jueves, 26 de septiembre de 2013

La brujería de Carmen Maura, gloria nacional aparte de Premio Donostia.


Si hay un nombre de un intérprete español que merezca ser declarado la estrella de esta semana es, lejos de toda duda, el de Carman Maura. Primero porque mañana justo llega a las salas su reencuentro con uno de los directores que mejor y más estupendo partido ha sabido sacarle a su corpus interpretativo, Álex de la Iglesia, a cuyo particular universo ha vuelto para protagonizar Las brujas de Zugarramurdi, muy probablemente uno de los títulos clave del año. Y segundo, porque esta misma semana la actriz ha pasado a la historia de nuestro cine por ser la primera mujer española homenajeada por todo lo alto en el prestigioso Festival de San Sebastián, obteniendo uno de los importantísimos Premios Donostia con los que el certamen lleva premiando la labor profesional de intérpretes consagrados, auténticos mitos vivos del cine, consideración de la que ya debería gozar esta auténtica diva de nuestro cine. Por consiguiente, no nos faltan razones para dedicar una retrospectiva a fondo a la trayectoria de esta verdadera gloria nacional.

Tigres de papel (1977).

Estudiante de Filosofía al principio, la bisnieta del político Antonio Maura y Montaner, perteneciente a una familia acomodada y casada en 1966 con el abogado Francisco Forteza Pujol, con el que tuvo dos hijos, se inició pronto en el Teatro Español Universitario como aficionada hasta que el crítico teatral Alfredo Marquerie le aconsejó dedicarse a la interpretación dada su valía. Es así como Carmen Maura decide, sin contar con el apoyo familiar, pasar una buena temporada de formación en café-teatros, numerosos cortometrajes de corte independiente y pequeños papeles en televisión, así como alguna que otra gira teatral con compañías de teatro independientes y de escasa resonancia. Debuta en el cine con un pequeño papel en 1969 a las órdenes de Carlos Serrano en la comedia Las gatas tienen frío. Siguió participando en numerosos filmes de todo tipo, siempre en breves intervenciones, durante la primera parte de los setenta, al mismo tiempo que seguía con su aparición en algunos espacios dramáticos de televisión. Inesperadamente se convertiría en todo un referente para la nueva generación de jóvenes de la Transición al protagonizar las comedias de Fernando Colomo Tigres de papel (1977) y ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? (1978), en las que representó con gracia y buen hacer el papel de chica 'progre' que se siente completamente atraída por los nuevos valores nacidos con el cambio político del país, a pesar de la educación clásica que la domina. El éxito de ambas cintas la catapultaron a la primera fila del raquítico "star-system" nacional, propiciándole la primera de ellas un premio a la mejor actriz en el Festival de Cine de La Coruña. Pero Maura no se dejó llevar por la buena suerte y siguió apostando por conservar su integridad, participando en otros tantos cortometrajes y también en alguna que otra disparatada opera prima, como fue el caso de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), de Pedro Almodóvar.

Con Verónica Forqué en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984).

A partir de entonces compaginó su labor para interesantes cineastas del cine español con una estrecha colaboración con el director manchego, que la tomó como su actriz fetiche. Así, alternó trabajos más o menos lucidos en filmes importantes como Gary Cooper, que estás en los cielos (1980), de Pilar Miró, Extramuros (1985), de Miguel Picazo, o Sé infiel y no mires con quién (1985), de Fernando Trueba, con los surrealistas y personales delirios de Almodóvar, que extrajo de ella desconocidos registros en Entre tinieblas (1983) y, sobre todo, ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984), que aparte de un Fotogramas de Plata a la mejor actriz, la ratificó como una de las estrellas de mayor aceptación crítica y popular de la década, gracias a la inmediata conexión que establecía con el público por la cercanía y la llaneza de su técnica interpretativa. Que el mismo Almodóvar la desperdiciase con un corto, aunque simpático, papel en Matador (1986) importa poco pues ese mismo año llegaba a las pantallas el trabajo con el que la Maura logró depurar formidablemente su alcance dramático en la espléndida Tata mía (1986), de José Luis Borau. Y es que figurar en el mismo reparto que Imperio Argentina y no achantarse ni quedar reducido a escombro es todo un logro y sólo por eso esta mujer debía haber figurado como una de las nominadas al Goya en su edición inaugural. Una ejemplar actuación, aunque no tan buena como la ofrecida por la actriz en su siguiente trabajo a las órdenes del director manchego.

