Karra Elejalde regresa el viernes a los cines.

Repasamos la filmografía del actor cuando regresa a la comedia con "Ocho apellidos vascos".

Palmarés XXIII Premios de la Unión de Actores.

"Caníbal", de Manuel Martín Cuenca, una de las vencedoras con 2 premios.

17º Festival de Málaga. Cine Español.

La Sección Oficial está compuesta por 15 largometrajes muy esperados para este 2014.

17º Festival de Málaga. Cine Español.

Seis títulos integran la sección paralela, competitiva, Zonazine, el espacio independiente.

17º Festival de Málaga. Cine Español.

Málaga Premiere y Estrenos Especiales completan la oferta de novedades del certamen.

sábado, 28 de septiembre de 2013

La hora bruja invade las carteleras.

¡¡¡Ya es viernes!!! Bueno, en realidad, sábado, pero me ha sido materialmente imposible sacar esto a tiempo. Pero aunque un día tarde, la ocasión merece la pena. Y es que ayer llegaban las brujas de Álex de la Iglesia dispuestas a convulsionar la raquítica taquilla nacional, liderada sorprendentemente esta semana por Justin y la espada del valor, que con una recaudación en su primer fin de semana que ronda en torno a los 600.000€ ha ocupado holgadamente el primer puesto de las más vistas, seguida de otra producción nacional, La gran familia española, que en su segundo fin de semana de carrera comercial, ha perdido sólo un 23%, recaudando 570.000€ y con un acumulado de 1.553.000€, manteniendo con dignidad la segunda plaza del ránking por segunda semana consecutiva. ¿Logrará la película de De la Iglesia auparse al podio de honor esta semana? Todo hace indicar que así será.

La peli del finde.


Distribuida a lo grande por Universal en 392 pantalla de 328 cines, Las brujas de Zugarrmurdi llega justo a tiempo para calentar la fría situación comercial de nuestro cine. Y no lo puede hacer en mejor momento, aún reciente su exitoso paso por el Festival de San Sebastián, donde la cinta se proyectó dentro de la Sección Oficial, aunque fuera de concurso, y en el marco del cual le fue entregado el merecido Premio Donostia a Carmen Maura, uno de los grandes ganchos con que cuenta la que se dice ya es la vuelta al cine gamberro del director vasco. La expectación no puede ser ya mayor para esta película cuyo argumento se resume así: dos parados (Mario Casas y Hugo Silva) cometen un atraco y huyen perseguidos por la policía (Pepón Nieto y Secun de la Rosa) y por la ex mujer de uno de ellos (Macarena Gómez). Se adentran en los bosques impenetrables de la Navarra profunda cayendo en las garras de una horda de mujeres enloquecidas que se alimentan de carne humana. Ni que decir tiene que el regreso de Maura al cine de De la Iglesia no es el único factor que alimentará el buen funcionamiento de la cinta, pues cuenta con el aval que supone estar protagonizada por dos de los actores de mayor tirón comercial del momento, a los que hay que sumar el concurso en papeles de reparto de Carolina Bang, Santiago Segura, Carlos Areces, Enrique Villén, María Barranco y, por supuesto, la gran Terele Pávez, que huele desde ya a Goya a la mejor actriz secundaria por motivos más que obvios.

Un gran reparto para la primera película de Álex de la Iglesia que ha logrado poner prácticamente de acuerdo a toda la prensa especializada desde La comunidad (2000), por mucho que Balada triste de trompeta (2010) ganara importantes premios en el Festival de Venecia. Y aunque la práctica totalidad de la crítica reseña que Las brujas de Zugarramurdi está lejos de ser una obra redonda, casi todos parecen más fascinados por sus virtudes que decepcionados por sus defectos. Dejo constancia de la opinión de, por ejemplo, Carlos Boyero en El País"los gags, los diálogos y las situaciones no tienen desperdicio, la gracia se funde con la espectacularidad, la comicidad de los intérpretes no suena a impostada, quieres que esa fiesta verbal y visual no se acabe"; Carlos Marañón en Cinemanía: "la película más redonda del bilbaíno"; o Jordi Battle Caminal en La Vanguardia: "en ese ritual, y en el banquete que lo precede, es donde comparece el De la Iglesia torrencial, capaz de contagiar al más escéptico el placer de contar cuentos a lo bestia, sin coartadas; un placer que también empapa al reparto: Maura y Terele Pávez son dos brujas de campeonato, insuperables".


Cine pequeño.


Pequeño y casi invisible. Y es que con el torrencial publicitario que acompaña al estreno de Las brujas de Zugarramurdi es matemáticamente imposible llamar algo la atención. Con sólo 13 escasas copias, todas ellas en versión original en euskera subtitulado al castellano, arranca su andadura comercial Amaren eskuak (Las manos de mi madre), debut en la dirección de largometrajes en solitario de Mireia Gabilondo, drama familiar basado en la novela de Karmele Jaio, donde el precario equilibrio existente en la vida de Nerea se derrumba de un día para otro cuando hospitalizan a su madre, Luisa, con una pérdida total de memoria. Nerea se siente culpable de no haber reaccionado ante los primeros síntomas que aparecieron y ahora ve cómo el reloj de Luisa se ha retrasado de repente y le ha arrastrado al pasado. Luisa no reconoce a Nerea y Nerea, a su vez, no logra entender por qué su madre le pide insistentemente que le lleve al faro y por qué llama en sueños a un Germán desconocido. Nerea descubrirá una nueva faceta de la vida de su madre y será consciente de la similitud de sus experiencias pasadas y de los fantasmas que habitan en sus memorias.


