lunes, 10 de marzo de 2014

Karra Elejalde, de bicho raro a secundario de lujo.


Este viernes aterriza en las salas comerciales la primera de entre las más esperadas producciones nacionales de ficción de este 2014: Ocho apellidos vascos, de uno de los tótems de la comedia española, Emilio Martínez Lázaro, donde nuestra industria recupera para el género a uno de sus intérpretes más representativos, un Karra Elejalde que disfruta ya de una situación privilegiada dentro de nuestro particular star system tras conseguir el Goya al mejor actor de reparto hace pocos años. El que durante mucho tiempo presumió de ser un actor marginado por la maquinaria del cine español más industrial, presente, eso sí, en lo más interesante de las obras de cineastas con no pocas inquietudes y ambiciones artísticas, protagonizó uno de los hits más sonados de la taquilla nacional antes de consagrarse definitivamente como uno de los más característicos y eficientes secundarios de nuestra actual cinematografía. Tomamos como excusa el estreno de su última película para llevar a cabo el pertinente repaso a una filmografía que recorre lo más sonado de la producción española desde los noventa hasta ahora.

Vacas (1992).

Natural de Vitoria (1960), Karra Elejalde se formó como actor dentro del teatro vasco independiente a finales de los ochenta, pasando por compañías tan dispares como Grupo Samaniego, La Farándula, Klacatrak o Ttipi-Ttapa Teatro. Su primer contacto con el cine se produciría en 1987, cuando participó con un pequeño cometido en Lauaxeta, a los cuatro vientos, de José A. Zorrilla, filme de corte bélico ambientado en Guernica. Tras unos inciertos pasos televisivos, Elejalde volvería a asomarse al cine con el cambio de década, cuando asumió otro pequeño papel en Sauna (1990), de Andreu Martín, imposible mezcolanza entre la comedia a la catalana y el erotismo soft de una campaña de publicidad. Pronto, el aún por desasnar actor sería reclutado por la nueva generación de realizadores vascos que emergió a lo grande en nuestra cinematografía con el inicio de los noventa, que se convertirían en fundamentales para el definitivo despegue de su trayectoria ante las cámaras. Juanma Bajo Ulloa le ofreció un papel de reparto en su ímprescindible ópera prima Alas de mariposa (1991), Julio Medem le otorgó un destacado cometido (además, en doble papel) en su debut cinematográfico Vacas (1992), antes de asomarse a los resortes de la comedia gamberra con la primera película de Álex de la Iglesia Acción mutante (1993).

La madre muerta (1993).

Fueron tres empujones pertinentes que florecieron en sus dos siguientes empeños ante las cámaras: su entrometido taxista de modales primarios de La ardilla roja (1993), de nuevo a las órdenes de Medem, y, sobre todo, su secuestrador obsesionado, oscuro y violento de La madre muerta (1993), la obra maestra de Bajo Ulloa: un personaje del todo perturbador que el actor acometía con estoica solidez dando de sí una de las más perfectas y viscerales interpretaciones masculinas vistas en el cine español de los noventa, merecedora de grandes loas y galardones, aunque sólo obtuviese el relativo al mejor actor en Festival Internacional de Cine Fantástico de Oporto (FANTASPORTO). Como El Deseo había estado detrás del debut de De la Iglesia, no debe extrañar a nadie que Elejalde se convirtiese en los albores de su carrera en un chico Almodóvar, participando con un papel de policía en Kika (1993).

Días contados (1994).

Sin embargo, su físico adusto y severo sólo logró encajar en la producción nacional a través de las aportaciones que los cineastas vascos, en un reconfortante auge, fueron brindando a nuestro denostado cine de aquellos años, como fue el caso de la determinante Días contados (1994), de Imanol Uribe, en donde a Elejalde se le reservaba un inhóspito personaje cercano a la tipología áspera e ingrata que había venido conformando sus mejores actuaciones en la gran pantalla y a la que también se adscribiría su descomunal y noqueante trabajo en Salto al vacío (1995), de Daniel Calparsoro. Menos conocidas fueron su intervenciones en la desapercibida Enciende mi pasión (1994), de José Miguel Ganga, la coproducción con Portugal Adán y Eva (1995), de Joaquim Leitao o en la fallida Entre rojas (1995), de Azucena Rodríguez, en un cometido imposible como padre de una aún incipiente aunque notable Penélope Cruz.

