lunes, 1 de abril de 2013

El gran Fernando Fernán Gómez, histórico primer Goya al mejor actor


Regresamos momentáneamente al año 1986, concretamente a aquella primera edición de los Premios Goya. Le toca el turno ahora a los intérpretes protagonistas, una categoría (la de mejor actor principal) que conjugó a la perfección la juventud y la frescura de un actor adolescente y la veteranía y naturalidad de uno de los astros indiscutibles de la cinematografía patria, a los que acompañó un trabajo interpretativo técnicamente irreprochable cuya presencia entre los finalistas hacía cumplir a rajatabla la norma (no establecida) de que dar vida en la pantalla a un personaje histórico y relevante sería garantía nominación al Goya.


El papel que Fernando Trueba le confío del adolescente protagonista que va perdiendo la inocencia en la posguerra de El año de las luces, no sólo supuso para Jorge Sanz un premio al mejor actor en el Festival de Nîmes, sino que le reportó con apenas 17 años su primera nominación al Goya en calidad de protagonista. El mejor actor infantil surgido en el cine español en los 80 tenía a sus espaldas trece películas que le habían consolidado y no es extraño que el intérprete demostrase en su primer encuentro con Trueba una desenvoltura dramática impensable en un joven de su edad. Daba vida a Manolo, un adolescente de 15 años que es enviado junto con su hermano pequeño a un preventorio durante la posguerra española y cuya existencia parece basarse únicamente en el descubrimiento sexual por el que comienza a sentir una irrefrenable curiosidad. De este modo, Sanz fundamenta su actuación en la constante e impaciente búsqueda curiosa del sexo, permaneciendo durante todo el metraje en un extenuante estado de alerta por exigencias del guión, ante lo que el joven intérprete respondía con la naturalidad que garantizan los años pasados ante las cámaras y con la convicción y la dosis de 'verdad' que aporta el dar forma en la ficción a emociones y estados de ánimo que todos hemos vivido alguna vez en la vida. Más inteligente que otros niños prodigio, Sanz había conseguido dar el difícil salto de niño a adolescente en pantalla con evidente fortuna, no sólo gracias a papeles cómo éste, sino, sobre todo, a la sabia utilización de una mirada enormemente expresiva, con la que el actor juega para delatar los pensamientos internos que envuelven a su personaje y el sufrimiento que le acarrea la imposibilidad de hacer realidad sus deseos, estableciendo muy pronto una pragmática complicidad con el espectador. Con una mirada semejante, un arma que sobre todo en el cine adquiere una importancia capital debido a las marcaciones técnicas que coartan el acto creador del actor, carecen de importancia ciertos defectos de vocalización y que no empañan el talento de un joven actor al que ya se le aventuraba un exitoso futuro.


Sin ser todavía considerado el gran maestro que hoy es, Juan Diego figuró ese año entre los candidatos a la mejor actuación protagonista (hecho curioso, pues su personaje no supera los cuarenta minutos del total de duración de la cinta) por el inteligente y mimético retrato, aunque carente de vísceras, del general Franco que ofreció en Dragón rapide, de Jaime Camino. Pero es que interpretar al mismísimo Franco no es moco de pavo. Un trabajo como ese siempre es garantía de premios y el actor se entregó a fondo para dar la imagen del general en todos sus aspectos. La composición de Juan Diego es inteligente, como hemos dicho, y está profundamente estudiada hasta en el más insignificante de sus detalles: la postura corporal, la rigidez de su actitud, la voz tan característica, esa mirada inquisidora... Externamente, el futuro dictador que observamos en la pantalla resulta del todo reconocible, pero al personaje le acaba pasando lo que a la película: el vacío se adueña del aspecto interno. Tan preocupado está el actor de la mímesis que acaba olvidando el bagaje interior que lleva consigo todo personaje, logrando una caracterización ejemplar del dictador, sí, pero elevando a categoría de mito lo que pedía a gritos una humanización absolutamente radical. Estamos de acuerdo en que Dragón rapide no es un film biográfico, pero tampoco debería haberse quedado en una ilustración tópica de unos hechos y un personaje que merecían, a todas luces, un tratamiento más cercano, no para engrandecerlos, sino para intentar esclarecer todas las aristas de tales hechos y personaje tan importantes y a la vez tan sugestivos y estremecedores.


No admite discusión alguna entonces que la primera edición de los Premios Goya condecorase con todos los honores como la gran triunfadora del año la enorme categoría interpretativa y artística de Fernando Fernán Gómez. Se entiende que acaparara todos los Goya a los que estaba designado en esta primera edición por El viaje a ninguna parte, su mejor película en muchos años, como los relativos al mejor director y al mejor guión. Lo que resulta más discutible es el Goya al mejor actor concedido por su creación protagonista en Mambrú se fue a la guerra, por la que además había sido galardonado en los festivales de Figueira da Foz y Cartagena de Indias. Y es que su trabajo, sin ser desdeñable en absoluto pues la sabiduría del genio así lo impide, adolece de cierta despreocupación emocional. En el retrato de ese Emiliano atónito vuelto a la vida en un mundo que no comprende y rechaza hay demasiada rabia embrutecida, excesiva ligereza expositiva y poca manifestación emocional de base que sustente la odisea del protagonista. Así, el trabajo de Fernán Gómez en Mambrú resulta ser una interpretación vistosa, sí, y contundente en su aparato formal, pero carente de la “vida” necesaria como para alejar la mirada del espectador del reloj de su muñeca, alzándose así en un vehículo en cierto modo aparatoso para premiar en su justa medida el talento y la grandeza de semejante intérprete en aquella primera edición goyesca.

Los Olvidados.


