sábado, 20 de abril de 2013

La Academia premió el mito de Verónica Forqué antes que el de Lorca.


Volvemos a 1987 para valorar cómo se merecen los mejores trabajos interpretativos protagonistas de un año que, como luego sería lamentablemente habitual, pocas actrices lograron disfrutar de papeles de justa importancia dentro de la cinematografía patria. En medio de ese panorama, la Academia contaba con poco margen de maniobra a la hora de elaborar la lista de las tres finalistas a la segunda edición de los Premios Goya. Sin embargo, hay que lamentar el hecho de que se limitase a tres el número final de candidatas, pues se quedaron fuera algunas de las mejores actuaciones femeninas de la década de los 80 y es que 1987 fue un año en el que tuvo que ser muy difícil hacer la pertinente criba. Pero también resulta hasta cierto punto condenable que, aún siendo nominados tres trabajos verdaderamente sobresalientes, resultase premiado el menos meritorio y arriesgado de ellos.


Concretamente nos referimos al protagonismo de la ganadora del Goya a la mejor secundaria del año anterior, Verónica Forqué, en La vida alegre, de su amigo Fernando Colomo, la película que terminó de instaurar las bases definitivas del personaje-tipo al que daría vida en adelante la actriz en la gran pantalla: el de una mujer ingenua y bien pensada, con gestos de niña y una sonrisa entusiasta siempre a punto. En el caso de La vida alegre, se trata de Ana, una doctora que tras conseguir un puesto en la unidad de salud social de enfermedades venéreas se implica a fondo con su trabajo hasta el punto de comenzar a vivir con autonomía fuera de su acomodado matrimonio. La facilidad de la Forqué para hacer de su iluso y algo naif personaje un ente de carne y hueso se hace manifiesta desde la primera escena, hasta el punto de que parece como si no actuara o, en otras palabras, como si hiciese de sí misma. Es asombrosa esta identificación del personaje con la intérprete y viceversa y resulta altamente delicioso contemplar un trabajo a la vez alocado y extrovertido, tanto que parece surgido de una improvisación constante (esos titubeos al parlotear que rozan la tartamudez), como sensato y relajado, fruto de la inteligencia de una actriz que se sabía poseedora de un don especial: una mirada altamente expresiva, un rostro verdaderamente atractivo y un carisma arrollador y sumamente tierno. El éxito de taquilla de la película está justificado por el hecho de que estamos ante una cinta hasta cierto punto emblemática, que aún hoy conserva parte de la frescura que la distinguió de sus coetáneas a finales de los ochenta y a la que ayuda (y mucho) el trabajo llevado a cabo por una Forqué que destila naturalidad por los cuatro costados. No obstante, y sin desmerecer el loado trabajo de la actriz, como señalábamos al principio, la actuación de Verónica Forqué no es, de lejos, la mejor de las finalistas a aquél segundo Goya a la mejor actriz.

Ganadora de la Concha de Plata a la mejor actriz en el Festival de San Sebastián, así como de su segundo Fotogramas de Plata, la Victoria Abril de El Lute (camina o revienta), de nuevo con su mentor Vicente Aranda, en un papel inconfundiblemente ingrato, adscrito a un realismo sórdido, merecía mucho más que la Forqué aquél Goya, que suponía además su segunda nominación consecutiva a la mejor actriz. Sobre todo porque la actriz hacía suyo con pasmosa facilidad un personaje diametralmente distinto tanto a su persona como a todo lo que había hecho con anterioridad y, aunque la película pertenezca por derecho propio a su compañero en el reparto Imanol Arias, tal como ocurría también en Tiempo de silencio, las intervenciones de la Abril resultan impagables, sumamente sobrecogedoras por el verismo que desprenden esos ojos rabiosos y esos ademanes y gestos embrutecidos, con mención especial también a ese acento merchero que, de tan auténtico que resulta, ofrece un retrato de su Chelo absolutamente cercano y reconocible. El mérito primordial de la actriz es que, con un dominio de la naturalidad realmente pasmoso, lograba escapar del cliché arrabalero y chabacano en el que podría haber caído fácilmente su actuación. Valgan de ello dos ejemplos en los que la estrella nos obsequia con dos auténticos recitales llenos de carácter y veracidad: la secuencia en la que la actriz, presa de los dolores de parto, vela también por la seguridad de su canasto en plena calle y, sobre todo, su forcejeo con las autoridades durante su primera detención, con bebé en brazos incluido. Si su primera nominación al Goya podía resultar desmedida debido al limitado tiempo del que disfrutaba en pantalla, con El Lute (camina o revienta), Victoria Abril se ganó merecidamente su segunda nominación a la mejor actriz, aun no siendo su tiempo en pantalla mucho mayor al de su intervención en Tiempo de silencio.