Presente también en el presente Festival de San Sebastián, aunque dentro de una de las secciones paralelas, Amaren eskuak es una película eminentemente femenina, interpretada en gran medida por intérpretes desconocidos fuera del territorio vasco, como sus dos actrices principales, Ainara Gurrutxaga y Maialen Vega, que interpretan a la hija y a la madre protagonistas. Sin embargo, su principal gancho comercial es la presencia en un papel secundario de la todopoderosa, y lamentablemente más dedicada al teatro en los últimos tiempos, Vicky Peña. Estrenada solo en cines de Madrid, Barcelona y, por supuesto, Euskadi, aún no hemos podido echarle un ojo a ninguna crítica vertida sobre la película, pero es digno reconocer que ver, aunque sólo sea unos minutos, a Vicky Peña en pantalla grande ya es motivo suficiente como para acercarse al cine y pasar por taquilla.


El último de los estrenos nacionales que llegó ayer a los cines es Viaje a Surtsey, otro debut, en esta ocasión a cuatro manos, por parte de David Asenjo y Miguel Ángel Pérez, del que se distribuyen unas escasas 23 copias. Se trata de una comedia dramática que ya pudo verse en el pasado Festival de Gijón 2012 dentro de la Sección Oficial a concurso sobre Iñaki y Mateo, dos amigos de toda la vida a los que siempre ha unido sus escapadas a la montaña. Mateo es alocado y visceral. Iñaki es prudente y formal. Los dos son el día y la noche pero cuando salen al campo nada les separa ni hay montaña que se les resista. El tiempo ha pasado y cada uno ha tirado por su lado. Los dos se casaron y tuvieron hijos pronto, pero mientras que Iñaki ha prosperado, la vida de Mateo es un rotundo fracaso.

Protagonizada por el televisivo Raúl Fernández de Pablo (El internado, Con el culo al aire) y el semidesconocido Lucas Fuica, Viaje a Surtsey no gustó mucho a su paso por el mencionado festival, donde Pablo González Taboada, en su crónica del mismo para Cinemanía reseñaba que era "una película terrible, casi amateur y por tanto indigna de ser proyectada a competición en un festival de esta importancia, o en síntesis, un (mal) cortometraje del Notodofilmfest alargado hasta los 99 minutos que provoca carcajadas (involuntarias) con cada línea de diálogo. De sus actores, por llamarlos de alguna forma, mejor no hablar". Con su llegada a los cines, las opiniones recibidas han sido algo más indulgentes, como demuestran las escritas por Carlos Marañón, también para Cinemanía: "Viaje a Surtsey compensa con honestidad sus palpables carencias. La ausencia de ínfulas limita, al sur, con un descuido formal despreocupado que puede confundirse a los ojos indulgentes con osadía"; o por Federico Marín Bellón para HoyCinema: "tiene la frescura propia del primer cine que sale de sus manos, con sus titubeos y las ganas de llenar al público con lo que les ha salido de dentro. El espectador que se asome a esta incursión en la naturaleza merece, sin embargo, una advertencia. Alguno podría sentirse asustado en los primeros minutos, los menos afortunados, pero a medida que los jóvenes cineastas se echan al monte y empiezan a escalar sin miedo, los personajes crecen y se vuelven más «queribles»; hasta sus diálogos parecen más inteligentes".


Hasta aquí los estrenos de este fin de semana, cuando regresa también a las carteleras 15 años y un día, de Gracia Querejeta, la película seleccionada finalmente por nuestra Academia para representarnos en los Oscar de este año. Sin más, me despido deseándoos un magnífico fin de semana de cine y, a poder ser, en el cine.

¡¡Un saludo, Sinvergüenzas!!

jueves, 26 de septiembre de 2013

La brujería de Carmen Maura, gloria nacional aparte de Premio Donostia.


Si hay un nombre de un intérprete español que merezca ser declarado la estrella de esta semana es, lejos de toda duda, el de Carman Maura. Primero porque mañana justo llega a las salas su reencuentro con uno de los directores que mejor y más estupendo partido ha sabido sacarle a su corpus interpretativo, Álex de la Iglesia, a cuyo particular universo ha vuelto para protagonizar Las brujas de Zugarramurdi, muy probablemente uno de los títulos clave del año. Y segundo, porque esta misma semana la actriz ha pasado a la historia de nuestro cine por ser la primera mujer española homenajeada por todo lo alto en el prestigioso Festival de San Sebastián, obteniendo uno de los importantísimos Premios Donostia con los que el certamen lleva premiando la labor profesional de intérpretes consagrados, auténticos mitos vivos del cine, consideración de la que ya debería gozar esta auténtica diva de nuestro cine. Por consiguiente, no nos faltan razones para dedicar una retrospectiva a fondo a la trayectoria de esta verdadera gloria nacional.

Tigres de papel (1977).

