martes, 12 de noviembre de 2013

Mirarse al espejo duele: "Stockholm".


Nadie hubiera dicho hace unos años que de un título tan blando como 8 citas (2008), dirigido por Peris Romano y Rodrigo Sorogoyen, iba a emerger uno de los directores más interesantes del actual panorama cinematográfico español, sobre todo porque Sorogoyen ha firmado en Stockholm, su ópera prima en solitario, una de las que se han de considerar ya como una de las mejores películas paridas por nuestro cine, en un año que está siendo especialmente diestro en eso tan primario y difícil de conseguir que es efectuar hondos y audaces estudios de la condición humana. Desde La herida hasta Caníbal, pasando por Todos queremos lo mejor para ella, Todas las mujeres o Ayer no termina nunca, nuestro cine nos ha venido ofreciendo acerados, dolorosos y elementales retratos (unos más, otros menos) de nuestro ser más pasional, instintivo e irracional, lo que viene siendo nuestra naturaleza, eso sí, siempre coartada o camuflada por convenciones sociales de toda índole. Stockholm se suma a la corriente, será porque en tiempos convulsos como los presentes que vivimos, resulta necesario detenerse a cuestionarse qué problemas son los que dependen, más o menos, de nosotros para ser atajados.


Llevan razón los que aseveran que Stockholm podría ser dos películas en una, porque es una forma lícita de apreciar que la cinta de Sorogoyen se comporta a lo largo de toda su primera parte de un modo distinto a como acaba resultando ser. Primero bajo los designios de un cine levemente romántico, con referencia ineludible a la trilogía de Richard Linklater, a la que nos remite la sola mención de su premisa argumental. Pero hay algo que subyace bajo la superficie en todo momento, una especie de punzada latente que aguarda el momento clave para despertar del coma narrativo al que se ve sometida, mientras las imágenes de Stockholm nos obsequian con un flirteo nocturno e insistente de un chico a una desconocida, primeramente reacia, en un largo deambular por las calles de un Madrid altamente inspirador. La fluidez y brillantez de los diálogos colman de energía a unos planos secuencia sobrios y elegantes, donde la cámara no se limita a servir de mero receptor de lo que se dicen entre sí los personajes, sino que demuestra pronto una personalidad autónoma y desconcertante, que va en contra de nuestros anhelos edulcorados, tomando una postura parecida a la de un viejo amigo de la pareja, que asiste intrigado al duelo verbal de ambos, teniendo siempre presente lo desaconsejado de esa unión.


Porque la puesta en escena orquestada por Sorogoyen desmitifica desde el principio el componente idílico de tal encuentro (una fotografía gélida, una dirección artística minimalista, un montaje cadencioso, seco, que conllevan la imposición de una atmósfera distante), germinando en su interior el verdadero tono de la historia: un thriller, en el que la violencia (verbal y física, pero sobre todo emocional) va haciendo acto de presencia paulatinamente, primero maquillada a través de torpes y desafortunados desencuentros entre ambos protagonistas, y más tarde como principal protagonista de la función. El giro puede resultar brusco, pero a poco que prestemos atención entenderemos que todo el mal rollo estaba ahí desde el comienzo, sólo que la astucia y la extrema delicadeza del director había logrado camuflarlo ante nuestra entusiasta mirada. Stockholm, con la frialdad y la sequedad como grandes aliadas, se embarca entonces en una incómoda y brusca batalla campal por la supervivencia del ego, de ese "yo" humillado que tratará de recomponer como sea la dignidad herida. Aquí emerge el otro referente tan mencionado de Stockholm, que por su distinguida y áspera forma de reflejar lo violento de muchas situaciones, está cerca del Michael Haneke de Caché, consiguiendo, como aquélla, ser ferozmente brutal en algunos momentos de imprevisible y descomunal impacto.


Dos películas en una o, mucho mejor, una película con múltiples caras, como todo en la vida. Como los dos personajes, protagonistas absolutos de esta impoluta función, que ofrece a sus dos intérpretes la posibilidad de llevar a cabo ejercicios de interpretación altamente estimulantes, pues Stockholm les permite recorrer un enorme espectro de sus personalidades. Javier Pereira lo borda, literal, desplegando primeramente un contagioso encanto, derrochando sensualidad a través de una mirada de fingida inocencia y una sonrisa que, cual zorro, se sabe arma infalible para conseguir sus propósitos; para luego desvelar sus cartas atropelladamente y acabar estampando en la pantalla la idiosincrasia necia e incongruente de un auténtico capullo. Aura Garrido lidia con el arco dramático más complicado de los dos y logra al final una actuación gigantesca, de puro perfecta, porque el comportamiento esquivo de su personaje al inicio no es sólo una pose, sino que encierra siempre algo enfermizo y endémico, algo que vertebra toda su actuación y que Garrido logra transmitir a lo largo de todo el metraje, por mucho que también, y al mismo tiempo, nos obsequie un esmerado y detallado transcurrir de emociones y actitudes, hilvanadas con sensatez y armonía. Admirable duelo interpretativo pues, como última virtud de un noqueante, desolador y nada acomodaticio reflejo de nuestra condición humana.


Puntos fuertes a los Goya 2014:
- Mejor Película.
- Mejor Dirección/Dirección Novel: Rodrigo Sorogoyen.
- Mejor Guión Original: Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen.
- Mejor Actor: Javier Pereira.
- Mejor Actriz: Aura Garrido.
- Mejor Dirección de Fotografía: Alejandro de Pablo.
- Mejor Dirección Artística: Juatxo Divasson.
- Mejor Montaje: Alberto del Campo.
- Mejor Sonido: Raúl Valdes y Roberto Fernández.

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