viernes, 10 de mayo de 2013

Nos ha dicho adiós un "crack" único de nuestro cine.


La pena nos envuelve tras el anuncio de la muerte de uno de los grandes mitos de nuestro cine. En cierto modo esperada, la noticia no deja de agarrársenos al pecho porque Don Alfredo Landa forma parte indisoluble ya de la imaginería popular de este país. Fue un actor que ha sido de todo en nuestra industria, de secundario eficiente se convirtió en una de las principales estrellas de la gran pantalla para, de la forma más imprevista y magnífica, virar por completo su imagen fílmica y asentarse como un intérprete superlativo, de esos que lo hacían todo con muy poco y, casi siempre, todo bien. Nacido en Pamplona, un 3 de marzo de 1933, era hijo de un capitán de la Guardia Civil. A los doce años emigra con su familia a San Sebastián, donde tras comenzar estudios de Derecho, acabó volcándose en la creación del Teatro Español Universitario. Tras representar con el TEU casi cuarenta obras, se instaló en Madrid y comenzó una pequeña pero fructífera carrera en el mundo del doblaje y la escena, hasta que debutó ante las cámaras en 1957 con un pequeño papel en la comedia El puente de la paz, de Rafael J. Salvia, tras una participación como extra, y sin acreditar, en la superproducción de Hollywood, rodada en España, Around the World in Eighty Days (La vuelta al mundo en ochenta días) (1956), de Michael Anderson.

Atraco a las tres (1962).

No volvería a probar fortuna en el cine hasta 1962, cuando formó parte del impagable reparto de Atraco a las tres, de José María Forqué. A partir de aquí, inició una primera etapa fílmica desempeñando cometidos secundarios de manera eficaz, casi siempre en el registro cómico de un hombre bonachón de clase media-baja, con ese aire lánguido que confería a su rostro y a una mirada casi siempre infantil, aunque por aquél entonces triunfaba en los escenarios, donde era ya considerado entre los más dotados de su generación. Su fama sobre las tablas se incrementó tanto que el propio Miguel Mihura escribió para él la obra "Ninette y un señor de Murcia", que el propio Landa estrenaría con gran éxito en la temporada de 1964. Luis García Berlanga le fichó para un pequeño cometido en su obra maestra El verdugo (1963), y José Luis Sáenz de Heredia haría lo propio para otro en el éxito La verbena de la Paloma (1963), haciéndose así un hueco también entre la nómina de característicos recurrentes en el cine de consumo de la época, sobre todo en el terreno de la comedia y gracias al éxito de La ciudad no es para mí (1966), de Pedro Lazaga. Así, se le vio mucho secundando a otros cómicos en cintas, por lo común, poco elaboradas, dirigidas casi siempre por Mariano Ozores, como Hoy como ayer (1966), Crónica de nueves meses (1967), 40 grados a la sombra (1967); pero también por Lazaga, ¿Qué hacemos con los hijos? (1967), Novios 68 (1967); y por Javier Aguirre, Los que tocan el piano (1968), Una vez al año ser hippy no hace daño (1969), Soltera y madre en la vida (1969); o también en otras del mismo corte y pretensiones como Amor a la española (1967) o Los subdesarrollados (1968), ambas de Fernando Merino, o Las que tienen que servir (1967), de nuevo con Forqué. Aunque también intervino en algunas obras de calidad, la parodia criminal De cuerpo presente (1967), de Antonio Eceiza, o la adaptación de Ninette y un señor de Murcia (1965), de Fernando Fernán Gómez, donde, a pesar de su vinculación con la obra de Mihura, tuvo que conformarse con un papel secundario cediendo el protagonista al mismísimo director.

Ninette y un señor de Murcia (1965).

En esta época emprendió, no obstante, algunos cometidos protagónicos en alguna que otra comedia, con tintes dramáticos, que no resultan del todo despreciables: el novio impaciente de La niña de luto (1964), de Manuel Summers, o el boxeador alcohólico de No disponible (1969), de Pedro Mario Herrero. De esta manera, sus papeles para Summers le permitieron, no obstante, salirse del tópico y aún fomentando el tipismo, realizar trabajos más elaborados, como en No somos de piedra (1968) o ¿Por qué te engaña tu marido? (1969). Justo un año después llegaría el bombazo taquillero que convertiría a Alfredo Landa en una auténtica estrella de nuestra cinematografía y, de paso, le condenaría como estandarte inconfundible de lo que se dio en llamar "españolada": No desearás al vecino del quinto (1970), de Ramón Fernández, paradigma de “cine casposo” con el que actor inició un ciclo de comedias de humor grueso y chabacano, carentes de ningún valor estrictamente artístico, que ironizaban sobre temas muy próximos a los espectadores e intentaban sacar partido de la represión sexual a la que estaba sometido el españolito medio aportando, de paso, conclusiones moralizantes y represoras al final de cada una de ellas. Vimos a Landa corriendo en calzoncillos constantemente detrás de la desinhibida extranjera de turno o de la enfermera de guardia, encarnando a un tipo permanentemente anulado ante la visión de unas piernas desnudas, siendo testigos de una vis cómica inigualable, sí, pero también de un mediocre desperdicio de un talento dramático excepcional. Olvidables ejemplos, pero inauditos éxitos de público (incluso recientemente en sus frecuentes pases televisivos) de esta corriente, que ha pasado a la historia con el nombre de 'landismo' en honor al intérprete, fueron: Vente a Alemania, Pepe (1970), No firmes más letras, cielo (1971), Vente a ligar al Oeste (1972), París bien vale una moza (1972), las cuatro de Lazaga; Manolo la nuit (1973), Jenaro el de los catorce (1973), El reprimido (1974) o Dormir y ligar, todo es empezar (1974), debidas a Ozores; Cateto a babor (1970) o Los novios de mi mujer (1972), de Ramón Fernández; No desearás la mujer del vecino (1971) o Pisito de solteras (1974), de Merino; Aunque la hormona se vista de seda… (1971), de Vicente Escrivá; o Un curita cañón (1974), de Luis María Delgado

