sábado, 27 de abril de 2013

La juventud de Juan Echanove se impuso a la experiencia de Agustín González.


Retornamos a 1987, a aquella segunda edición de los Premios Goya, para recordar los mejores trabajos secundarios de un año que, como el anterior, volvió a ningunear, sin premiarla, la figura de uno de los más destacados intérpretes de la Historia de nuestro cine: Agustín González. Un año en el que, como es norma, también figuran algunos trabajos importantes entre los olvidados a una categoría donde, por el contrario, la redondez apenas hizo acto de presencia.


Un jovencísimo Juan Echanove de 26 años lograba no sólo la nominación sino también el Goya al mejor actor de reparto de 1987 gracias a Divinas palabras, de José Luis García Sánchez. Actor atípico, lo más alejado que podamos imaginar de la imagen del galán convencional, pero dotado de una amplia versatilidad que le permite incorporar cualquier papel que se le cruce en el camino con calculada y admirable convicción, debido a un demostrado talento que le llevó a labrarse en menos de un lustro una muy firme trayectoria artística. Con su físico rechoncho y su cara de bobo, Juan Echanove casaba perfectamente con el aspecto que requería el personaje creado por Ramón Mª del Valle-Inclán hacia 1920 en su obra mítica "Divinas palabras". Si a eso sumamos la enorme capacidad del intérprete para extraer de su interior cualquier tipo de carácter, tenemos garantizado que su trabajo en el film de García Sánchez sería loable. Efectivamente, su Miguelín el Padrones se presenta como un personaje intachablemente construido desde los primeros planos en los que aparece, cuando el telón aún no se ha levantado y continúan apareciendo créditos por la pantalla. Un gañán, un crápula de cuidado, un vividor con tendencias homosexuales y hasta pederastas que vive de lo que va mangando por ahí o de lo que va sacando de feria en feria como afilador, al que Echanove presta su inconfundible vozarrón con prestado acento gallego, así como una mirada entre lasciva y pendenciera, para imponerse en el despilfarro general y sobresalir por méritos propios. Su trabajo es bueno, ofrece continuamente lo que se espera de un tipo como el suyo, participando de la estética esperpéntica que ya caracterizaba al texto original y que en su traslación fílmica se ha respetado. Aunque dispone de poco tiempo en pantalla, Echanove aprovecha lo suficiente sus escenas, a pesar de que sean pocas en las que pueda lucirse en solitario, aportando a sus intervenciones un marcado sentido de la indecencia, de un descaro deslenguado, que torna en sádica acción cuando emborracha hasta la muerte a Laureaniño, el enano hidrocéfalo protagonista. Una vez que el mal está hecho, el rostro de Echanove se descompone y la chulería abandona su cuerpo para dar cabida al miedo, la desolación y la pena, que se hará manifiesta cuando, de madrugada, sea él quien le dé la mala noticia a Mari Gaila. Mérito absoluto del intérprete el resultar al final emotivo dentro de un papel que durante todo el metraje se había mostrado ante nuestros ojos de una forma tan despreciable.


Y aunque el joven actor no desmereciera el Goya, clama al cielo el que en su segunda nominación consecutiva, la Academia no se dignase a premiar como debía al gran Agustín Gónzález y más por un trabajo en el que esa tendencia al descontrol tan suya que veíamos en Mambrú se fue a la guerra, fue brillantemente utilizada por Luis García Berlanga en su siguiente colaboración, la menor pero recomendable Moros y cristianos, donde encarnando a ese hijo mayor codicioso y trepa, González fingía una maravillosa sobreactuación, en un tono acorde con el disparate generalizado de la película, que se manifestaba adecuadamente en los innumerables cabreos que protagoniza, algunos de ellos antológicos. Pasada la tormenta, la posterior quietud y docilidad de su personaje dejaba constancia del estupendo trabajo de equilibrios que estaba efectuando el intérprete, sin abandonar nunca ese matiz grotesco que otorga a su actuación la coherencia necesaria como para sacar al personaje de su cliché. De la mano de Berlanga, Agustín González no ganaría el Goya pero sí se convirtió en el primer intérprete masculino en obtener dos nominaciones al Goya consecutivas en la misma categoría, partiendo en la competición como el principal favorito por legítimo derecho, aunque la Academia desestimara una vez más su candidatura a favor de otro intérprete menos curtido.


