estupenda El cazador (The Deer Hunter), de Michael Cimino, una de las primeras cintas americanas en abordar sin tapujos los desastres físicos y psíquicos soportados por los soldados americanos en la absurda Guerra de Vietnam. Se apuntó su primera nominación al Oscar como secundaria, así como a los Globos de Oro y al BAFTA. Tenía sólo 29 años. Es normal que al pensar en Meryl Streep uno, automáticamente, piense en Premios.


La nominación al Oscar le abrió las puertas a papeles más lucidos, sin olvidar un papel pequeño en la obra maestra de Woody Allen, Manhattan (1979), apareció en el drama Escalada al poder (The Seduction of Joe Tynan), de Jerry Schatzberg, y se marcó un duelo actoral con una de las estrellas más en alza del momento, nada menos que Dustin Hoffman, en Kramer contra Kramer, de Robert Benton. Ese 1979 ganó premios de la crítica por toda la geografía norteamericana en calidad de mejor actriz secundaria gracias a las tres y, particularmente, a la última de ellas, que le brindó su primer Oscar y su primer Globo de Oro, así como una nueva nominación a los BAFTA, y todo gracias a un personaje duro y frío, ‘la mala’ en una película excesivamente sentimental acerca de un matrimonio joven que, tras divorciase, luchan por la custodia de su hijo pequeño. Nada más alejado de esa dulzura inherente a su físico. Talento, sin lugar a dudas.


Kramer contra Kramer (o el Oscar obtenido) le puso en bandeja encabezar repartos, convertirse en ‘primera actriz’ y soportar sobre sus delicados hombros el peso de una película entera. Con el Oscar bajo el brazo, Streep entraba en los ochenta por la puerta grande, considerada ya entonces por muchos como una de las mejores actrices americanas del momento, fue la primera opción de muchos directores y se le dio carta blanca para erigirse en la intérprete más envidiada por todas sus compañeras de generación: no hay otra actriz en los ochenta que haya podido disfrutar de tan buenos y lucidos papeles como ella. En 1981 ya se la promocionaba como ‘actriz de enorme talento’ para la película La mujer del teniente francés (The French Lieutenant’s Woman), de Karel Reisz, una muestra de que a pesar de estar de moda, la Streep sabía lo que se hacía e iba a priorizar su crecimiento artístico al económico. Logró el BAFTA y un nuevo Globo de Oro, ya como actriz principal (en película dramática), y se quedó a las puertas del Oscar, por primera vez como actriz protagonista. Viendo la calidad descomunal de su trabajo, además en un doble papel, sorprende que no lo ganara, aunque la vencedora fuese la mismísima Hepburn. 


Pasado el tiempo, de poco importa, puesto que tras un thriller insignificante de nuevo a las órdenes de Robert Benton, Bajo sospecha (Still of the Night), la Streep se granjeó la admiración general al encarnar a Sophie, una joven polaca superviviente de un campo de concentración en La decisión de Sophie (Sophie’s Choice), de Alan J. Pakula (1982). En el aspecto externo, Streep asombró a todos con su marcado acento polaco, así como su maestría en el dominio de idomas, puesto que dio clases de alemán y polaco sólo para dar credibilidad a su personaje. Y lo consigue, claro que lo consigue. La credibilidad nace de adentro, de esa aprehensión de emociones que logra transmitir con una sola mirada. La decisión de Sophie fue la culminación de su escalada al Olimpo de grandes actrices dramáticas, le dio su segundo Oscar, ahora como principal, otro Globo de Oro y multitud de premios de la crítica y una nueva nominación al BAFTA. A partir de aquí, la trayectoria de Meryl Streep será un estable y gradioso paseo por una galería de personajes inabarcable e impensable en la carrera de otra actriz, a cada cual más diferente y mejor resuelto entre sí. Como en toda trayectoria, también en la de Meryl Streep habrá altibajos, pero la norma imperante en su trabajo para la gran pantalla será la del ‘más difícil todavía’, con el motor de la versatilidad como marca de fábrica.