Tierra (1996).

Después de un puntual y necesario regreso al universo Medem, con Tierra (1996), la trayectoria cinematográfica de Elejalde comenzó a gozar de no poca notoriedad, de lo que da buena cuenta su destacada interpretación en la coproducción con Argentina El dedo en la llaga (1996), de Alberto Lecchi, un drama disfrazado de comedia crítica con Elejalde formando un irresistible duelo interpretativo a tres bandas frente Juanjo Puigcorbé y Darío Grandinetti. En nuestro país, al mismo tiempo, veía la luz los primeros protagonistas del actor, nada menos que un modélico e impactante thriller con Karra dando vida a un escritor de novelas inmerso en una desconcertante trama en Best-seller: el premio (1996), de Carlos Pérez Ferre; y una comedia de acción y chascarrillo como Corsarios del chip (1996), de Rafael Alcázar, en la que ya coincidía con Fernando Guillén Cuervo, a la postre uno de sus más íntimos colaboradores y que anticipaba el que sería su siguiente paso cinematográfico: Airbag (1997).

Con Fernando Guillén Cuervo y Alberto San Juan, en Airbag (1997).

Su regreso a los brazos de Bajo Ulloa, con el que colaboraría también en la escritura del guión junto a Guillén Cuervo, se convirtió pronto en uno de los éxitos más ruidosos de la taquilla española, alzándose pronto como una de las películas más taquilleras en la historia de nuestro cine. Su protagonismo, compartido con Guillén Cuervo y Alberto San Juan, nos ofreció el lado más histriónico y demencial de su corpus interpretativo, en un trabajo que adquiría pronto la categoría de mítico por su elocuente facilidad para conectar con el gran público. Sin embargo, lejos de aprovechar el tirón mediático que tamaño triunfo pudiera tener, Karra Elejalde prefirió no circular por la vía fácil y se apuntó a proyectos decididamente más arriesgados, de una comercialidad poco menos que discutible, algunos incluso hasta suicidas. Fue el caso de La pistola de mi hermano (1997), thriller deficiente que marcaba el debut en el largometraje del escritor Ray Loriga; o Tatiana, la muñeca rusa (1999), de Santiago San Miguel, drama erótico con el actor acompañado en los créditos nada menos que de Ornella Muti.

Con Emma Vilarasau, en Los sin nombre (1999).

Le fue mucho mejor en la coproducción con México Un dulce olor a muerte (1999), de Gabriel Retes, o en la comedia Novios (1999), de Joaquín Oristrell; aunque no tanto como su vuelta al thriller en Los sin nombre (1999), de Jaume Balagueró, donde alejado del registro psicopático y extraño en el que pareció especializarse en sus mejores trabajos a principios de los noventa, Karra Elejalde emprendía aquí el rol de un ex-policía ruinoso y amargado, que vive en una triste soledad desde la muerte de su esposa embarazada y que, a modo de consolación, intenta resolver el caso de Claudia, la protagonista. Retratado siempre dentro de esa atmósfera sombría que envuelve todo el filme, Elejalde se mantenía durante toda su actuación altamente parco en gestos, desplegando una sobriedad presencial importante, a la que acompañaba una fragilidad desestabilizadora que se escapaba por la mirada triste y desesperanzada con la que el actor afrontaba convenientemente cada uno de sus cometidos. Inusitadamente emocionante, su actuación aquí nos permite asegurar que nos encontramos ante uno de los mejores trabajos realizados por este actor para la pantalla grande.

Año Mariano (2000).