 Con Antonio Banderas en La ley del deseo (1987).

Almodóvar le puso en bandeja el protagonismo “femenino” de su película más masculina, una transexual con ferviente instinto maternal y un extremo odio hacia los hombres en La ley del deseo (1987), actuación que se erigió pronto en toda una lección de interpretación de primera clase. Premiada en el Festival de Cine de Bogotá, por la revista de cine italiana "Ciak" y con otro Fotogramas de Plata a la mejor actriz de cine, pero inexcusablemente ignorada otra vez por la Academia a la hora de componer la lista de nominadas en su segunda edición de los Premios Goya, Carmen Maura regaló para la historia del cine español una soberbia interpretación que se cuenta ya entre las mejores de la década. Un error que la Academia decidió subsanar a lo grande en la tercera edición, año en el que fue miembro de un trío protagonista irrepetible en Baton Rouge (1988), un thriller complejo de Rafael Moleón premiado con cinco nominaciones a los Goya y en el que la actriz brillaba en la piel de esa apasionada y en apariencia ingenua mujer de clase alta dominada por pesadillas violentas y seducida hasta la perdición por un joven treta. A pesar de lo conseguido de su reinterpretación del tipo femme fatale en este recomendable ejercicio de cine negro, con no pocas influencias de Les diaboliques (Las diabólicas) (1955), de Henri-Georges Clouzot, resulta comprensible que la Academia ignorase su trabajo en beneficio del desempeñado en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) y es que su anunciada última colaboración con Pedro Almodóvar supuso un deslumbrante recital al que era imposible dar la espalda. Esta magistral creación se erigió pronto en el buque insignia de una trayectoria interpretativa ya de enorme nivel. Dan fe de ello los incontables premios que la actriz llegó a acumular ese año, entre ellos un Premio Nacional de Cinematografía otorgado por el Ministerio de Cultura, el correspondiente a la mejor actriz en los recién instaurados Premios del Cine Europeo (otorgados por la Academia Europea de Cine) o el Fotogramas de Plata, a los que hay que sumar el merecidísimo Goya que la confirmaba como una de las más grandes actrices que había parido este país. 

Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988).

Por el contrario, cansada de soportar la enorme presión a la que la solía someter Pedro Almodóvar durante los rodajes, la Maura dio por concluida su relación profesional con el director después del feliz alumbramiento de Mujeres al borde de un ataque de nervios, la película que, paradójicamente, les llevó a los dos a lo más alto en la esfera cinematográfica mundial, incluyendo la consabida nominación al Oscar en la categoría de película extranjera. Tras el éxito, la estrella pasó todo un año sin dar señales de vida. ¿Había vida después de Almodóvar? La actriz no tardó mucho en acallar los rumores que señalaban un posible declive artístico lejos de la protectora sombra almodovariana y, tras un breve paréntesis, se puso a las órdenes de nada menos que Carlos Saura, probablemente el cineasta español más reconocido internacionalmente después del maestro Luis Buñuel. Para él encarnó, literalmente, a Carmela, la artista ambulante dedicada a entretener durante el conflicto civil al bando republicano junto a su marido Paulino y al muchacho sordomudo que tienen acogido hasta que, en su regreso a Valencia, se pierden en la niebla yendo a parar al territorio nacional, donde serán detenidos. Consciente tal vez de que de esta extraordinaria oportunidad iba a depender el resto de su carrera, la Maura se empleó a fondo alcanzando en su interpretación cotas de maravillosa y soberana perfección que elevan el nivel de ¡Ay, Carmela! (1990) al de casi una obra maestra. Una vez más, puso a sus pies a toda la industria cinematográfica europea, que le concedió un nuevo Premio del Cine Europeo a la mejor actriz. La española no iba a ser menos y, a pesar de la portentosa labor llevada a cabo por Victoria Abril en ¡Átame!, la coronó como la mejor interpretación femenina protagonista de 1990 otorgándole su segundo Goya. Dos importantísimos premios (a los que habría que sumar un nuevo Fotogramas de Plata a la mejor actriz de cine y el Premio del CEC a la mejor actriz) que le cubrían las espaldas a la hora de afrontar la nueva década en solitario, sin la seguridad que debía dar el disponer de una batuta tan firme y rentable como la ofrecida por Almodóvar en los ochenta. 

Con Andrés Pajares en ¡Ay, Carmela! (1990).

