jueves, 30 de mayo de 2013

Primer Goya "al borde de un ataque de nervios" para María Barranco.


La tercera edición de los Premios Goya fue la edición de las Mujeres al borde de un ataque de nervios de Pedro Almodóvar. No sólo porque la película resultase finalmente la gran vencedora del año al ganar el Goya a la mejor película, sino porque además permitió que, por primera vez, actrices dirigidas por él aspirasen a los Premios de la Academia y es que hablamos de, probablemente, el mejor director de actrices que ha dado nuestra cinematografía. Ninguneado como pocos a la hora de confeccionar la lista de candidatos en los años precedentes, Almodóvar se resarcía del absoluto olvido de su cinta anterior, La ley del deseo (1987), con el concurso en las categorías interpretativas de cuatro intérpretes de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) -a Guillermo Montesinos ya le comentamos en el artículo dedicado a la categoría secundaria masculina-, compitiendo dos de ellas por el mismo cabezón: mejor actriz secundaria. Obviamente, el Goya fue a parar a las manos de una de ellas, aunque también es cierto que, al menos otras dos miembros del abultado reparto de la cinta, podrían haber sido candidatas.


Y el Goya fue a confirmar el buen ojo del cineasta manchego para localizar actrices con talento, porque aquel año le daba su primera gran oportunidad cinematográfica a María Barranco, con el nombre de Candela, la ingenua y llorona amiga de la protagonista de Mujeres al borde de un ataque de nervios, que la actriz malagueña se encargaba de bordar en uno de los más insólitos y felices descubrimientos del último cine español, pues la Barranco, con tan sólo 27 años, hacía patente en cada una de sus intervenciones la posesión una gracia y un carisma ciertamente auténticos, únicos, a los que no era nada ajeno su peculiar y divertido gracejo malagueño, que garantizaban por sí solos la entrada en el Olimpo de las grandes comediantes del momento a esta intérprete de figura espigada y rostro peculiar. El histrionismo de manual que exhibía la actriz como esa chica aterrada que busca desesperada un lugar donde esconderse de la policía, se convertía desde el mismo momento de su aparición en uno de los motores más tronchantes de la película, actualizando e inmortalizando, de paso, el registro de chica ingenua que tan bien casaba con su mirada atolondrada. Cuesta creer, vista hoy la película, que su trabajo se deba a una intérprete en cierto modo novata, pues posee un ímpetu arrollador y viene subrayado por una considerable carga de naturalidad y frescura que hacen pensar en una interpretación permanente y magistralmente improvisada, por lo que resulta del todo irreprochable que aquel año María Barranco se hiciera con el Premio Ondas a la mejor actriz, así como un más que merecido Goya relativo a la mejor actriz secundaria, premios que terminaron de convertir a la joven, perspicaz y chispeante actriz en una de las más fulgurantes estrellas del panorama cinematográfico del momento.


Si bien hay que celebrar el Goya a la Barranco, también hay que lamentar que no triunfara como es debido una actriz del calibre de Julieta Serrano, que lograba una más que merecida primera nominación al Goya gracias a la misma película. Daba vida a Lucía, la perturbada esposa de Iván, en una creación de brillante resolución caracterizada por un vestuario del todo estrafalario y el lucimiento de una serie de pelucas a cada cual más tronchantes. El desequilibrio emocional en el que vive inmerso su personaje estaba brillantemente expuesto por la actriz a través de una sobriedad interpretativa que dejaba entrever la inestabilidad mental permanente de una mujer fuertemente encerrada en sí misma, convenientemente encauzada a través de una mirada siempre hipnótica y retorcida. Equiparable en estilo y desarrollo a las imprescindibles femme fatales del cine clásico, la Serrano se hacía mítica en la piel de esa señora de estoica e imperturbable serenidad, incluso cuando se apropia de las dos pistolas de los adormilados policías, momento el tono jocoso al que la actriz se presta con admirable tesón, sorteando la absurdez en la que era fácil caer, para dar pie a una divertida persecución con Julieta de paquete en una moto, pelo al viento y actitud de irreductible dignidad, construyendo una imagen que se convertiría en referente del cine español de los ochenta. La clase y la profesionalidad de una intérprete de su talla se alimentaron entonces del éxito obtenido por la cinta, nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, que obtenía con este registro ligero y descocado el prestigio cinematográfico que se le había venido negando a lo largo de toda su trayectoria.