Estudiante de Filosofía al principio, la bisnieta del político Antonio Maura y Montaner, perteneciente a una familia acomodada y casada en 1966 con el abogado Francisco Forteza Pujol, con el que tuvo dos hijos, se inició pronto en el Teatro Español Universitario como aficionada hasta que el crítico teatral Alfredo Marquerie le aconsejó dedicarse a la interpretación dada su valía. Es así como Carmen Maura decide, sin contar con el apoyo familiar, pasar una buena temporada de formación en café-teatros, numerosos cortometrajes de corte independiente y pequeños papeles en televisión, así como alguna que otra gira teatral con compañías de teatro independientes y de escasa resonancia. Debuta en el cine con un pequeño papel en 1969 a las órdenes de Carlos Serrano en la comedia Las gatas tienen frío. Siguió participando en numerosos filmes de todo tipo, siempre en breves intervenciones, durante la primera parte de los setenta, al mismo tiempo que seguía con su aparición en algunos espacios dramáticos de televisión. Inesperadamente se convertiría en todo un referente para la nueva generación de jóvenes de la Transición al protagonizar las comedias de Fernando Colomo Tigres de papel (1977) y ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? (1978), en las que representó con gracia y buen hacer el papel de chica 'progre' que se siente completamente atraída por los nuevos valores nacidos con el cambio político del país, a pesar de la educación clásica que la domina. El éxito de ambas cintas la catapultaron a la primera fila del raquítico "star-system" nacional, propiciándole la primera de ellas un premio a la mejor actriz en el Festival de Cine de La Coruña. Pero Maura no se dejó llevar por la buena suerte y siguió apostando por conservar su integridad, participando en otros tantos cortometrajes y también en alguna que otra disparatada opera prima, como fue el caso de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), de Pedro Almodóvar.

Con Verónica Forqué en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984).

A partir de entonces compaginó su labor para interesantes cineastas del cine español con una estrecha colaboración con el director manchego, que la tomó como su actriz fetiche. Así, alternó trabajos más o menos lucidos en filmes importantes como Gary Cooper, que estás en los cielos (1980), de Pilar Miró, Extramuros (1985), de Miguel Picazo, o Sé infiel y no mires con quién (1985), de Fernando Trueba, con los surrealistas y personales delirios de Almodóvar, que extrajo de ella desconocidos registros en Entre tinieblas (1983) y, sobre todo, ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984), que aparte de un Fotogramas de Plata a la mejor actriz, la ratificó como una de las estrellas de mayor aceptación crítica y popular de la década, gracias a la inmediata conexión que establecía con el público por la cercanía y la llaneza de su técnica interpretativa. Que el mismo Almodóvar la desperdiciase con un corto, aunque simpático, papel en Matador (1986) importa poco pues ese mismo año llegaba a las pantallas el trabajo con el que la Maura logró depurar formidablemente su alcance dramático en la espléndida Tata mía (1986), de José Luis Borau. Y es que figurar en el mismo reparto que Imperio Argentina y no achantarse ni quedar reducido a escombro es todo un logro y sólo por eso esta mujer debía haber figurado como una de las nominadas al Goya en su edición inaugural. Una ejemplar actuación, aunque no tan buena como la ofrecida por la actriz en su siguiente trabajo a las órdenes del director manchego.

 Con Antonio Banderas en La ley del deseo (1987).

Almodóvar le puso en bandeja el protagonismo “femenino” de su película más masculina, una transexual con ferviente instinto maternal y un extremo odio hacia los hombres en La ley del deseo (1987), actuación que se erigió pronto en toda una lección de interpretación de primera clase. Premiada en el Festival de Cine de Bogotá, por la revista de cine italiana "Ciak" y con otro Fotogramas de Plata a la mejor actriz de cine, pero inexcusablemente ignorada otra vez por la Academia a la hora de componer la lista de nominadas en su segunda edición de los Premios Goya, Carmen Maura regaló para la historia del cine español una soberbia interpretación que se cuenta ya entre las mejores de la década. Un error que la Academia decidió subsanar a lo grande en la tercera edición, año en el que fue miembro de un trío protagonista irrepetible en Baton Rouge (1988), un thriller complejo de Rafael Moleón premiado con cinco nominaciones a los Goya y en el que la actriz brillaba en la piel de esa apasionada y en apariencia ingenua mujer de clase alta dominada por pesadillas violentas y seducida hasta la perdición por un joven treta. A pesar de lo conseguido de su reinterpretación del tipo femme fatale en este recomendable ejercicio de cine negro, con no pocas influencias de Les diaboliques (Las diabólicas) (1955), de Henri-Georges Clouzot, resulta comprensible que la Academia ignorase su trabajo en beneficio del desempeñado en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) y es que su anunciada última colaboración con Pedro Almodóvar supuso un deslumbrante recital al que era imposible dar la espalda. Esta magistral creación se erigió pronto en el buque insignia de una trayectoria interpretativa ya de enorme nivel. Dan fe de ello los incontables premios que la actriz llegó a acumular ese año, entre ellos un Premio Nacional de Cinematografía otorgado por el Ministerio de Cultura, el correspondiente a la mejor actriz en los recién instaurados Premios del Cine Europeo (otorgados por la Academia Europea de Cine) o el Fotogramas de Plata, a los que hay que sumar el merecidísimo Goya que la confirmaba como una de las más grandes actrices que había parido este país. 

Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988).