Pero sobre ambas, el Goya a la mejor actriz de 1987 debía haber ido a parar a las expertas manos de Irene Gutiérrez Caba, absolutamente demoledora en La casa de Bernarda Alba, de Mario Camus. Nada menos que una de las más importantes damas del teatro español, con una filmografía exigua, fue la elegida para "representar" ante las cámaras el personaje titular de uno de los hitos del teatro español de todos los tiempos, la matrona dominante y mandona que, con toda la crueldad del mundo, obliga a sus cinco hijas a guardar el luto de su marido durante ocho años, manteniéndolas a todas encerradas entre las paredes de una casa que lentamente irá fraguando una descomunal tragedia. Su primera aparición en la pantalla, de espaldas en un luto riguroso, apoyada sobre su implacable bastón frente al féretro de su marido durante la misa de réquiem, arroja ya una certera idea de quién es Bernarda Alba. Sólo la rígida y soberana postura de la actriz da fe del carácter castrense de esa mujer que no se permite el lujo de derrumbarse ni en un momento tan difícil como ese. Más que el del marido, parece estar ante el entierro de un perro pordiosero. Ahí se encuentra la clave para entender toda la actuación de la actriz en La casa de Bernarda Alba: su frialdad, su endemoniada dureza, su represiva tiranía, quedan sintetizados en esa postura de implacable dignidad. Con semejante presentación, la Bernarda de Gutiérrez Caba no puede más que ascender de un plumazo a la perfección más absoluta durante el resto del metraje. No hay en el trabajo de la actriz reproche alguno que hacerle: su voz áspera, que cruza como un rayo la escena cada vez que resuena, está llena de un veneno atroz, que se extiende por el aire hasta colarse por los poros de las hijas; esos ojos azules que parecen dos bolas de fuego cuando la rabia los consumen y que serían capaces de acuchillar a cualquiera en un airado instante, expresan una punzante autoridad, insoportablemente estricta, capaz de acallar a una muchedumbre enfebrecida con un ligero vistazo; ese rictus avinagrado en permanente y acechante vigilancia, que hiela la sangre tras la impresión de que debajo de esa mirada, de esa piel blanquecina y decrépita, de esa agria impasibilidad en su presencia fílmica, no existe atisbo alguno de sentimientos. Estamos no ante una "representación" de la despótica protagonista 'lorquiana', sino ante la "encarnación" afilada, cruda y veraz de Bernarda Alba. La fuerza y el carácter amargo de la mujer andaluza y represora del original hechos carne en la diminuta y frágil figura de una intérprete sin igual, de una actriz colmada de recursos, de una artista capaz de hacer suya la maldad irrespirable de su personaje con total impunidad. Estamos ante una auténtica creación artística, ante la máxima exposición de talento que uno pueda llegar a imaginar delante de una cámara. Y, en definitiva, ante un error mayúsculo al comprobar cómo un trabajo como el realizado por Irene Gutiérrez Caba fue pasado por alto por los académicos a la hora de elegir la destinataria del Goya a la mejor actriz, al que, exiguo reconocimiento, era candidata.

Las Olvidadas.