Presente también en la cinta de Almodóvar, Chus Lampreave se ganó su segunda nominación al Goya, también como actriz secundaria gracias a presentar aquel año una magnífica interpretación en Espérame en el cielo, de Antonio Mercero, como la fuerte y fiel esposa de un hombre secuestrado para ser el doble del mismísimo Franco y al que debe resignarse a ver únicamente a través del famoso noticiario (No-Do) proyectado en la gran pantalla, dando forma a un trabajo interpretativo de primera magnitud, cargado de una inabarcable ternura, así como de una emotiva sencillez (expuestas ambas, sin tabúes de ningún tipo en la hermosa y bonita escena del reencuentro nocturno en la habitación), que evidenciaron la capacidad de la intérprete para salirse del registro puramente hilarante y acometer con soltura y convicción personajes adscritos a una corriente más realista e, incluso, dramática. El cambio de registro fue tan bien recibido en la industria que la Academia la incluyó entre las cinco candidatas al Goya a la mejor actriz secundaria, poniendo de manifiesto su rendición total ante el arte de la Lampreave, inmerso en una brutal naturalidad y es que daba igual el personaje que incorporase, importaba muy poco cuál fuera su procedencia social o los avatares por los que atravesaba, Chus Lampreave sabía meterse a fondo en las pieles que lo formaban y ensamblarse a ellas de manera perfecta.


Justo un año después de la primera, la gran Terele Pávez se hacía con su segunda nominación en la misma categoría gracias al drama alegórico y onírico Diario de invierno, de Francisco Regueiro, indagando de nuevo en ese tono arrastrado y vejado que tan bien casaba con su estilo desaforado, dando vida esta vez a una pordiosera monja-mendiga, madre del supuesto Caín, amante de los deberes morales, indignada con su hijo por haber dejado embarazada a una virgen y repudiada por su madre cuando, ejerciendo la prostitución en el prostíbulo que ésta regentaba, ella misma se quedó en cinta. Un personaje a todas luces desorbitado, que la Pávez efectúa con endiablada maestría, atada casi permanentemente a una moto, con esa voz torrencial lanzando improperios sin parangón y llamando a las cosas por su nombre. Los hiperbólicos monólogos que protagoniza en sus contadas escenas se acentúan con ese deje malsano y barriobajero con el que los ejecuta la actriz, fuertemente encasillada ya en esta tipología de personajes.


La quinta y última candidata en la categoría fue también, sin duda, la más inesperada de todas las nominadas: Laura Cepeda por su papel en el thriller Baton rouge, ópera prima de Rafael Moleón, en la que el lucimiento que se le otorga a la actriz supera con creces al que merece un personaje como el que desempeña. Y es que, para el limitado tiempo del que dispone en pantalla, a la Cepeda se le dedican tantos o más primeros planos que al resto de intérpretes. Lejos de esta apreciación técnica, el trabajo de Laura Cepeda en Baton rouge es ciertamente correcto, debido a la estudiada seriedad y dureza con la que ejecuta sus pequeñas intervenciones, pero sin duda su papel de ayudante de inspector le ofrece a la intérprete poco margen de maniobra en su ejecución, con lo que su presencia entre las finalistas al Goya se nos antoja una recompensa en cierto modo desmedida.

Las Olvidadas.