Por el contrario, cansada de soportar la enorme presión a la que la solía someter Pedro Almodóvar durante los rodajes, la Maura dio por concluida su relación profesional con el director después del feliz alumbramiento de Mujeres al borde de un ataque de nervios, la película que, paradójicamente, les llevó a los dos a lo más alto en la esfera cinematográfica mundial, incluyendo la consabida nominación al Oscar en la categoría de película extranjera. Tras el éxito, la estrella pasó todo un año sin dar señales de vida. ¿Había vida después de Almodóvar? La actriz no tardó mucho en acallar los rumores que señalaban un posible declive artístico lejos de la protectora sombra almodovariana y, tras un breve paréntesis, se puso a las órdenes de nada menos que Carlos Saura, probablemente el cineasta español más reconocido internacionalmente después del maestro Luis Buñuel. Para él encarnó, literalmente, a Carmela, la artista ambulante dedicada a entretener durante el conflicto civil al bando republicano junto a su marido Paulino y al muchacho sordomudo que tienen acogido hasta que, en su regreso a Valencia, se pierden en la niebla yendo a parar al territorio nacional, donde serán detenidos. Consciente tal vez de que de esta extraordinaria oportunidad iba a depender el resto de su carrera, la Maura se empleó a fondo alcanzando en su interpretación cotas de maravillosa y soberana perfección que elevan el nivel de ¡Ay, Carmela! (1990) al de casi una obra maestra. Una vez más, puso a sus pies a toda la industria cinematográfica europea, que le concedió un nuevo Premio del Cine Europeo a la mejor actriz. La española no iba a ser menos y, a pesar de la portentosa labor llevada a cabo por Victoria Abril en ¡Átame!, la coronó como la mejor interpretación femenina protagonista de 1990 otorgándole su segundo Goya. Dos importantísimos premios (a los que habría que sumar un nuevo Fotogramas de Plata a la mejor actriz de cine y el Premio del CEC a la mejor actriz) que le cubrían las espaldas a la hora de afrontar la nueva década en solitario, sin la seguridad que debía dar el disponer de una batuta tan firme y rentable como la ofrecida por Almodóvar en los ochenta. 

Con Andrés Pajares en ¡Ay, Carmela! (1990).

Desde el tremendo éxito de ¡Ay, Carmela!, Carmen Maura continuó recogiendo premios y menciones a lo largo de toda la década de los noventa. Tras ser dirigida por Ana Belén en su debut tras las cámaras llamado Cómo ser mujer y no morir en el intento (1991), estuvo en el drama de Félix Rotaeta Chatarra (1991) y en la comedia La reina anónima (1992), de Gonzalo Suárez, antes de hacer las maletas y probar suerte en el cine francés, donde debutó en 1992 protagonizando Sur la terre comme au ciel (Entre el cielo y la tierra), aburrida cinta de Marion Hänsel, por la que la actriz quedó finalista a los Fotogramas de Plata como mejor actriz de cine. Un año después obtuvo una nueva candidatura al Goya como mejor actriz por Sombras en la batalla (1993), de Mario Camus, y volvió a ser reclamada por Francia para la ambiciosa producción Louis, enfant roi (Luis XIV, niño rey), de Roger Planchon. Al principio muy tímidamente, la actriz se fue asentando poco a poco en el cine galo hasta que a finales de los noventa, prácticamente, desarrolló su actividad artística allí, aunque los resultados no fueran especialmente llamativos: Le bonheur est dans le pré (La alegría está en el campo) (1995), de Étienne Chatiliez, agradable y simpática comedia que quedaba muy por debajo de las posibilidades de la estrella; Elles (Ellas) (1997), de Luis Galvão Telles, coproducción con Portugal, una insulsa comedia con mensaje feminista de fondo; Alice et Martin (Alice y Martin) (1998), a las órdenes del prestigioso André Téchiné, en este drama en el que secundaba a una portentosa Juliette Binoche; o Le harem de Madame Osmane (El harén de Madame Osmane) (2000), de Nadir Moknèche, un nuevo drama maternofilial ambientado en Argel.

Con Sergi López en Lisboa (1999).

En nuestro país, por el contrario, siguió sumando a su currículum trabajos para algunos de los más reputados o interesantes cineastas del momento. Retomó su rol de Cómo ser mujer y no morir en el intento para la secuela que dirigió Enrique Urbizu, Cómo ser infeliz y disfrutarlo (1994), con una Maura pletórica; se apuntó a la moda de la comedia "a la catalana" formando un divertido trío junto a Rosá María Sardá y Juanjo Puigcorbé en Pareja de tres (1995), de Antoni Verdaguer; y se bañó de prestigio al ser reclutada por Jaime de Armiñán  para su adaptación de la novela de Eduardo Mendicutti El palomo cojo (1995) y por Manuel Gutiérrez Aragón, que la volvió a unir a Alfredo Landa para poner en pie El rey del río, sereno y emotivo drama familiar. A partir de aquí, se mantuvo alejada de nuestra industria durante tres largos años, anteponiendo ya de una forma bastante explícita su trayectoria en el extranjero. Sólo regresó puntualmente en 1999 para protagonizar el excelente thriller de carretera Lisboa, de Antonio Hernández, por el que la Academia le brindó su cuarta nominación al Goya a la mejor actriz, de nuevo gracias a un trabajo impecable y soberbio, como ya debía ser norma en alguien de su categoría.

La comunidad (2000).