Y si la lista de candidatas jugaba a gran altura, la de las olvidadas en aquella segunda edición goyesca no se queda atrás. Víctima del alarmante olvido sufrido por La ley del deseo, de Pedro Almodóvar, Carmen Maura volvió a ser ignorada por segundo año consecutivo a unos premios que pasaban una vez más por alto la gran categoría de la estrella. Apechugaba con el protagonismo “femenino” de la película más masculina de Almodóvar hasta la fecha, una transexual con ferviente instinto maternal y un extremo odio hacia los hombres, actuación que se erigió pronto en toda una lección de interpretación de primera clase: en el aspecto externo, esa voz agravada, masculinizada, ese excesivo afeminamiento y ese impostado glamour, que no consiguen ocultar la humilde y casi ordinaria condición de su personaje; y, en el interno, una constante tensión que pugna por salirse al exterior incluso en los momentos más triviales de su actuación y que sólo parece abandonar a la actriz en la mítica secuencia del riego nocturno antes del bálsamo final que supone el espléndido monólogo que se marca ante su amnésico hermano protagonista, jalonado por una conmovedora emoción. Premiada en el Festival de Cine de Bogotá, por la revista de cine italiana "Ciak" y con otro Fotogramas de Plata a la mejor actriz de cine, pero inexcusablemente ignorada por la Academia, Carmen Maura regaló para la Historia del Cine Español una soberbia interpretación que se cuenta ya entre las mejores de la década.

Algo similar a lo ocurrido en el caso de la otrora estrella de nuestra cinematografía Emma Penella, bastante desaparecida de los platós hacia finales de los ochenta y a la que, para sorpresa de todos, el irreverente Eloy de la Iglesia le ofreció un papel a su medida en esa comedia de tintes marcadamente toscos llamada La estanquera de Vallecas. Haciendo uso y abuso de su inmensidad artística, Emma Penella realizó el que probablemente sea uno de sus mejores cometidos para la pantalla grande dando vida a esta estanquera víctima de un atraco chapucero y de un posterior reclutamiento en su propia casa con los dos atracadores. Acorde con la situación límite en la que le toca jugar, la Penella se excede para bien en su creación, propinando toda una lección de carácter, de fuerza cinematográfica muy en desuso ya a finales de los ochenta. Con astucia desinhibida, la actriz se retuerce en escena profiriendo chillidos a través de esa voz ronca de inconfundible atractivo, desenvolviéndose con desorbitado temperamento y exprimiendo al máximo su estilo interpretativo (que nunca fue más basto) en los momentos de tensión, lo que aporta la necesaria carga castiza que constriñe a su personaje. Se muestra la intérprete en cada una de sus intervenciones con una aplastante holgura, desplegándose por la escena como un terremoto de arrolladora contundencia, soltándose las riendas del pudor con brutal eficacia y dando forma a un tono cómico de esperpéntica gallardía. Y, por si esto fuera poco, se permite también el lujo de relajar su registro, de suavizar enteramente esa agresividad expresiva que la caracteriza, para componer con delicada ternura y no poca hondura humana el progresivo afecto que va naciendo en su personaje hacia los captores, expuesto sin tapujos a través de una minuciosidad gestual que contrasta notablemente con los soberbios alardes que habían primado en todo su trabajo anterior. A este respecto es de destacar la emocionante actuación brindada por la actriz en la última secuencia de la película, cuando no puede contener las lágrimas ante la detención de los atracadores. Estamos ante una auténtica performance construida en clave naturalista, gratificantemente gesticulante, con un soberano apego a la tierra, a las raíces de las que nace esa borbotónica energía que domina a las mujeres populares. Un trabajo que se mantiene durante toda la función por encima de la pretenciosidad narrativa equivocadamente enfática exhibida por el cineasta y que merecía, sin lugar a dudas, una nominación al Goya a la mejor actriz que premiara como es debido el espectacular torrente artístico exhibido por la Penella en La estanquera de Vallecas.