Sin embargo, con el cambio de siglo Elejalde retornó al registro que le había dado la fama y afrontó, también desde la dirección, la puesta en pie de Año Mariano (2000), vuelta de tuerca, con la ayuda estimable de Guillén Cuervo, al humor chabacano y demencial que ya dio sus buenos frutos en Airbag, con Karra Elejalde en una interpretación alucinada que volvió a congregar a las masas en los cines, aunque no tanto como la anterior ocasión. Desde entonces, se puede decir que la trayectoria para el cine del intérprete ha transitado por dos vías separadas que se han sabido compenetrar y complementar de forma harto natural. Por un lado, priman las concesiones del intérprete a la comedia menos sofisticada, cercana al esperpento, en categoría casi estelar, como evidencian Marujas asesinas (2001), de Javier Rebollo, Carne de gallina (2002), de Javier Maqua, Locos por el sexo (2006), también de Rebollo, o su reincidencia en la escatología costumbrista nacional que también dirigió, ya en solitario, Torapia (2004).

Los cronocrímenes (2007).

Mientras que en el otro extremo, el actor ha ido dando forma a una trayectoria de no poco relieve con personajes, por lo general secundarios, en producciones de mayores ambiciones, adscritas a todo tipo de géneros y dirigidas, algunas de ellos, por los mejores realizadores de nuestro país: Fernando Fernán Gómez y, tras su incapacidad para continuar el rodaje, José Luis García Sánchez, en Lázaro de Tormes (2001); o Manuel Gutiérrez Aragón, en Visionarios (2001); combinadas con interpretaciones destacadas en cintas de desigual interés realzadas por su logrado acabado final, apto para el gran público, como el thriller Nos miran (2002), de Norberto López Amado, o la comedia revisionista El Calentito (2005), de Chus Gutiérrez. En este grupo destaca, por motivos obvios, su mastodóntico e impagable regreso a los protagonismos cinematográficos con la indispensable ópera prima de Nacho Vigalondo, Los cronocrímenes (2007), que en cierta manera podía leerse como un nostálgico regreso a los orígenes por parte del actor, sirviendo felizmente a los intereses creadores, un tanto esquizofrénicos, de un nuevo cineasta.

También la lluvia (2010).

La madurez obtenida frente a las cámaras se hizo notar en la coral Íntimos y extraños. 3 historias y 1/2 (2008), de Rubén Alonso, y, tras un breve paréntesis de silencio, en sus intervenciones secundarias en Biutiful (2010), de Alejandro González Iñárritu, y El idioma imposible (2010), de Rodrigo Rodero. Aunque, sobre estas, brilla especialmente También la lluvia (2010), de Icíar Bollaín, en un doble papel como un inesperado Cristóbal Colón y el alcoholizado actor que lo interpreta con el que Karra Elejalde demostraba la excelente precisión con la que era capaz ya de redondear sus actuaciones. Presente en todas las quinielas previas a la temporada de premios, su Goya al mejor actor de reparto (en la que suponía su primera nominación) y su Medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos, en la misma categoría, ratificaron la alta consideración de la que debía ser objeto ya el intérprete.

Con Eduard Fernández, en Miel de naranjas (2012).

Consideración a la que hizo honor en su rotundo trabajo en Miel de naranjas (2012), su reencuentro con Uribe, en un papel con el que hubiera sido fácil caer en el estereotipo pero que Elejalde acomete desde una humanización desbordante, brillando por encima de las labores de la pareja protagonista. También en el mismo curso cinematográfico, regresó a las seguras manos de Calparsoro, con un papel secundario en Invasor (2012), ofreciendo el peso dramático y la dosis de prestigio que su veteranía ya acarrean a un producto cargado de fuego de artificio. Esta fue la última aparición en la gran pantalla de un actor que comienza, peligrosamente, a espaciar sus intervenciones en el cine, coincidiendo justo con el trasvase de categoría estelar que ha protagonizado en los últimos años, cuando el relevo generacional se ha cebado también con él y ha sabido renovarse a sí mismo en roles de carácter a los que Elejalde sabe imprimirles esa pátina de gravedad que los hace indispensables. Algo que, parece, es lo que nos deparará su nuevo trabajo en Ocho apellidos vascos, el regreso además del actor al género que lo convirtió en estrella.

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