No desearás al vecino del quinto (1970).

Todas ellas (y otras más) encasillaron al intérprete y lo desprestigiaron como tal mientras su popularidad, en contrapartida, no hacía más que incrementarse. Los tics mil veces empleados por el actor se hicieron famosos y las prestaciones de la estrella a tan descabellados empeños rozan hoy el cansancio por extenuación. En poco menos de cinco años, la fórmula se antojó reiterativa y en exceso simplista, tanto es así que las actuaciones del actor, entusiastas en los primeros títulos, llegan a resultar anodinas y hasta grotescas en los últimos, como en Cuando el cuerno suena (1975), de Luis María Delgado, o en los machacones intentos de Ozores por seguir exprimiendo una fórmula extinta y ya sin sentido con el advenimiento de la democracia: Tío, ¿de verdad vienen de París? (1975), Alcalde por elección (1976), Mayordomo para todo (1976) o Celedonio y yo somos así (1977). Como el país, la carrera cinematográfica de Alfredo Landa comenzó a virar en plena Transición gracias a la determinación de Juan Antonio Bardem de utilizar el estereotipo “landista” para transmitir una doctrina izquierdista en El puente (1976), road movie donde Landa podía permitirse el lujo de parodiar la imagen fílmica que le había hecho archiconocido de una manera honesta y brillante, logrando una interpretación magistral, impensable en el protagonista de los bodrios precedentes. Pero el carpetazo definitivo a su pasado fílmico se acabó de confirmar gracias a la colaboración del intérprete con el joven realizador José Luis Garci, que como aperitivo le proporcionó un rol distinto a todos los anteriores en Las verdes praderas (1979): el de un oficinista urbano, un nuevo ejecutivo con corbata y problemas para llegar a fin de mes, que le regaló al intérprete su primer premio importante, el concedido por el Círculo de Escritores Cinematográficos al mejor actor. Sería sólo el comienzo. 

Las verdes praderas (1979)

Tras nuevos protagonismos cómicos, en cintas en cierta manera herederas del “landismo”, como Paco, el seguro (1979), de Didier Haudepin, El poderoso influjo de la luna (1980), de Antonio del Real, Préstame tu mujer (1981), de Jesús Yagüe, así como nuevas intentonas en la corriente por el irreductible Luis María Delgado, El alcalde y la política (1980) o Profesor Eróticus (1981); del estrecho entendimiento que iniciaron Landa y Garci a partir de su encuentro en Las verdes praderas acabaría de emerger el lado más serio y gratificante de Alfredo, que alcanzaba la madurez interpretativa con un personaje para el que, sobre el papel, el actor no parecía el más indicado, pues había cimentado su fama gracias al chascarrillo cómico de los setenta, pero una vez vista El crack (1981), a uno le es imposible desligar al detective Areta de la fisionomía y los rasgos de Alfredo Landa. En este intento de thriller policiaco, Landa lo borda en la piel de ese amargado detective madrileño en busca una joven desaparecida deambulando por las calles de una ciudad sombría en un Simca 1000 Barreiros. La sorpresa ante tan portentoso trabajo llega a ser doble pues no sólo era inaudito el cambio de registro, sino que además Landa basa todo su trabajo en una acertada sobriedad, resolviendo con ahínco y soberbia destreza un papel fácilmente reconocible por los amantes del género y pese a su escasa vinculación con él. Un segundo Premio del CEC cayó merecidamente en sus manos como el mejor actor del año. 

El crack (1981).