Otra grande que obtenía un personaje a la altura de su talento aquel año era la infravalorada Florinda Chico, a la que le tocó en suerte uno de los personajes esenciales de la adaptación al cine de la obra La casa de Bernarda Alba. La Poncia de Federico García Lorca la volvía a vestir de criada, pero esta vez manejaba el embrujo poético del texto del poeta granadino. Con semejante material, no resulta un esfuerzo dejarse la piel por dar entidad dramática a un papel. Florinda Chico se desprendía de la actitud casposa que había venido protagonizando a lo largo de su extensa trayectoria y, sin abandonar el pueblo, sin renunciar a las raíces de las que nace el universo de Lorca, dio vida a La Poncia sumida en una profunda humildad, inundando la pantalla con su enorme presencia y su aún más imponente sabiduría de actriz. Sólo la larga escena que abre la obra original permite a la actriz en su trasvase cinematográfico un deslumbrante despliegue del arsenal dramático que lleva consigo. Ahí vemos a la verdadera Poncia, a esa mujer servicial y afanosa, que no se muerde la lengua y llama a las cosas por su nombre. Una mujer íntegra y humilde que no vacilaría a la hora de plantar cara a Bernarda aunque el decoro y la deuda que tiene con su ama la silencien, obligándola a actuar de espaldas, insinuando verdades, que quien advierte no es traidor. Es la suya una presencia perpetua en la película de Mario Camus: la actriz actúa como sujeto pasivo, como un mero testigo de los acontecimientos en los que no puede tomar partido, aunque se esfuerce en conciliar a ambas partes: a través de sermones a las efervescentes hijas y sinceras advertencias a la ciega sinrazón de la madre. Florinda Chico aguanta sus intervenciones con una estoica sobriedad, dejando traslucir el sumo respeto, por no decir cariño, que su personaje profesa a la familia. El enorme carácter imprimido a cada paso de su deambular por esa casa en penumbras sostiene con firmeza la perfección de un trabajo supremo, de una composición de ajustada caligrafía en la que no sobra ni falta nada y en la que las réplicas que escribiera Lorca para su personaje suenan con potencia tensional e hiriente contención, consecuencia visible de la enorme confianza que posee la intérprete en sí misma. Aparece agria, dura como una roca, con una sutil intensidad dominadora en sus ojos, esa que otorga el saberse en posesión de la razón y la lógica. Es el suyo un retrato exacto de la mujer de pueblo, de la intachable dignidad de esa mujer de costumbres apegada a los recuerdos y a los antepasados, a la que no resulta difícil adivinar qué se cuece en los pechos de las jóvenes porque ella sigue siendo, ante todo, una mujer con vísceras removiéndose en su interior. Una mujer sabia, cauta, de esas que huelen la tormenta en el viento y mascan la tragedia a través de los ladridos de los perros, que en las manos de esta formidable intérprete, de natural y experta desenvoltura, se hace inolvidable. Injusto resulta que una interpretación tan soberbia no figurara entre las finalistas al Goya a la mejor actriz, aunque la nominación de su compañera de reparto, Irene Gutiérrez Caba, ensombreciera visiblemente las posibilidades de Florinda Chico.

En otro nivel a las anteriormente mencionadas, tampoco debemos olvidar el olvido padecido por Rosa María Sardá en su primer papel importante, que se lo dio el director que mejor provecho ha sabido sacar siempre a nuestros cómicos: Luis García Berlanga, en Moros y cristianos. Para el que compuso ya una de sus luego famosas señoras pudientes, frívolas y mezquinas en una parodia de las mismas francamente desternillante. Esa política a la que una noche se le presentan en Madrid toda su familia turronera y cateta pidiéndole ayuda mientras prepara una campaña para diputada parece, una vez vista la película, un personaje escrito exclusivamente para ella y es que la fabulosa exposición que realiza la actriz de la miserable y ruin condición de su rol resulta soberbia. Sin perder una pizca de clase y con una tronchante mala uva escapándose por cada una de sus intervenciones, la Sardá se adueñaba de la pantalla y se hacía indispensable en Moros y cristianos, razón por la que bien merecía una nominación al Goya a la mejor actriz.

Por último, apuntamos a la bellísima Ángela Molina, por su protagonismo en Laura (del cielo llega la noche), de Gonzalo Herralde, drama prácticamente desaparecido hoy en día, que en actoresSinVergüenza hemos buscado por doquier y nos hubiera gustado llegar a visionar para una más certera redacción de este repaso a los mejores trabajos femeninos protagonistas de 1987, pero cuyas reseñas hemos consultado destacan el notable trabajo de sus intérpretes protagonistas. Nos quedamos con las ganas de visionar este trabajo de la Molina, que por aquella época disfrutaba de su mejor momento interpretativo.

6 comentarios:

Benigno dijo...