Desde el tremendo éxito de ¡Ay, Carmela!, Carmen Maura continuó recogiendo premios y menciones a lo largo de toda la década de los noventa. Tras ser dirigida por Ana Belén en su debut tras las cámaras llamado Cómo ser mujer y no morir en el intento (1991), estuvo en el drama de Félix Rotaeta Chatarra (1991) y en la comedia La reina anónima (1992), de Gonzalo Suárez, antes de hacer las maletas y probar suerte en el cine francés, donde debutó en 1992 protagonizando Sur la terre comme au ciel (Entre el cielo y la tierra), aburrida cinta de Marion Hänsel, por la que la actriz quedó finalista a los Fotogramas de Plata como mejor actriz de cine. Un año después obtuvo una nueva candidatura al Goya como mejor actriz por Sombras en la batalla (1993), de Mario Camus, y volvió a ser reclamada por Francia para la ambiciosa producción Louis, enfant roi (Luis XIV, niño rey), de Roger Planchon. Al principio muy tímidamente, la actriz se fue asentando poco a poco en el cine galo hasta que a finales de los noventa, prácticamente, desarrolló su actividad artística allí, aunque los resultados no fueran especialmente llamativos: Le bonheur est dans le pré (La alegría está en el campo) (1995), de Étienne Chatiliez, agradable y simpática comedia que quedaba muy por debajo de las posibilidades de la estrella; Elles (Ellas) (1997), de Luis Galvão Telles, coproducción con Portugal, una insulsa comedia con mensaje feminista de fondo; Alice et Martin (Alice y Martin) (1998), a las órdenes del prestigioso André Téchiné, en este drama en el que secundaba a una portentosa Juliette Binoche; o Le harem de Madame Osmane (El harén de Madame Osmane) (2000), de Nadir Moknèche, un nuevo drama maternofilial ambientado en Argel.

Con Sergi López en Lisboa (1999).

En nuestro país, por el contrario, siguió sumando a su currículum trabajos para algunos de los más reputados o interesantes cineastas del momento. Retomó su rol de Cómo ser mujer y no morir en el intento para la secuela que dirigió Enrique Urbizu, Cómo ser infeliz y disfrutarlo (1994), con una Maura pletórica; se apuntó a la moda de la comedia "a la catalana" formando un divertido trío junto a Rosá María Sardá y Juanjo Puigcorbé en Pareja de tres (1995), de Antoni Verdaguer; y se bañó de prestigio al ser reclutada por Jaime de Armiñán  para su adaptación de la novela de Eduardo Mendicutti El palomo cojo (1995) y por Manuel Gutiérrez Aragón, que la volvió a unir a Alfredo Landa para poner en pie El rey del río, sereno y emotivo drama familiar. A partir de aquí, se mantuvo alejada de nuestra industria durante tres largos años, anteponiendo ya de una forma bastante explícita su trayectoria en el extranjero. Sólo regresó puntualmente en 1999 para protagonizar el excelente thriller de carretera Lisboa, de Antonio Hernández, por el que la Academia le brindó su cuarta nominación al Goya a la mejor actriz, de nuevo gracias a un trabajo impecable y soberbio, como ya debía ser norma en alguien de su categoría.

La comunidad (2000).

Con el cambio de siglo se produce su primer y feliz encuentro con el irreverente Álex de la Iglesia, quien la escogió para protagonizar su divertida y genial La comunidad (2000), obligándola a adoptar un tono cómico cercano al cómic que la elevó a los altares de todos los cinéfilos. La Maura se comía enterita toda la película y, como recompensa, ganó la Concha de Plata a la mejor actriz en el Festival de San Sebastián. Un galardón que llevaba consigo la posterior consecución el respectivo Goya, que en su caso se convertía en el tercer cabezón a la mejor actriz protagonista, todo un récord. Tremendo éxito antecedió a un inesperado pero agradecido aumento de su actividad para nuestro cine, quizás porque también comenzó a mostrarse menos selectiva que antaño, encabezando los repartos de algunos títulos concebidos únicamente como vehículo de sus incuestionables dotes de actriz. Siguió con notable fortuna adscrita a la comedia, si bien la practicó de modo alocado en Carretera y manta (2000), de Alfonso Arandía, con tintes sociales en El palo (2001), de Eva Lesmes, en un trabajo secundario de irrepetible comicidad; sentimental en Clara y Elena (2001), de Manuel Iborra, manteniendo un formidable duelo interpretativo junto a Verónica Forqué; y referencial en su nuevo encuentro con Álex de la Iglesia, 800 balas (2002). Seguiría un simbólico y encomiable paréntesis dramático con La promesa (2004), de Héctor Carré, donde la actriz volvía a dejar constancia de su estupenda buena forma, para continuar con el género cómico en la fallida Entre vivir y soñar (2005), de Alfonso Albacete y David Menkes, y la coral Reinas (2005), de Manuel Gómez Pereira.