Aunque figuró entre las candidatas, es preciso reconocer la valía de Chus Lampreave señalando que aquella temporada cinematográfica bien podría haber figurado nominada por otros dos empeños más. Había repetido con Almodóvar, para el que acometió un nuevo papel, casi episódico, en Mujeres al borde de un ataque de nervios, como portera cotilla y entrometida que, gracias a su particular manera de recitar sus pocas frases, se convirtió en otro de los elementos que hicieron mítica la comedia más redonda del manchego y que figura entre las grandes actuaciones que la actriz ha dado para el cine, indiscutiblemente divertida e inolvidable. Por otro lado, le comió enterita la película a la estrella Ana Belén en Miss Caribe, de Fernando Colomo, como esa patrona de un barco-prostíbulo en el Caribe, asturiana orgullosa que tiene por costumbre servir una lata de fabada a sus clientes, y que permitió a la intérprete obsequiarnos con la jocosa imagen de verla deambular ante la cámara con unos impagables fruteros en la cabeza. El mano a mano establecido con su oponente en pantalla supone la gran virtud de una comedia algo desvaída y que tiene su plato fuerte en el proverbial, muy seguro de sí mismo, despliegue cómico de una Lampreave absolutamente en su salsa. Dos empeños, en definitiva, que sumados a su nominado trabajo en Espérame en el cielo, dan fe de la categoría artística de la intérprete.


También Mujeres al borde de un ataque de nervios sirve otra de las olvidadas en esta categoría en aquella edición. Se trata de otra malagueña, Kiti Mánver, encargada de incorporar al personaje más decididamente antipático de una función altamente descacharrante: Paulina Morales, la abogada feminista que se niega a aceptar el caso de Candela con no poco recelo hacia la persona de la protagonista, Pepa, y que, casualidades del cine de Almodóvar, termina siendo la nueva amante de Iván. Borde y desprendida, Mánver despierta pronto la antipatía del respetable gracias a la soberbia y a la altanería exhibidas sin parangón por la actriz, que brilla en sus pocas secuencias dotando a su personaje de cierto halo de autosuficiencia, propio de una mujer hecha a sí misma, llena, eso sí, de absolutas contrariedades debido a la necesidad de hombre, de uno en concreto (Iván) que acarrea. Aunque, para que nos quede claro, en esa relación la que manda es ella. Ahí, en la relación que su personaje establece con el de Fernando Guillén, Mánver se luce cual 'mantis religiosa', extralimitándose con no poca gracia en el tópico del que parte tamaño juego de roles.


A diferencia de los años anteriores, aquel 1988 dio poco lucimiento a las actrices nacionales en la producción cinematográfica. Muy pocas fueron las que, fuera del universo Almodóvar, lograron atrapar un personaje con sustancia en un proyecto medianamente conseguido. Es más, menos fueron las que, aún disfrutando de cierto lucimiento en sus películas, lograron brillar a la altura necesaria como para hablar de un olvido goyesco. Por ello, es especialmente destacable la labor llevada a cabo por Terele Pávez a lo largo de todo el curso cinematográfico. Cierto que obtuvo una merecida nominación por Diario de invierno, pero también es obligado destacar el portentoso empeño llevado a cabo por la actriz para Vicente Aranda, quien la escogiera para dar vida a una gitana dominante en una brevísima secuencia que se erige pronto en inolvidable gracias al fuste y a la impactante presencia de la actriz, en El Lute II (mañana seré libre). Así como también el que Antonio Isasi-Isasmendi le encomendase en ese breve papel de esa mujer de monte, madura y aún de buen ver, que a punto está de convertirse en víctima de una violenta violación, escena que la Pávez resolvía con impetuosa maestría al igual que su sucesiva escena erótica, en un trabajo eminentemente gestual, casi sin diálogo, borbotónico pero sobria e impunemente ejecutado en la estupenda El aire de un crimen (foto).