Por suerte, el Goya no cayó en las manos del inesperado nominado Pedro Ruiz, figura popular gracias a la televisión que con escasa y poco destacable experiencia interpretativa, lograba con Moros y cristianos, una sorprendente nominación al Goya en calidad de actor secundario, que se quedó finalmente en algo anecdótico, aunque no por falta de mérito, pues no es moco de pavo el que con un papel tan lucido e importante dentro del conjunto de la cinta, compartiendo planos con actorazos de la talla de Fernando Fernán Gómez, Agustín González o José Luis López Vázquez, no sólo no quedes reducido a la altura del betún, sino que además logres mantener el tipo y salir bastante airoso del empeño. Pero, ¡claro!, la inexperiencia lo dice todo y la nominación de Ruiz al Goya se nos antoja producto de una acertada y eficaz campaña promocional debido a que su participación en la cinta de Berlanga jamás llega a ser cómica por sí misma y sólo resulta plenamente disfrutable cuando participa del disparate generalizado al lado de otros compañeros en el reparto, más curtidos y dotados. No obstante, en su favor diremos que sí que consigue un trabajo sobrado de naturalidad, dinámico y, en ocasiones, hasta efectivo. Pero del todo desmerecedor de un reconocimiento como éste, sobre todo teniendo en cuenta a algunos de los trabajos olvidados aquella segunda edición de los Premios Goya.

Los Olvidados.

El primero de todos ellos, ¡qué duda cabe!, fue otro grande: José Luis López Vázquez, que en Mi general, de nuevo con Jaime de Armiñán, superaba el cómodo convencionalismo en el que de una forma molesta está inmersa toda la puesta en escena de la película, y alejándose completamente del exceso formal, cercano a la sobreactuación, del que hacen gala la mayoría de sus prestigiosos compañeros de reparto, traspasaba el estereotipado dibujo de su personaje a través de una serenidad encomiable. Con el papel más especial, el que menor abuso ejerce de su condición castrense, López Vázquez se permitía el lujo de imprimir a su composición la calidez y hondura humana que habrían necesitado el resto de trabajos interpretativos incluidos en el filme para hacer de éste una película medianamente interesante. A través de la sobriedad y la entereza justas, el intérprete ahonda en la frágil voluntad de su general, exponiendo sin coartadas ante las cámaras una personalidad afectada, carcomida por un miedo atroz a la irreversible muerte y un desconcierto absoluto ante ese estado en la vida en el que uno se ve acompañado de forma obligada por el sentimiento de lo efímero, por la certeza de que todo lo que acontece a tu alrededor tiene los días contados. La vulnerabilidad con la que el actor impregna cada una de sus intervenciones aporta una emoción tranquila a su composición, alcanzando cotas magistrales en determinados momentos en los que la soledad y la impotencia del personaje campan a sus anchas por la escena, ya sea a través de un arrebatado e irracional berrinche acerca de la constante renovación técnica sufrida por el Ejército o por un balanceo nocturno en la butaca cargado de ausencia. No es extraño, por tanto, que ante este triste aspecto de su actuación, a uno se le alegre el corazón al verlo disfrutar despreocupado con las gamberradas perpetradas por todo el elenco hacia la mitad del metraje, alegría suprema que parece colmar una existencia vacía y sin perspectivas para la que esta vuelta al jardín de infancia parece suponer una segunda oportunidad. La brillantez exhibida por López Vázquez en ambas partes, la tremenda veracidad con la que se apropia de las pequeñas ilusiones que van salpicando su paso por ese cursillo para generales tan peculiar, así como la conmovedora perfección con la que expone el dolor que sacude su cabeza hasta esa escena final resuelta con triste pero esperanzadora sencillez, hacen obligado señalar su olvido entre los nominados al Goya al mejor actor de reparto como uno de los más injustos de aquella edición.