A este fin hubiera respondido mucho mejor el trabajo desempeñado por Fernán Gómez a las órdenes de Manuel Gutiérrez Aragón en la mágica La mitad del cielo, otra de las grandes cintas estrenadas aquél 1986. Supeditado al protagonismo de Ángela Molina, Fernán Gómez se marca una de sus míticas actuaciones desde que entra en escena, borracho, hasta el final, marcada por un tierno romanticismo digno del mejor y más apuesto galán. Sobrio, parco en gestos y siempre muy sereno, el trabajo de Fernán Gómez en La mitad del cielo hubiera sido un digno vencedor de ese Goya al mejor actor.


Sin embargo, cuando echamos la vista atrás y evaluamos aquel 1986, rápidamente nos surge el nombre de José Sacristán como el gran ignorado por la Academia a la hora de componer la lista de nominados al mejor actor principal. Y es que volvió a dar muestras irrefutables de su buen saber hacer de nuevo a las órdenes de Fernán Gómez, que le escogió para dar vida al protagonista de El viaje a ninguna parte, obra capital de su autor y de la década, ganadora de 3 Premios Goya. Una auténtica conmoción el que no figurara entre los candidatos últimos a ese primer Goya si atendemos al extraordinario empaque emotivo que circula por toda su actuación, llena de cariño y verdad hacia ese Carlos Galván, cómico de la legua que sueña con triunfar en el cine y en el teatro de la capital. Un pobre diablo, muerto de hambre, ávido de ilusiones y amor a una profesión que lleva en los genes, romántico y mentiroso. Tanto en su parte joven como ya de mayor, cuando rememora sus inicios frente a su psiquiatra, Sacristán aporta un hondo calor a su personaje, lo que se convierte en un motor esencial para seguir sin pestañear toda la peripecia triste de este claro homenaje a una profesión sacrificada como ninguna otra. El punto álgido se encuentra en el monólogo que protagoniza frente a los pueblerinos ante la llegada de los cineastas, de texto arrebatador y que Sacristán convierte en conmovedor por la manera en que lo lanza a modo de petición irrefutable de derechos humanos. Definitivamente, clama al cielo que un trabajo de tal envergadura quedara fuera de aquella primera lucha por el Goya.


Casi en los mismos términos podríamos hablar del caso de Alfredo Landa y su maravilloso protagonismo en Tata mía, de José Luis Borau, que le hizo ganador del premio al mejor actor de reparto en el Festival de Cine de Cartagena de Indias. Con esta película, la estrella más importante de nuestro cine en las últimas décadas se erigió en otro gran olvidado sin discusión. Su Teo podía resultar, sobre el papel, un personaje antipático y desagradable, pues se caracteriza por un acusado complejo de Peter Pan y por una afición un tanto obsesiva por las enfermeras con uniforme. Pero un personaje así, con el rostro de Alfredo Landa, no puede caer mal a nadie y menos aún, cuando el actor lo afronta con una ironía muy acusada y una falta de prejuicios admirable. Su creación para Borau se convierte así en un trabajo antológico, de una inteligencia abrumadora y de una complaciente sensibilidad. Teo se transforma gracias a Alfredo en un personaje tierno, casi infantil de puro inocente. La química establecida entre el actor y sus dos oponentes femeninas está patente en cada plano y contribuye a esa sensación de deseable realidad que inunda todo el film. En suma, su protagonismo en Tata mía constituye uno de los mejores trabajos de Landa ante las cámaras, merecedor de mayores glorias de las que recibió.


En menor medida, también destaca el trabajo llevado a cabo por Imanol Arias en Tiempo de silencio, donde brinda una muestra indudable de la categoría dramática que iba adquiriendo en aquel entonces gracias a su primer protagonismo a las órdenes del director que más y mejor supo extraerle ante una cámara, Vicente Aranda. Para él, Imanol Arias dio vida a ese joven médico e investigador, algo bohemio, al que acusan injustamente de un asesinato en la estupenda adaptación al cine de la novela de Luis Martín Santos y logra un trabajo decididamente bueno, echando mano de ese estilo lánguido suyo, como de señorito de provincias, para sobre él edificar la amargura, confusión y, en última instancia, el miedo que van invadiendo a su personaje a lo largo y ancho del metraje. Olvidado al Goya, había ganado aún así el premio del Festival de Varna.


A Francisco Rabal no sólo le olvidaron en la categoría secundaria, sino que su trabajo casi protagónico en El hermano bastardo de Dios, debut en la dirección de su hijo Benito Rabal, bien podría haberle proporcionado su primera nominación al Goya. Ese abuelo severo y austero del niño protagonista que a la mínima le suelta una hostia para reprenderlo es también un personaje cercano y fácilmente reconocible en su tierna humanidad gracias al trabajo realizado por el gran Rabal y, aunque sale menos de lo que nos gustaría, bien es cierto que cuando lo hace la historia, la película y hasta sus compañeros de reparto se vienen arriba en un tirón de calidad que dota a la ópera prima de su hijo de una consideración más alta de la que, tal vez sin su presencia, no tendría.


Por último, nos gustaría destacar también la actuación que Eusebio Poncela llevó a cabo en la simbolista adaptación del clásico de Goethe, Werther, de Pilar Miró, donde la imagen ambigua del intérprete casaba a la perfección con el halo romántico y melancólico del protagonista, dotando a su interpretación de ciertos matices que convierten este trabajo de Poncela en lo mejor de una función que no puede (o no quiere) evitar hacer caer en el tedio al respetable a mitad del metraje. Su directora, asombrosamente, aspiró a un Goya inmerecido y Poncela se quedó fuera cuando aporta hondura y sensibilidad a una película que peca, primordialmente, de excesivo apego a una intelectualidad abstracta y fría.

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