Con el cambio de siglo se produce su primer y feliz encuentro con el irreverente Álex de la Iglesia, quien la escogió para protagonizar su divertida y genial La comunidad (2000), obligándola a adoptar un tono cómico cercano al cómic que la elevó a los altares de todos los cinéfilos. La Maura se comía enterita toda la película y, como recompensa, ganó la Concha de Plata a la mejor actriz en el Festival de San Sebastián. Un galardón que llevaba consigo la posterior consecución el respectivo Goya, que en su caso se convertía en el tercer cabezón a la mejor actriz protagonista, todo un récord. Tremendo éxito antecedió a un inesperado pero agradecido aumento de su actividad para nuestro cine, quizás porque también comenzó a mostrarse menos selectiva que antaño, encabezando los repartos de algunos títulos concebidos únicamente como vehículo de sus incuestionables dotes de actriz. Siguió con notable fortuna adscrita a la comedia, si bien la practicó de modo alocado en Carretera y manta (2000), de Alfonso Arandía, con tintes sociales en El palo (2001), de Eva Lesmes, en un trabajo secundario de irrepetible comicidad; sentimental en Clara y Elena (2001), de Manuel Iborra, manteniendo un formidable duelo interpretativo junto a Verónica Forqué; y referencial en su nuevo encuentro con Álex de la Iglesia, 800 balas (2002). Seguiría un simbólico y encomiable paréntesis dramático con La promesa (2004), de Héctor Carré, donde la actriz volvía a dejar constancia de su estupenda buena forma, para continuar con el género cómico en la fallida Entre vivir y soñar (2005), de Alfonso Albacete y David Menkes, y la coral Reinas (2005), de Manuel Gómez Pereira.

Volver (2006).

Esta alta tasa de ocupación en nuestro cine no menguó su labor más allá de nuestras fronteras, sino que se reforzó con títulos como la argentina El sueño de Valentín (2002), de Alejandro Agresti, o las francesas Le ventre de Juliette (El vientre de Juliette) (2003), de Martin Provost, y la comedia 25 degrés en hiver (25 grados en invierno) (2004), de Stéphane Vuillet. Sin olvidar un papel secundario en la israelita Free Zone (Zona libre) (2005), de Amos Gitai, impactante y reflexiva película sobre el conflicto israelí protagonizada por la estadounidense Natalie Portman. Justo un año después se produjo el gran milagro: su vuelta al cine de Almodóvar, algo que parecía improbable dada la fría y distanciada relación que habían mantenido el director y la actriz tras rodar juntos Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988). El resultado de tan anhelado reencuentro no puede brillar a mayor altura, tanto que Maura ganó, junto a sus compañeras de reparto, el premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes. Ausente de las candidaturas al Goya desde que consiguiese su tercer cabezón en el 2000 por La comunidad, su vuelta a casa (que es como podría considerarse su reencuentro con el director manchego, el que la consagró definitivamente allá por los ochenta como una actriz de amplio registro) fue muy bien acogida por la Academia, que le regaló su cuarto Goya, por primera vez como secundaria, de un total de seis nominaciones, igualando en premios a Verónica Forqué, la actriz más premiada hasta ese momento. En Volver (2006), Maura da vida a Irene, la madre de Raimunda y Sole, cuyo fantasma se les presenta a sus hijas para ajustar las cuentas con el pasado. Exenta del glamour y la elegancia que siempre le han acompañado, Carmen se pone las medias por debajo de la rodilla, la bata del pueblo y las zapatillas para alejarse del prototipo de mujer fría, autosuficiente y de alta consideración que siempre le ha acompañado; para ser las raíces del pueblo, la manchega matrona llena de amor y consideración no sólo hacia sus hijas, sino también hacia su vecina Agustina. Sólo Almodóvar podía atreverse a tal cosa. Y la Maura se deja manejar a placer, consciente de tener entre sus manos el mejor papel de cuantos ha incorporado en los últimos años.

Las chicas de la sexta planta (2010).

A partir de aquí, la trayectoria de Carmen Maura pierde fuelle, muy al contrario de lo que todos esperábamos. Al menos, en lo que respecta a nuestra cinematografía, dónde sólo logró atrapar un buen papel en el interesante thriller El menor de los males (2007), de nuevo a las órdenes de Antonio Hernández. Sin embargo, su imagen adquiere más prestigio si cabe en el extranjero, primero por su elección para formar parte del elenco artístico de la exuberante vuelta por todo lo alto de Francis Ford Coppola a la dirección con Tetro (2009) y segundo por la consecución de su primer César, el galardón más importante del cine francés, en calidad de mejor actriz secundaria por Les femmes du 6ème étage (Las chicas de la sexta planta) (2010), de Philippe Le Guay, premio al que sólo había optado anteriormente en una ocasión por La alegría está en el campo (1995). Desde entonces, su labor para el cine francés ha seguido a buen ritmo, protagonizando la comedia Let My People Go! (¡Deja ir a mi pueblo!) (2011), de Mikael Buch, o el thriller Escalade (2011), de Charlotte Silvera, sobre una profesora raptada en su domicilio por cuatro alumnos. En España, apenas se ha dejado tentar para la pequeña pantalla, protagonizando series como Las chicas de oro (2010) o Estamos okupa2 (2012) que en modo alguno la merecen y que, hasta cierto punto, han vendido a la baja el talento y la consideración artística de una de las mejores actrices que ha visto nuestro cine. Algo que parece va a subsanar definitivamente la llegada a los cines de la esperada Las brujas de Zugarramurdi, por la que la actriz suena irremediablemente como favorita en las quinielas a los próximos Premios Goya.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Jorge Sanz aún sigue siendo el actor más joven en ganar un Goya al Mejor Actor Principal.