Y en vista de la poca chicha de la mayoría de trabajos interpretativos de carácter secundario, no hubiera estado nada mal que la Academia hubiese tirado por la vía de en medio, es decir: la de nominar un trabajo digamos menor de una actriz de no poca importancia como excusa para así homenajear como es debido su respectiva trayectoria. Aquél año nos dejó dos ocasiones para ello sobre dos intérpretes distintas que la Academia desperdició. Por un lado, el trabajo llevado a cabo por Queta Claver en la anodina aunque estimable Sinatra, de Francesc Betriu, acarreando con uno de los personajes más amables de la pintoresca galería que tiene dentro de sí: la dueña de la pensión donde se hospeda el protagonista (Alfredo Landa), una mujer cercana, amable y sensata a la que la actriz da vida con entusiasta naturalidad haciendo un uso realmente espléndido de esa sonrisa encantadora que tan famosa la hizo allá por los sesenta, cuando debutaba a lo grande en nuestro cine con el protagonismo de La bella Mimí (1960), de José María Elorrieta. Sin pelos en la lengua ni prejuicios ni tabúes interpretativos, la Claver se convierte pronto en una presencia francamente grata en el desigual desarrollo de la película de Betriu y proporciona al espectador la única e inesperada sorpresa de todo el metraje: un valiente, desinhibido y sereno top-less a sus casi sesenta años de edad, ahí es nada. Sólo por eso, porque momento tan arriesgado y sin complejos es asumido con visible tranquilidad por la excelsa intérprete, debería haberse ganado una legítima nominación al Goya.


Por último, pasó totalmente inadvertido el puntual regreso de la otrora estrella por excelencia del cine durante la II República, Antoñita Colomé, a la que José Luis García Sánchez había recuperado para la gran pantalla otorgándole un papel de colaboración en su comedia coral y esperpéntica Pasodoble, que cerraría definitivamente la filmografía de la gran estrella, no dando nuevos motivos a los académicos para tenerla en cuenta en futuras ediciones. Y es que Pasodoble termina siendo una película tan llamativamente mediocre que se entiende el escaso eco suscitado por la vuelta de la Colomé. Eso sí, su intervención roza la brillantez, apoyada como está sobre ese gracejo y simpatía tan particulares y que fueron marca de fábrica de la actriz durante su época de mayor esplendor fílmico. Gracias a ellos, Antoñita Colomé se come enteritos a todos los miembros del abultado reparto de Pasodoble, perviviendo como lo mejor de la película en la piel de esa matriarca de un clan gitano en verdad hilarante que ocupan un antiguo palacio, reconvertido en museo, en el que la susodicha dice haber vivido como amante de un antiguo príncipe. Vivaracha en cada una de sus cortas intervenciones, desarrolladas éstas en un complaciente tono espontaneísta, su presencia flaca y demacrada entrega al espectador un trabajo entusiasta y alegre, graciosamente ladino, de una de las grandes glorias de nuestro cine, triste e indecentemente olvidada, por el público en general y por el cine en particular, desde este trabajo hasta su muerte el 28 de agosto del 2005. Sólo por la importancia disfrutada por la Colomé antaño en nuestra industria debería la Academia haberla incluido en la terna a la mejor actriz secundaria de aquel año o, también, haberle otorgado un más que simbólico Goya de Honor.

1 comentarios:

Benigno dijo...

Merecidísimo Goya para María Barranco, la verdad es que si hubiera existido el goya a la mejor actriz revelación, este goya hubiera sido para la gran Julieta Serrano que estaba espectacular también. De las otras nominadas, me parece un gran trabajo el de Lampreave, no he visto el de Laura Cepeda, y Terele es una fuerza de la naturaleza, con lo cual encuentro muy merecida la candidatura. De las que se quedaron fuera, incluiría también a la "virginal" con cara de sota Rossy de Palma por Mujeres al borde de un ataque de nervios. Realmente una de las mejores comedias españolas de todos los tiempos.