Echo de menos a la Ana Belén de Divinas palabras entre las olvidadas, si bien su trabajo fue acogido con bipolaridad creo que teniendo en cuenta que la película tuvo varias candidaturas y que ella estaba en un gran momento de popularidad y en uno de sus mejores momentos creativos y artísticos, realmente estuvo a punto de ser candidata por esta película. Las escenas en las que canta o en las que se enfrenta a su marido cornudo interpretado por Paco Rabal, son magníficas y ella está mejor que bien. Muy bien escogidas y comentadas el resto de interpretaciones femeninas que nombras. Yo me quedo con Irene Gutiérrez Caba de las candidatas, como la merecedora del goya, al igual que tú. Carmen Maura mereció sin duda esa candidatura, y hubiera peleado con justicia por ganar, y aunque me gusta como está Verónica Forqué, es cierto que era la más floja del terceto candidato, la lucha cualitativa estaba entre Irene y Victoria, brutal en El Lute, aunque su metraje es un condicionante. Magníficas Penella y Chico, que bien podrían haber sido candidatas en la categoría de actriz de reparto.

Para mi, las candidatas debieron ser:
- Ana Belén por Divinas palabras.
- Verónica Forqué por La vida Alegre.
- Irene Gutiérrez Caba por La casa de Bernarda Alba.
- Carmen Maura por La ley del deseo.
- Emma Penella por La estanquera de Vallecas.

Y el premio debería haber sido para Irene Gutiérrez Caba.

Benigno dijo...

Victoria Abril por El Lute.
Florinda Chico por La casa de Bernarda Alba, las hubiera puesto en secundarias.

A Ángela Molina no la he visto en Laura.

Benigno dijo...

Ya lo comentaré mejor cuando hagas la entrada de secundaria pero mis candidatas hubieran sido:

- Victoria Abril por El Lute.
- Aurora Bautista por Divinas palabras.
- Florinda Chico por La casa de Bernarda Alba.
- Rosa María Sardá por Moros y cristianos.
- Amparo Soler Leal por Cara de acelga.


Teniendo en cuenta que Manuela Velasco estaba maravillosa en La ley del deseo, pero con la normativa vigente, no hubiera podido ser candidata por edad y no existía además la categoría de revelación, Bibiana Fernández aunque su cameo es uno de los mejores que ha tenido en la filmografía de Almodóvar, salía demasiado poco y que no he visto a Terele Pávez, y Marisa Paredes a pesar de estar brillante en la película de Sacristán, prefiero con mucho el trabajo entregado de Soler Leal en Cara de acelga. Ah, y Verónica Forqué no es que no mereciera ese goya, es que no merecía ni la candidatura, regalado totalmente.

Benigno dijo...

Me refería a la Verónica Forqué de Moros y cristianos, que estaba graciosa haciendo de argentina, pero mira... poco más. De las de Bernarda Alba, Ana Belén o Vicky Peña estaban muy bien, pero no mejor que Florinda Chico y Maribel Verdú en La estanquera de Vallecas conseguía destacar, pero no llegaba al nivel para merecer la nominación.

Unknown dijo...

Bueno bueno bueno... mucho comentas y no sé si voy a estar a la altura. He meditado mucho sobre Ana Belén, tanto por "Divinas palabras" como por "La casa de Bernarda Alba". En la segunda, no me convenció, era la más floja de todo el elenco, además que por edad no encajaba con el personaje. En la primera, depende de la escena, me convence o no. De todos modos, no puedo dejar de ver a Ana Belén haciendo de Ana Belén en "Divinas palabras". Ésa es la razón de su ausencia en esta subjetiva selección. Y no tengo nada en contra de ella, me encanta Ana Belén, pero como actriz conoció (más tarde) mejores y afortunados momentos.

El papel de la Poncia en la obra de Lorca es tan importante como los de Bernarda y Adela y Florinda Chico se luce. La decidí incluir en principal porque (como verás cuando se haga pública la lista con las secundarias) hay bastantes miembros del reparto "olvidadas" por esta película.

Sobre "Cara de acelga", Verónica Forqué en "Moros y cristianos" y demás, hablaremos más adelante!!

Un saludo, SinVergüenza!

Benigno dijo...

Tienes razón, me he adelantado mucho al comentar sobre secundarias, ya habrá tiempo...jejeje. Ana Belén en La casa de Bernarda Alba es verdad que no tiene edad para hacer de Adela, te doy toda la razón, a pesar de ello, no me parece que esté mal. Aunque Ana Belén tendrá como comentas otras y mejores oportunidades en los goya.