Proponerse un texto analítico de una película como Los ilusos, de Jonás Trueba, puede resultar, así, de primeras, en frío, con la resaca de su visionado un poco superada, un ejercicio harto desalentador. Desalentador no por la película a tratar, sino por la incompetencia de este humilde servidor para lograr transmitir en palabras el verdadero alcance, su exactitud misma, que el visionado de la película provocó en sus emociones. Porque si algo es Los ilusos es una película de emociones, de sensaciones, mucho más que todo lo que se haya podido decir de ella: desde que supone un ejercicio innovador de metacine (en la forma y en el contenido) hasta que resulta un proyecto demasiado valiente y atípico en la producción española actual debido a su peculiar programa de distribución: una sola copia que hará un recorrido itinerante por las salas minoritarias que decidan proyectarla, adscritas la mayoría a un circuito de arte y ensayo que dota a la película de un aura como de otra estirpe, que va más allá de lo puramente cinematográfico y comulga con la concepción de Arte inherente al propio Cine.
Los ilusos nos habla de Cine. ¡Qué duda cabe! Y lo hace desde un posicionamiento muy pocas veces sostenido por nuestra industria, que bebe de estilemas del cine de vanguardia, con la Nouvelle Vague francesa como estandarte más reconocible, aunque tampoco le son ajenas ciertas referencias al Free Cinema inglés, y aborda su temática (tan denostada a veces) desde una periferia casi amateur. Es así en el contenido, donde un grupo de cineastas más o menos aficionados, más o menos profesionales, salen, entran, ríen, lloran, cenan, beben, se emborrachan, conversan y sueñan siempre con el Cine en su cabeza. Pero también esta apuesta por el predominio diletante se aprecia en una puesta en escena anárquica, que de una manera admirablemente espontánea, busca a cada plano alejarse todo lo posible de los cauces convencionales de la narración cinematográfica más académica, algo similar a lo que ocurre con un guión que no fue tal hasta el montaje definitivo, característica que se hace palpable al inicio de una película que no hace otra cosa que desconcertar a través de unas imágenes fluctuantes e imprecisas, que en ningún momento saben o quieren o necesitan decantarse por un sentido estrictamente narrativo.
Todo al principio de Los ilusos resulta ambiguo y esta primera sensación es la que dota de un halo, en cierto modo, mágico a una película que (ad)miras subyugado por un estilo adusto y seco, más propio del documental que de una ficción, y que se irá tornando, a medida que van sucediendo los minutos, en un fascinante viaje a la periferia misma del cine, con un Madrid cinematográfico profundamente evocador desde una reconocible, pero no por ello menos bohemia, realidad. Así, lo que en un principio podía resultar atrayente pero distante y desconocido, termina por ser un balsámico choque contra otra forma de mirar, de querer, de idolotrar la ciudad como individuos. Otra manera de apasionarse y vivir por y para el cine. Porque si hay algo que impregne absolutamente toda la película es el profundo amor, el insondable respeto de Jonás Trueba hacia una profesión que ha mamado desde la cuna, pero ante la que no piensa quedarse impasible aceptando y dejándose llevar por los cauces comunes. Al contrario, lo suyo es pasión, auténtico deleite, por un oficio para el que (como parece querer decirnos Los ilusos) solamente hace falta sacar una cámara a la calle y ponerse a rodar.
Y no sólo se erige Los ilusos en un documento embriagador acerca de la creación cinematográfica (presente no sólo a través de los pensamientos lanzados al aire de su protagonista acerca de su próxima película, sino también en la forma en la que la misma película fue rodada, improvisada, pero no de una forma caótica, sino con un sentido sumamente consciente, generando con ello no poca voluntad de estilo -sereno, hermoso-); sino que revierte también en un estudio pormenorizado de la creación interpretativa, dando cancha a un grupo de desconocidos actores teatrales para hacer un pertinente debut cinematográfico con el que poder explorar otras vías de creación dramática. Esto resulta ejemplarmente visible en el caso de Francesco Carril, que carga con un protagonista indefinido, descolocado y desubicado (en tiempo y forma) dentro de la narración, probablemente igual que el propio intérprete, y que va ganando enteros (él y su personaje) a medida que van surgiendo conversaciones, miradas y encuentros con otros (intérpretes y personajes, entre los que destacan todas las secuencias junto al actor Vito Sanz, ciertamente irresistibles) y que termina encontrando su sitio cuando surge la presencia de una luminosa y magnífica Aura Garrido. Es ahí cuando la película acaba echando a volar, sobrecogida por la entusiasta y despreocupada labor de ambos intérpretes, en auténtico estado de gracia, alzándose como la mayor y maravillosa muestra de amor al cine que este mortal haya visionado en una sala oscura. Literalmente contagia.
Puntos fuertes a los Goya 2014:
- Mejor Película.
- Mejor Director: Jonás Trueba.
- Mejor Guión Original: Jonás Trueba.
- Mejor Actriz Secundaria: Aura Garrido.
- Mejor Actor Revelación: Francesco Carril.
- Mejor Actor Revelación: Vito Sanz.
- Mejor Actriz Revelación: Isabelle Stoffel.
- Mejor Dirección de Fotografía: Santiago Racaj.
- Mejor Dirección Artística: Miguel Ángel Rebollo.
- Mejor Montaje: Marta Velasco.
- Mejor Sonido: Eduardo G. Castro y Víctor Puertas.
2 comentarios:
Me encanto la película. Es una magnífica incursión por parte de Jonás Trueba en el metacine, y en la película valiente y necesaria que quería contar, surgida desde una no-narración deliciosa. Me gusta mucho la crítica que has escrito. Espero que tenga suerte en los goya, aunque lo dudo mucho. Aura Garrido está deliciosamente natural en esta película. La musa indie del cine español actual.
Por desgracia, estoy contigo: dudo que se materialicen sus opciones a los Goya. Es una película demasiado pequeña como para alcanzar a los académicos.
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