Pero también brilla con especial intensidad en este apartado el nuevo, más lucido y conseguido, encuentro de Antonio Banderas con Pedro Almodóvar, que pasó completamente inadvertido para la Academia, al igual que el grueso de la película. Y sí es cierto que Banderas hubiera merecido figurar entre los candidatos al Goya al mejor actor de reparto de 1987 por La ley del deseo, película que demostraba que el intérprete podía resultar óptimo en personajes límite, en este caso un joven tan obsesionado con un veterano director de cine que llegará incluso a cometer asesinato para poseer el amor que tanto codicia. Tierno y encantador en los primeros momentos, aunque denotando siempre cierta inestabilidad emocional, el actor se revela sádico y salvaje a mitad del metraje, ganando puntos su trabajo a partir de este tramo porque todo el atractivo físico de Banderas, y que el cineasta manchego no duda en exponernos de manera explícita, se torna peligroso y trastornado, lo que añade al trabajo del malagueño un plus de atracción. Mérito suyo es además el hecho de que pudiendo descontrolarse gestual y vocalmente en algunos momentos de su intervención, Antonio aplaca sus ademanes y proyecta su voz de manera limpia, lo que invita a congratularse con el crecimiento artístico de la estrella.


A pesar de ser la gran triunfadora del año, El bosque animado, de José Luis Cuerda, procuró pocas alegrías a su abultado y brillante reparto (a excepción del Goya al mejor actor para Alfredo Landa). Así, nos es obligado incluir en esta frustrante lista al también joven Fernando Valverde, que llevaba a cabo un trabajo formidable como ese pocero cojo que lleva por nombre Genaro, enamorado hasta las trancas de una vecina. El hermoso brillo que refulge en los ojos del intérprete para evidenciar la pasión y el deseo son dignos de elogio, pues encierran no poca idolatría y mucha candidez, reforzada por los momentos de galanteo y cortejo en los que el actor poco actúa de galán y sí mucho de bisoño mocito. Indispensable trabajo, enaltecido por una naturalidad aplastante que incluye hasta una más que verosímil cojera, que obliga a hablar de verdadera injusticia sobre su ausencia entre los nominados, pero que le prepara para una futura, aunque escalonada carrera cinematográfica.


Otro actor digno de figurar aquí reseñado es el anterior ganador del Goya en esta misma categoría, un Miguel Rellán que se marcó tres secundarios importantes en 1987, uno muy vistoso aunque finalmente poco consistente, más por la calidad final del film que por la ejecución del intérprete, en Cara de acelga, de José Sacristán, como un borracho algo majara y retorcido; un segundo de mayor alcance mediático en la taquillera La vida alegre, de Fernando Colomo, dando vida a ese en apariencia frío y firme ministro de sanidad que se descubre en un consumado mujeriego cuyo retrato, a pesar del oficio del actor, acaba quedándose en un arco algo superficial; y un último decididamente genial e inolvidable en la maravillosa El bosque animado, encarnando al ánima de Fiz de Cotobelo, el fantasma que vaga por el bosque buscando expiar su sentimiento de culpa por no haber cumplido una promesa en vida. La impavidez y la sosez con las que el intérprete lleva a cabo todos sus parlamentos o apariciones acaban por generar un motivo más de gracia dentro del film y su química con Alfredo Landa eleva su trabajo a lo extraordinario, no habiendo desmerecido una nueva candidatura al Goya como actor de reparto.


Inesperado fue el trabajo que acometió Antonio Resines en Luna de lobos, de Julio Sánchez Valdés, donde abandonaba la ligereza de sus acostumbrados empeños protagonistas para dejar constancia de que también podía resultar válido en argumentos serios. El papel de este guerrillero republicano atrapado, junto a otros compañeros, en la áspera montaña leonesa lo ejecuta el actor con estoica parquedad gestual, tanto que juega por momentos con la delgada línea roja de la inexpresividad y es que la rigidez y reserva de las que se sirve el intérprete para llevar a buen puerto su trabajo salen perjudicadas por la frialdad que desprende toda la película. No obstante, queda la mirada de Resines, tan franca y espontánea, para infundir algo de calor a sus secuencias, como aquélla en la que prácticamente desnuda a la hija del “correo” que les cobija. Era difícil aquel año, pero este trabajo hubiera podido proporcionarle una primera nominación al Goya como actor de reparto, lástima que la eficacia última de su actuación resultara disminuida debido al tono destemplado que rezuma todo el film.