Avanzamos en nuestro particular repaso por las candidaturas interpretativas de los Premios Goya en toda su historia entrando de lleno en la correspondiente al Mejor Actor de la cuarta edición, que premiaba los mejores trabajos interpretativos vistos a lo largo del año 1989. En esta ocasión, se mantuvo en cinco el número de trabajos nominados, aunque dos de ellos pertenecían al mismo intérprete, que ni aún así logró hacerse con el cuarto Goya de la historia al Mejor Actor, que fue a parar a las manos del intérprete no solo más joven de la terna, sino también de la todavía corta historia de los Premios Goya en una decisión desconcertante pues la Academia declinó la posibilidad de premiar como hubieran merecido dos de los mejores trabajos interpretativos vistos en el Cine Español de los ochenta.


Ser el actor más joven en ganar un Goya en la categoría principal es la marca que aún sigue en manos de Jorge Sanz. Fue gracias a Si te dicen que caí, su nueva colaboración con Vicente Aranda tras participar en El Lute II, por la que había sido finalista al Goya secundario de la edición anterior. El que ahora nos ocupa es un trabajo que parece una continuación de aquél que desempeñara en El año de las luces (1986), de Fernando Trueba, y que el intérprete resolvió convenientemente aunque a grandes rasgos no supusiera ningún reto interpretativo. Sin embargo, son dignas de aplauso el visible realismo sobre el que Sanz ejecuta su juego actoral y la serenidad con la que lleva a cabo toda la peripecia de su personaje, un joven trepa y astuto que malvive prostituyéndose mientras intenta localizar a la amante de su hermano, erigiéndose en el protagonista absoluto de las fantasías e historias, denominadas en el relato “aventis”, de los niños del barrio protagonista. Por desgracia, su trabajo se resiente de la confusión reinante en la película, pero Jorge Sanz acierta al no desprenderse de ese toque entre inocente e infantil al mismo tiempo que lleva a cabo la exposición dura y cruel de los actos de un personaje en verdad antipático. Este trabajo le consagró definitivamente y le convirtió en el actor joven más solicitado del cine español, a lo que contribuyó la lluvia de premios que cayó sobre él: Fotogramas de Plata al mejor actor de cine, premio al mejor actor por RNE de Cataluña, un nuevo premio al mejor actor en el Festival de Nîmes, el Premio Sant Jordi y el Premio Conseil d'Etat en el Festival de Ginebra, a los que hubo que sumar más tarde el otorgado por la Asamblea de Directores y Realizadores Cinematográficos y Audiovisuales (ADIRCAE) y este sorprendente Goya a la mejor actuación masculina protagonista a sus escasos 20 años de edad en la que era su tercera nominación, un hecho sin precedentes en la historia de estos premios, que aseguraba para el intérprete una nueva década repleta de oportunidades para seguir apuntalando el talento insinuado hasta la fecha y, de paso, seguir acumulando premios por doquier.


El vencedor "moral" de aquel cuarto Goya al Mejor Actor es justo reconocer que no fue otro que Juan Diego, que obtenía su segunda nominación al meterse de lleno en la piel de San Juan de la Cruz en el filme de Carlos Saura La noche oscura, ofreciendo del místico poeta carmelita un retrato admirablemente tangible y empático y es que en las complejas pieles de un personaje de estas características, Juan Diego ponía en pie su interpretación desde la sencillez y la humildad de un hombre corriente encerrado de manera indefinida en una celda por sus hermanos frailes, contrarios a sus ideas reformistas. Con honda transparencia, el intérprete se sometía literalmente a un descomunal tour de force que iba más allá del subrayado físico de algunas secuencias, alcanzando cotas de verdadera maestría en los incesantes recitados de sus poemas en los que se extasía su personaje en la soledad de su celda. Eludiendo para nuestro gozo una innecesaria hagiografía del santo, Juan Diego se recrea en el misticismo y lo esotérico que caracterizó la biografía del personaje real para justificar en su actuación la grandilocuencia y la intensidad de algunos pasajes de la película, sin que este exceso en las formas llegue jamás a perjudicar un trabajo compositivo de primer orden, cabalmente estudiado en todos sus aspectos y que ponía de manifiesto la inclinación del intérprete a profundizar hasta extremos incomprensibles en los interiores torturados de sus personajes. Premiado en el Festival de Cine de Bearritz con el premio al mejor actor, debería haber ganado sin disputa alguna el correspondiente Goya al que fue finalista.


Justo después quién más debía haberse llevado el cabezón aquel año fue el maestro Fernando Fernán Gómez, debido a la grandeza y enormidad de sus trabajos en 1989, dos magníficas interpretaciones que obtuvieron un sorprendente e insólito reconocimiento y es que, por primera y (hasta la fecha) única vez en la historia de los Premios de la Academia, Fernán Gómez tuvo que competir contra sí mismo por el Goya al mejor actor principal, figurando candidato además en los apartados de dirección y guión adaptado por El mar y el tiempo. Un logro que sólo podía conseguir este actor convertido ya en un veterano superviviente, de persistente carisma e indomable carácter, Premio Nacional de Cinematografía precisamente aquel 1989. El mar y el tiempo es un bello y hondo retrato social y familiar de la España de finales de los sesenta, dirigido por él mismo y basado, a su vez, en una novela suya, en el que Fernán Gómez se reservaba el papel masculino protagonista para estamparnos un personaje absolutamente gris y casi intrascendente, un hombre maduro que hace tiempo perdió los ideales que le caracterizaron en su juventud y que vive un presente autómata, manejado por los intereses de su actual compañera sentimental y de sus hijas ya mayores, ante los que su Eusebio siempre reaccionará de buena gana, sin pararse a pensar ni importarle si quiera las consecuencias negativas que los actos de éstas puedan acarrear a sí mismas o a la propia familia. Estoico y sumamente sobrio, sin subrayados dramáticos de ningún tipo, Fernando Fernán Gómez nos obsequiaba un trabajo que raya en la perfección, sobre este hombre sin aspiraciones ni ambiciones de ningún tipo que, debido a la sensible cercanía con la que lo afronta el intérprete, inspira pronto una ciega compasión en el espectador.


