sábado, 30 de noviembre de 2013

María Barranco ganó su segundo Goya por "Las edades de Lulú" en un año con poca chicha.


Si ya venía siendo una insufrible constante el que no se dieran en nuestra cinematografía papeles suficientemente lucidos para nuestras actrices, el curso de 1990 degeneró en tal práctica hasta unos niveles vergonzosos, pues apenas hallamos papeles femeninos secundarios relevantes en la producción nacional de aquel año, no hablemos ya de trabajos que superen la incómoda discreción. La composición de dicha categoría a los Premios Goya tuvo que conformarse con la inclusión entre las finalistas de algún que otro trabajo en modo alguno remarcable, que para nada resulta reprochable a tenor del nivel medio de algunas olvidadas. Eso sí, como siempre hay excepciones, es obligado destacar el injusto olvido de Eulalia Ramón, por su trabajo en Las cartas de Alou, de Montxo Armendáriz, una interpretación que hubiera dado lustre a una categoría que, atendiendo a sus nominadas, ganó justamente quien más lo merecía.


Tiene mérito ganar tu segundo Goya por un título cuyo escabrosismo se halla a estas alturas completamente desfasado y su sentido del erotismo parece de manual, como lo es la adaptación del best seller de Almudena Grandes, que la propia autora llevó a cabo junto a un Bigas Luna en alarmantes horas bajas. El papel de la travesti Eli es el más redondo de toda la función de Las edades de Lulú y más por la acertada exposición que de él lleva a cabo en la película su intérprete que por un detallado dibujo del mismo. Nada más lejos de la realidad, pues el personaje se encuentra descrito con trazo grueso y solo la entrega de María Barranco lo eleva muy por encima del pobre nivel de una película que, además, cuenta con dos importantes lastres en el trabajo de su pareja protagonista. A diferencia de ellos, en su corta intervención, la Barranco se hace imperecedera, afrontando el estereotipo de su rol desde el efectivo, por fresco, desinhibido y alocado, registro que la había hecho popular, pero logrando además dotar de no poca carga trágica a su escena cumbre del trío frustrado con los protagonistas. Todo un acierto el del director el de focalizar la atención de la cámara en el minucioso y expresivo trabajo de María Barranco a lo largo de esa dolorosa masturbación, pasando por alto la presencia en la escena de los otros dos intérpretes. La afortunada gravedad que emplea para su trabajo vocal ayuda a dejar bien claro el esforzado trabajo en la construcción del personaje llevado a cabo por la actriz, que acomete con contundente verosimilitud y desbordante naturalidad la arriesgada exposición física de su personaje, en secuencias nada amigas de tabúes o prejuicios. Por lo que cabe destacar también que el Goya vino a premiar como se merecía el tremendo ejercicio de valentía efectuado por la actriz en un papel en modo alguno convencional.


Ante el bajo nivel en la interpretación femenina de reparto ofrecido por la cosecha de 1990, no desentona entre las finalistas la nueva colaboración de esta barcelonesa con el director manchego tras Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), en la que definitivamente se asentó el 'tipo' en el que mejor parece encajar la personalidad de la actriz. En la piel de Lola, la hermana productora de la protagonista, Loles León desplegó con inteligencia toda su desenvoltura espontánea, dando forma a una mujer temperamental y elemental, gritona, casi populachera, muy acorde a las necesidades estrafalarias propias del universo almodovariano, tan conocido por todos. Brilla el trabajo de Loles León cuando responde con absoluta entrega y convicción a estas premisas de surrealismo "kistch", como en el descacharrante número musical que protagoniza con poco disimulado entusiasmo, o cuando va soltando por la escena las "paridas" verbales dispuestas a lo largo de su intervención con una inimitable aprehensión de lo vulgar y lo chabacano, de divertidísima resolución. Mostrándose igualmente competente cada vez que su personaje entra dentro de la trama principal del filme, aunque sin el fulgor extravagante exhibido en la otra parte, sí al menos irradiando una naturalidad realmente estimulante. Lastra el resultado final de su actuación la sensación de que no ha habido trabajo alguno de composición del personaje por parte de la actriz, sino que toda su labor se ha sustentado en una plasmación milimétrica de la exuberante frescura propia de la intérprete y que, por tanto, estamos ante un trabajo de fácil ejecución, tocado por la incontestable gracia con la que Loles León sabe decorar cada empresa que ejecuta. Sin menospreciar las cualidades interpretativas de la actriz, lo cierto es que necesitaría de cometidos menos bidimensionales como éste para lograr convencer en registros más ambiciosos que el desplegado con aplomo y plenitud en ¡Átame!.