Justo un año después se impregnó de realismo obrero para dar entidad cinematográfica a un personaje real, Karen Silkwood, una trabajadora metalúrgica que murió en extrañas circunstancias mientras investigaba deficiencias en la planta de procesamiento de plutonio en la que trabajaba. La frialdad revestida de robustez en una interpretación soberana que la volvió a meter en la lucha por el Oscar, por el Globo de Oro y por el BAFTA por tercer año consecutivo. Tras Silkwood, de Mike Nichols, la actriz rebajó el tono, pero no la intensidad, para compartir con Robert De Niro un precioso drama romántico en Enamorarse (Falling in Love), de Ulu Grosbard. Con evidentes reminiscencias al clásico Breve encuentro (Brief Encounter), de David Lean (1945), Streep modernizó la esencia de actrices míticas como Deborah Kerr o Ingrid Bergman, registro que desarrollaría también en Plenty, de Fred Schepisi, y encumbraría en la superproducción de 1985 Memorias de África (Out of Africa), de Sydney Pollack, dando vida a la escritora danesa Karen Blixen. Fiel a su pormenorizada preparación previa de personajes, Streep desarrolló el acento de su personaje escuchando las grabaciones reales de la lectura de sus obras realizadas por la propia escritora. Sorprende, pasado el tiempo y valorando el trabajo de la actriz, conocer que Pollack no la quería para el papel por no considerarla suficientemente atractiva y que se hizo definitivamente con él al acudir a una reunión con el director vestida con una blusa escotada y con un sujetador que realzaba sus encantos. Demostración del carácter marcadamente perseverante de una actriz única, empeñada en seguir demostrando (a los otros y a sí misma) aquello de lo que es capaz, a cualquier precio. Hoy día, Memorias de África se alza como uno de los trabajos más famosos de la actriz y resulta impensable imaginar la película sin ella. Tras un año de descanso, volvió a la terna por el Oscar, el Globo de Oro y el BAFTA a la mejor actriz, un reconocimiento mínimo para un empeño soberbio.


Instaurada ya como toda una eminencia en lo que a actrices dramáticas se refiere, Streep probó suerte en la comedia, sin embargo, Se acabó el pastel (Heartburn), de nuevo con Nichols no resultó ser el vehículo idóneo para su imposición cómica, así que replegó velas y compartió frío, hambre y miseria al lado de su compañero en la cinta anterior, Jack Nicholson, dando vida a dos vagabundos enfermos en la soledad y la desesperanza de la noche. Tallo de hierro (Ironweed), de Hector Babenco, se queda a mitad de sus posibilidades, se acoge demasiado a la política narrativa imperante en el Hollywood de los ochenta; pero, no obstante, nos proporciona un duelo actoral de altura, donde ante la tendencia al exceso, asombrosamente reprimida, de Nicholson se impone la naturalidad y precisión de Streep, que resuelve con maestría el difícil cometido de interpretar a un personaje que se pasa toda la película en estado de embriaguez sin resultar chirriante ni cargante, gracias a un evidente dominio de la técnica, tan depurada que espanta. Asombrosamente, sólo la Academia de Hollywood valoró su esfuerzo y la nominó por séptima vez a los Oscar. 


No ocurrió lo mismo con su siguiente protagonismo, Un grito en la oscuridad (A Cry in the Dark), de Schepisi. De nuevo, un personaje real, la madre australiana Lindy Chamberlain, que fue encarcelada tras ser acusada casi sin pruebas de haber asesinado a su bebé mientras pasaba la noche en un camping donde, según su versión, su hija fue víctima de un ataque animal. El Festival de Cannes le dio su primer premio en uno de los grandes festivales de cine europeos, los Globos de Oro y los Oscar volvieron a verla entre las nominadas y el Australian Film Institute (la Academia de Cine Australiana) la coronó como la mejor actriz. De nuevo, intensidad dramática. Parecía que su capacidad para sufrir y hacer sufrir no tenía parangón, así que decidió acabar la década dándonos un respiro y se dejó hacer perrerías de todo tipo en la comedia Vida y amores de una diablesa (She-Devil), de Susan Seidelman, un entretenimiento intrascendente que le proporcionó su primera nominación al Globo de Oro como actriz de comedia sin hacer nada destacable en la piel de esa millonaria robamaridos víctima de la venganza de la gorda y fea esposa de uno de ellos. Una decisión que marcaría un nuevo rumbo en su trayectoria con la llegada de la nueva década, los noventa,  sin tambalear ni un ápice el prestigio y la consideración obtenidos de gran actriz.


Imprescindible en:

El cazador (The Deer Hunter), de Michael Cimino (1978).
Manhattan, de Woody Allen (1979).
Kramer contra Kramer (Kramer versus Kramer), de Robert Benton (1979).
La mujer del teniente francés (The French Lieutenant’s Woman), de Karel Reisz (1981).
La decisión de Sophie (Sophie’s Choice), de Alan J. Pakula (1982).
Silkwood, de Mike Nichols (1983).
Enamorarse (Falling in Love), de Ulu Grosbard (1984).
Memorias de África (Out of Africa), de Sydney Pollack (1985).
Tallo de hierro (Ironweed), de Hector Babenco (1987).
Un grito en la oscuridad (A Cry in the Dark), de Fred Schepisi (1988).


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