En un registro absolutamente dispar a éste, en Esquilache, de Josefina Molina, Fernán Gómez llevaba a cabo una interpretación solemne y magistral. Verdadera alma de la ambiciosa producción de la directora, el intérprete se hacía inmortal, cinematográficamente hablando, exponiendo con brillantez el particular calvario sufrido por su personaje titular, un “soñador para el pueblo”, en palabras de Antonio Buero Vallejo, al que el pueblo rechazó de cuajo, un hombre que Fernán Gómez nos presenta sumamente decepcionado, emocionantemente desolado siempre, aunque aún conserve la firme convicción de la conveniencia de sus reformas para el Estado Español. Porque el Esquilache de Fernán Gómez es un hombre seguro de sí mismo, aunque tocado por el indulgente matiz de una sensibilidad arrolladora, sensibilidad que el contrastado arte de la estrella exponía sin traba alguna, logrando la identificación inmediata del público con su, paradójicamente, impopular personaje. Sobrio, convenientemente ajustado siempre, pero a la vez tierno y doliente, es imposible imaginar a otro actor para representar de modo tan magnífico semejante tesitura emocional como lo hace Fernando Fernán Gómez en Esquilache.


El último en discordia obtenía su tercera nominación consecutiva después de haber ganado el premio en la primera. Y es que Alfredo Landa reincidía en la lucha por el cabezón gracias a su protagonismo en el drama de aventuras El río que nos lleva, de Antonio del Real, intento por parte de nuestra cinematografía de abordar un género auténticamente cinematográfico y que se materializaba en una floja cinta donde la aventura y la acción quedaban siempre eludidas a favor de un estatismo acartonado y letárgico. Lo que podía haber sido una estimulante obra de género, se quedaba en un desdibujado estudio sobre unos personajes demasiado estereotipados, sometidos a los peligros que conlleva su entusiasta ocupación: el transporte de enormes troncos de madera por la cuenca del río Tajo. Pero el viaje de estos míticos gancheros nos es ocultado casi por completo, predominando en la película redundantes escenas sobre sus frecuentes paradas en tierra firme en las que Landa destaca para bien sobre el resto de intérpretes, ahondando una vez más en su lado más serio y severo como el cabecilla leal y sensato del grupo, brillando con sus frecuentes silencios y sus expresivos ojillos allí donde ni la puesta en escena del director pretende entusiasmar. De todos modos, el decepcionante resultado final de la película juega en contra del trabajo de la estrella, que pierde valor y consideración con secuencias como la del bochornoso tiroteo final y su tercera nominación al Goya se nos antoja más producto de la alta estima que le profesaba la práctica totalidad de la industria.

Los Olvidados.


También un año después del trabajo que le llevó a aspirar al Goya, José Soriano volvió a marcarse una interpretación soberbia en nuestras pantallas como el hermano exiliado de El mar y el tiempo, de Fernán Gómez, un antiguo revolucionario que, paradójicamente, al volver a España tras haber construido toda una vida en Argentina, sólo encuentra la decepción que le provoca el comprobar que todo lo que conocía, todo aquello que añoraba en sus largos años de ausencia, ha cambiado irremisiblemente. El contagioso dinamismo que raya en lo infantil y la entrañable cercanía en los que el intérprete sostiene todo su trabajo, convierten la contemplación de la actuación de José Soriano en una deliciosa experiencia, no exenta de una considerable hondura, pues sobre él y la decepción que experimenta su personaje, ejecuta su director y autor el terrible y desolador discurso sobre la memoria, sobre su pérdida (voluntaria o no), que sostiene toda la película. En suma, un trabajo admirable que debió colocar al actor, por segundo año consecutivo, entre los finalistas al Goya.


Otro trabajo de gran altura se lo marcó José Sacristán con su protagonismo en la comedia coral El vuelo de la paloma, de José Luis García Sánchez, componiendo con admirable y estoica flexibilidad a un personaje fracasado y desilusionado que afronta su vida con inusitada desfachatez, de borrachera en borrachera, ganándose el sueldo gracias a sus “trabajos” como (falso) testigo en los juicios del trepa de su hermano. Con estudiada aprehensión, Sacristán se convierte con muy poco esfuerzo en uno de los mejores argumentos para visionar esta película, gracias al enérgico y naturalizado despliegue cómico del intérprete, que emerge de una conveniente y consistente sobriedad, muy apegada a esa tipología de hombre de izquierdas, aquí de clase obrera, tan presente en toda su filmografía. El vuelo de la paloma supuso, además del reencuentro con el mejor Sacristán, un nuevo desencuentro entre intérprete y Academia, que volvió a dejarle fuera de los nominados al Goya, siendo su ausencia aún más significativa si tenemos en cuenta que la gran mayoría de sus compañeros de reparto en el filme sí quedaron finalistas.