La tercera en discordia resultó ser el miembro más joven de la familia Flores, Rosario Flores, que a diferencia de sus progenitores y sus hermanos, parecía por aquél entonces decantarse por el mundo de la interpretación en detrimento de la faceta musical, sin duda, la gran baza familiar. Con una todavía incipiente filmografía, en la que ya había incluso asumido el riesgo de interpretar a una lesbiana en la fallida Calé (1987), de Carlos Serrano, y ser dirigida por el interesante Francisco Regueiro en Diario de invierno (1988), su nominación al Goya sirvió para confirmar la categoría semi-estelar de la que disfrutaba en la industria, pero tras el visionado de Contra el viento, de Paco Periñán, resulta obligado reconocer lo desproporcionado de tal hecho. Pues, aún reconociendo que la actriz lleva a cabo un aplicado trabajo dentro de esa incestuosa trama que plantea la película, incorporando con no poca dulzura y encanto el papel de la joven y atenta novia del protagonista, ni su fresca presencia, ni su indudable carisma racial, ni su extraña y peculiar cinegenia, logran elevar del lugar común al que finalmente queda reducido su trabajo, por culpa de una puesta en escena lánguida y deficiente en la que, eso sí, Rosario Flores logra comerse enteritos a la desnaturalizada pareja protagonista.

Las Olvidadas.


Estupenda actriz bastante desaprovechada por nuestra cinematografía, carente de eso tan necesario para acceder a papeles de gran envergadura como era (y sigue siendo) el éxito popular a gran escala, Eulalia Ramón logró en la quinta edición de los Premios Goya alzarse como una de las máximas favoritas en la categoría a la mejor actriz secundaria gracias al éxito obtenido por Las cartas de Alou, de Montxo Armendáriz, en el Festival de San Sebastián. Sin embargo, su bonita y serena interpretación se quedó finalmente fuera de la terna, convirtiéndose así en la gran olvidada en dicha categoría. Sobre todo, por significar con su sola presencia toda la luz y la calidez que posee la cinta, narrada desde una óptica algo gélida. Su Carmen, la chica gentil y amigable que acabará enamorando al inmigrante protagonista de la cinta de Armendáriz, irradia en todo momento felices sensaciones, precisamente por el trabajo de Ramón, tierno y cercano, emprendido con notable sencillez, tanta que sin alardes de ningún tipo, logra convencernos rápido, a través de su mirada y su preciosa sonrisa, de la atracción surgida en su personaje, quizás uno de los pocos elementos de todo el filme que no se aprecia tratado de un modo superficial.


En La teranyina (La telaraña), de Antoni Verdager, Anna Lizarán, premiadísima y reputada actriz teatral, regresaba a la gran pantalla para aportar con su sola presencia gotas de indudable calidad interpretativa. Presente solo en unas pocas, contadas, secuencias, daba vida a la criada entregada del abogado de la familia protagonista, los Rigau, al que daba vida Sergi Mateu. Con muy pocos elementos, Lizarán logra transmitir ante la cámara la devoción ciega que le inspira su señor, así como la humilde y servicial humillación a la que no le importa prestarse casi a menudo. Apoyándose sólo en el hábil uso de su mirada, la actriz consigue captar la atención del espectador, a pesar de significar tan poco su papel desde un punto de vista argumental. Incluso, se hace imborrable en la sádica y denigrante entrega que protagoniza ante su amo en la, claramente, gran escena que protagoniza. Con tan pocos trabajos femeninos remarcables en aquel curso cinematográfico, es obligado hablar de la ajustada y breve composición de Anna Lizarán en La telaraña entre las olvidadas al Goya en la categoría secundaria.


Actriz también eminentemente teatral, hacia finales de los ochenta y principios de los noventa, Rosa Novell frecuentó el cine español en películas de no pocas aspiraciones industriales y/o artísticas. Fue el caso de Lo más natural, de Josefina Molina, que se benefició de su corta pero estimulante presencia como la secretaria y amante del hermano de la protagonista, en un cometido minúsculo, que la actriz supo aprovechar al máximo para erigirse en una de las virtudes a reseñar del filme. Sin conseguir sacar de la bidimensionalidad y el esquematismo a su personaje, Novell sí ganaba puntos al dotar a sus intervenciones de una puntillosa acidez y un cinismo irresistible, logrando que el espíritu feminista de su personaje se libere de la pesada y fatua moralina que lo recorre y que se cae sobre su propio peso en la última secuencia que protagoniza. La inteligencia y la independencia de la actriz salvan, en última instancia, su trabajo y, en virtud del ya mencionado escaso nivel competitivo en trabajos femeninos secundarios acaecidos en 1990, se podría hablar de ella como de una de las olvidadas al Goya en esta categoría.

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