Perdido en un mar de protagonistas sin sustancia en productos infames que no le merecían, el cambio de siglo amenazaba con recluir indefinidamente a una de las principales estrellas cinematográficas de principios de los noventa en agradecidos roles de carácter a través de los cuales pudiera seguir aflorando el enorme talento demostrado por Jorge Sanz en los grandes trabajos cinematográficos que le convirtieron en el actor joven más importante del cine español. Parecía que su momento ya había pasado, que a partir de ahora sus mayores triunfos como actor los conocería sobre las tablas, medio al que acudió para poder seguir incorporando el tipo de personajes para los que ya no se le tenía en cuenta en las agendas de los productores cinematográficos.
En esas llegó Pedro Olea con un cometido realmente jugoso, el de un dibujante violento y posesivo con graves problemas con las drogas al que el abandono de su mujer conducirá casi hasta las puertas de la muerte, en ese elegante y conseguido drama a cuatro bandas que fue Tiempo de tormenta (2003). Sin la responsabilidad y la presión que conlleva ser el único protagonista del filme, Sanz se echa encima el personaje más complejo y, por ello, más rico de toda la función, y con una enorme sensibilidad, tan grande que se hace insoportable por humano según el momento, el intérprete calló de un manotazo a todos sus detractores, consiguiendo estar sencillamente formidable en toda su intervención.
Aparentemente desalmado y laxo durante toda la primera parte del filme, el intérprete encarna los desfases de su personaje con pasmosa verosimilitud, llegando a extremos de realidad tales que contemplarle, por ejemplo, en esa escena en la que conversa telefónicamente con su madre absolutamente enajenado, supone un duro trago para cualquier paladar. La crudeza descarnada de su actuación va cediendo poco a poco ante una reposada sencillez y frescura, que son las que dominan su trabajo en la segunda parte, cuando su rol ya ha pasado por la clínica de desintoxicación y parece curado. Pero aún nos queda más, pues pronto vuelve la tormenta a nublar esa poderosa mirada y se apodera del intérprete una súbita contención, una pavorosa sobriedad, que impregnan cada una de sus frases, incluso en esa hermosa y desoladora secuencia compartida con María Barranco bajo la tempestad.
Cuando ya se pensaba que Jorge Sanz estaba acabado, cinematográficamente hablando, llegó esta Tiempo de tormenta para estamparnos en la cara una enorme composición, de apabullante madurez, digna de un intérprete con mucho oficio a sus espaldas y también de un indiscutible talento, pulido con tesón y esfuerzo. Lástima que, a pesar de las buenas críticas recibidas tras su estreno, a la otrora estrella no le lloviesen más trabajos como éste, y hayamos tenido que asistir a la triste y prematura decadencia fílmica de una de las grandes figuras de nuestro cine en los noventa.
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