De dos veteranos de tal calibre, pasamos a un absoluto debutante: Manuel Bandera, protagonista de la celebrada Las cosas del querer, de Jaime Chávarri. Y aunque es cierto que ante el grandioso nivel finalista al Goya en 1989 resulte temerario proponer el trabajo realizado por Manuel Bandera en este melodrama musical ambientado en la posguerra española, no lo es menos que su labor al frente de ese cantante homosexual de desinhibida existencia, permanentemente vigilado por un régimen que no toleraba comportamientos de raigambre liberal como el suyo, resulta estimulante. Pasando por alto las concomitancias que el dibujo de Mario Ruiz pudiera tener con el caso real del malogrado cantante Miguel de Molina, la afilada presencia de este intérprete, de perfil griego y rotunda mirada, así como la agradable seguridad con la que desfila por la pantalla resultan elementos más que suficientes para dar verosimilitud al personaje, en el que el actor proyecta una soberana altanería, idónea para transmitir la despreocupada insolencia con la que debe responder a los requiebros del marqués, así como la soberana petulancia, no exenta de simpático encanto, con la que se hace el dueño y señor del escenario en los abundantes números musicales. Es ahí donde la actuación de Manuel Bandera en Las cosas del querer gana enteros, permitiéndose el actor brillar descaradamente merced a un registro vocal muy atractivo, así como a una apertura emocional considerable que eleva dos de ellos a una categoría suprema: el ensayo de "Te lo juro", que el actor utiliza de excusa para llevar a cabo una sentida y doliente declaración de amor, y su debut en solitario interpretando "La bien pagá", donde rezuma una insoportable energía provocada por un indescriptible remolino emocional proyectado hacia sus compañeros de reparto a través de esa mirada de expresiva fuerza. Aunque esta intensidad dramática alcanzada por Bandera en los pasajes musicales no se corresponde con la leve demostración realizada en el resto del filme, donde mantiene siempre una línea sencilla y discreta de actuación, logrando una composición correcta, un tanto perjudicada por cierto agarrotamiento corporal achacable quizás a su condición de novel, pero notablemente humana y certera en la exposición de unos sentimientos que por el bien propio convenía mantener bien escondidos, cabe hablar de su trabajo en Las cosas del querer como uno de los debuts cinematográficos más destacados de los vistos en la década de los ochenta, refrendado con sendas nominaciones al mejor actor en los Premios Sant Jordi y en los Fotogramas de Plata.


También es digno de mención Sancho Gracia, gracias a prestar toda su hombría para dar fuste dramático al musical racial de Montoyas y Tarantos, de Vicente Escrivá, representación frustrada de nuestro cine en los Oscar de aquel año en la que Sancho Gracia encarnaba con imponente severidad al cabeza de los Montoya, una rica familia gitana, en esta singular actualización del clásico “Romeo y Julieta” de William Shakespeare. Y aunque la mayor parte de su trabajo se adhiera irremisiblemente al tópico de padre autoritario e inflexible, Gracia lo ejecuta con estudiada solidez, erigiéndose pronto en lo más destacable de un reparto en general poco consistente, en lo que a recursos dramáticos se refiere, y cuyo máximo exponente es la desacertada elección de la pareja de actores protagonistas que dan vida a los jóvenes enamorados. Frente a ellos, a Sancho Gracia le basta con muy poco para comerse por completo la pantalla, fundando terror y congoja con el empleo de una fría y odiosa mirada al mismo tiempo que se gana el beneplácito del espectador en su encuentro con la matriarca de los Tarantos, interpretada con ahínco racial por la bailaora Cristina Hoyos, en el que el intérprete incorpora a su trabajo un palpable dolor y la manifestación de un orgullo herido, lo que desvela la dosis necesaria que nos hace intuir el pasado sentimental que une trágicamente a ambos personajes. En definitiva, una buena y consistente actuación que, por qué no, hubiera podido meterlo en la lucha por un correspondiente Goya.


Un año más (e iban cuatro consecutivos) resulta obligado hablar de Eusebio Poncela en esta lista de olvidados y es que este 1989 gozó de un sobrado protagonismo en la oscura y curiosa ópera prima de Xavier Villaverde, Continental, un intento de cine negro con desafortunada herencia publicitaria, muy bien planificado pero finalmente artificioso, en el que Poncela encarnaba a ese capo de la mafia llamado Otálora, asesino de su predecesor y rival por el control de la prostitución y el contrabando de su antiguo amigo Ventura, encarnado por el actor francés Féodor Atkine. Con su acostumbrada sobriedad y llevando a cabo un eficaz uso de esa mirada suya tan característica, enigmática y penetrante, Eusebio Poncela lograba un trabajo preciso y calculado, sin desmarcarse en ningún momento y por ningún aspecto de las directrices marcadas por la Historia del Cine para este tipo de personaje, de gran repercusión dentro del género. En definitiva, un trabajo idóneo para las características interpretativas de las que había venido haciendo gala el intérprete y que, a pesar de la relativa sencillez del mismo, permite incluirle una vez en la lista de intérpretes olvidados al Goya gracias a la frívola maldad y a la despótica crueldad que el actor logra insinuar tras sus sinuosos y seductores ademanes.