Volver (2006).

Esta alta tasa de ocupación en nuestro cine no menguó su labor más allá de nuestras fronteras, sino que se reforzó con títulos como la argentina El sueño de Valentín (2002), de Alejandro Agresti, o las francesas Le ventre de Juliette (El vientre de Juliette) (2003), de Martin Provost, y la comedia 25 degrés en hiver (25 grados en invierno) (2004), de Stéphane Vuillet. Sin olvidar un papel secundario en la israelita Free Zone (Zona libre) (2005), de Amos Gitai, impactante y reflexiva película sobre el conflicto israelí protagonizada por la estadounidense Natalie Portman. Justo un año después se produjo el gran milagro: su vuelta al cine de Almodóvar, algo que parecía improbable dada la fría y distanciada relación que habían mantenido el director y la actriz tras rodar juntos Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988). El resultado de tan anhelado reencuentro no puede brillar a mayor altura, tanto que Maura ganó, junto a sus compañeras de reparto, el premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes. Ausente de las candidaturas al Goya desde que consiguiese su tercer cabezón en el 2000 por La comunidad, su vuelta a casa (que es como podría considerarse su reencuentro con el director manchego, el que la consagró definitivamente allá por los ochenta como una actriz de amplio registro) fue muy bien acogida por la Academia, que le regaló su cuarto Goya, por primera vez como secundaria, de un total de seis nominaciones, igualando en premios a Verónica Forqué, la actriz más premiada hasta ese momento. En Volver (2006), Maura da vida a Irene, la madre de Raimunda y Sole, cuyo fantasma se les presenta a sus hijas para ajustar las cuentas con el pasado. Exenta del glamour y la elegancia que siempre le han acompañado, Carmen se pone las medias por debajo de la rodilla, la bata del pueblo y las zapatillas para alejarse del prototipo de mujer fría, autosuficiente y de alta consideración que siempre le ha acompañado; para ser las raíces del pueblo, la manchega matrona llena de amor y consideración no sólo hacia sus hijas, sino también hacia su vecina Agustina. Sólo Almodóvar podía atreverse a tal cosa. Y la Maura se deja manejar a placer, consciente de tener entre sus manos el mejor papel de cuantos ha incorporado en los últimos años.

Las chicas de la sexta planta (2010).

A partir de aquí, la trayectoria de Carmen Maura pierde fuelle, muy al contrario de lo que todos esperábamos. Al menos, en lo que respecta a nuestra cinematografía, dónde sólo logró atrapar un buen papel en el interesante thriller El menor de los males (2007), de nuevo a las órdenes de Antonio Hernández. Sin embargo, su imagen adquiere más prestigio si cabe en el extranjero, primero por su elección para formar parte del elenco artístico de la exuberante vuelta por todo lo alto de Francis Ford Coppola a la dirección con Tetro (2009) y segundo por la consecución de su primer César, el galardón más importante del cine francés, en calidad de mejor actriz secundaria por Les femmes du 6ème étage (Las chicas de la sexta planta) (2010), de Philippe Le Guay, premio al que sólo había optado anteriormente en una ocasión por La alegría está en el campo (1995). Desde entonces, su labor para el cine francés ha seguido a buen ritmo, protagonizando la comedia Let My People Go! (¡Deja ir a mi pueblo!) (2011), de Mikael Buch, o el thriller Escalade (2011), de Charlotte Silvera, sobre una profesora raptada en su domicilio por cuatro alumnos. En España, apenas se ha dejado tentar para la pequeña pantalla, protagonizando series como Las chicas de oro (2010) o Estamos okupa2 (2012) que en modo alguno la merecen y que, hasta cierto punto, han vendido a la baja el talento y la consideración artística de una de las mejores actrices que ha visto nuestro cine. Algo que parece va a subsanar definitivamente la llegada a los cines de la esperada Las brujas de Zugarramurdi, por la que la actriz suena irremediablemente como favorita en las quinielas a los próximos Premios Goya.

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