Algo similar es lo que echa un poco por tierra las posibilidades de su compañero de reparto Álvaro de Luna con su modesto papel de reparto en Luna de lobos, donde daba vida a otro combatiente republicano durante la Guerra Civil, esta vez un maqui recluido junto a otros compañeros en las montañas de León. La sequedad y falta de emoción de la película perjudica el alcance último de las interpretaciones de todo el elenco, como ya hemos dicho, pero De Luna lleva a cabo un excelente trabajo sustentado en la austeridad más acérrima, aunque se cuelen fogonazos de emoción por su expresión en algún que otro aislado momento, que ayudan al espectador a encontrar la empatía con su personaje que la historia en sí misma le escatima. 


También resultó meritorio el Antonio Ferrandis de ¡Biba la banda!, de Ricardo Palacios, aunque sólo sea por conseguir que su trabajo fuese de lo poco salvable de una comedia que tiende al lugar común y a lo chabacano por momentos, y donde el intérprete, en la piel de ese comandante entusiasta, director de la banda titular, es lo único que garantiza el dibujo de una sonrisa en el rostro del respetable. Aparte de entrañable, Ferrandis se muestra especialmente cómico apechugando con los mil y un obstáculos a los que se enfrenta su personaje para llevar a buen puerto los obligados ensayos de la banda. Junto a Florinda Chico, a la sazón su esposa, el actor da forma a una serie de momentos realmente inspirados, como ese rezo desesperado casi al final de la cinta.


Por último, resulta obligado incluir aquí la vuelta al ruedo, después de varios años alejado de las pantallas, de la estrella Andrés Pajares gracias a la mediación de Berlanga, que lo reclutó para su reparto coral de Moros y cristianos, donde el actor aportaba un elemento innovador a su perpetuo registro de “salido” encarnando al primo retrasado y “salido” de la familia turronera protagonista, logrando protagonizar momentos ciertamente divertidos que llegan a inspirar no poca ternura, gracias a la concienzuda economía gestual llevada a cabo por la estrella, que llega a participar del excelente nivel interpretativo de todo el film, ganándose un merecido hueco entre estos olvidados por la Academia en la categoría al mejor actor secundario de 1987.

2 comentarios:

Benigno dijo...

El único que merecía algún reconocimiento en esta categoría de los que finalmente fueron candidatos es Agustín González. Lo de Pedro Ruiz es de risa, y a Juan Echanove le regalaron un goya porque no hacía nada espectacular.

Antonio Banderas está inmejorable en La ley del deseo. Cualquier actor de reparto de Moros y cristianos, Valverde en El bosque animado, Paco Rabal en Divinas palabras (aunque seguro que fue propuesto como protagonista, en mi opinión de forma errónea), e incluso José Luis Manzano en La estanquera de Vallecas en su enésima colaboración con Eloy de la Iglesia (no se si en esta ocasión estará doblado, lo cual impide de manera directa su candidatura al goya) merecían mejor suerte:

Mis candidatos hubieran sido:

- Antonio Banderas por La ley del deseo.
- Juan Echanove por Divinas palabras.
- Agustín González por Moros y cristianos.
- José Luis Manzano por La estanquera de Vallecas.
- Fernando Valverde por El bosque animado.

El premio final se lo hubiera dado a Antonio Banderas, aunque Agustín González hubiera sido mi segunda opción, y quizás por su nominación consecutiva y su prestigio hubiera optado por su figura para votarle como primera opción. Aún así, la mejor interpretación me parece la de Banderas, solo con ver la escena del balcón del final de la ley del deseo cuando sale explicando que está loco y negociando las condiciones para soltar a sus rehenes es digna de todo elogio y premio.

Unknown dijo...

Coincido contigo, a Banderas le robaron una nominación cantada. Pero a él y a todo el equipo de la película. "La ley del deseo" es una de las mejores del año 87 y de la década de los 80 en general.