Con el prestigio adquirido en tan poco tiempo, Landa aún siguió transitando por la comedia chabacana algún tiempo después con Un rolls para Hipólito (1982), de Juan Bosch, o Las autonosuyas (1983), de Rafael Gil, pero también amplió el marco de cineastas “serios” con los que ofrecer actuaciones consistentes, así se estrenó con Antonio Mercero en el drama La próxima estación (1982), retomó al detective Areta en la secuela El crack dos (1982), de nuevo con Garci, y a las órdenes de Mario Camus, el actor sacó partido del cliché rural que él mismo había forjado componiendo de manera sobrecogedora a un patético pero entrañable criado que es tratado como un esclavo por su amo, al que venera incomprensiblemente, en la adaptación de la novela de Miguel Delibes Los santos inocentes (1984). La mayúscula perfección de este retrato del ignorante rural le puso en bandeja uno de los mayores galardones del mundo cinematográfico: el relativo al mejor actor (compartido con su compañero en el film, Francisco Rabal) del Festival de Cannes. Un grandioso reconocimiento a un intérprete imponente y magistral que lograba al fin desvincularse de la estereotipada gama de papeles que lo habían convertido en estrella una década antes.

Los santos inocentes (1984).


Berlanga le llamó por fin para un papel protagonista y el actor retomó su lado cómico y esperpéntico en La vaquilla (1985), pero siguió sumando empeños dramáticos de la mano de Basilio Martín Patino, con el que colaboró en Los paraísos perdidos (1985); Pedro Olea, que le dirigió en el thriller de temática vasca Bandera negra (1986); o José Luis Borau, con su maravilloso protagonismo en Tata mía (1986), que le hizo ganador del premio al mejor actor de reparto en el Festival de Cine de Cartagena de Indias. Con esta película, la estrella más importante de nuestro cine en las últimas décadas se erigió en el gran olvidado sin discusión en aquella primera edición de los Premios Goya. Que a trabajos tan loados siguieran dos comedias intrascendentes en las que Landa únicamente se limitó a dar rienda suelta a su reconocida galería de tics, como El pecador impecable (1987), de Augusto Martínez Torres, o ¡Biba la banda! (1987), de Ricardo Palacios, poco importa si tenemos en cuenta que ese mismo año también llegaba a las salas liderando el excelente reparto de la estupenda El bosque animado (1987), de José Luis Cuerda, dando cuerpo fílmico a ese encantador y entrañable pordiosero llamado Malvís que sueña con vivir a cuerpo de rey sin dar un palo al agua convirtiéndose en el Bandido Fendetestas del bosque. Con él, Landa, aparte del aplauso generalizado de crítica y público, estuvo en la final por el Fotogramas de Plata al mejor actor del año y fue incluido también dentro de los cinco finalistas en los recién creados Premios del Cine Europeo. En nuestro país, la Academia supo apreciar la categoría de su trabajo y le otorgó un merecido Premio Goya al mejor actor en su segunda edición.

El bosque animado (1987).

Con su primer cabezón bajo el brazo, Alfredo Landa se prestó a llevar a la pantalla la adaptación de la novela del escritor argentino afincado en España “Sinatra, un extraño en la noche”, de Raúl Núñez, titulada Sinatra (1988), de Francesc Betriú, película del todo fallida que se convertía pronto en un premeditado vehículo para la exhibición dramática de la estrella y es que su omnipresencia a lo largo de todo el metraje es lo único que ayudaba a mantener el interés, tanto es así que volvió a ser nominado, contra todo pronóstico, al Fotogramas de Plata y, por segunda vez, al Goya al mejor actor. Justo un año después, Landa reincidía en la lucha por el cabezón gracias a su protagonismo en el drama de aventuras El río que nos lleva, de Antonio del Real, donde el decepcionante resultado final de la película juega en contra del trabajo de la estrella, que pierde valor y consideración con secuencias como la del bochornoso tiroteo final y su tercera nominación al Goya se nos antoja producto de la alta estima que le profesaba la práctica totalidad de la industria. A continuación llegó Bazar Viena (1989), ópera prima del todo fallida de Amalio Cuevas, en la que Landa daba vida a un taxista fascinado por una mujer que sube con su pareja al taxi, apareciendo el hombre muerto al día siguiente. Y, para más inri, los noventa no empezaron del todo bien, pues encadenó dos fiascos en todos los sentidos: un impresentable e innecesario remake del magnífico y clásico filme de Ladislao Vajda Marcelino pan y vino, perpetrado en 1991 en régimen de co-producción tripartita por el italiano Luigi Comencini; y Aquí el que no corre vuela (1992), de Ramón Fernández, un insoportable engendro sin gracia y sin sentido, con interpretaciones deplorables de todo el reparto, dirigido únicamente a espectadores de cierto tipo de programas absurdos de la televisión privada de la época, como demuestra la presencia en el reparto de varios de sus presentadores. En medio de este desolador panorama, no debe resultar extraño que la actuación de Alfredo Landa en La marrana (1992), de nuevo para Cuerda, emerja con fuerza hasta el punto de situarse en una labor prodigiosa cuando tampoco era para tanto. A pesar de todo, el actor siguió siendo uno de los más queridos no sólo por el público, sino también por una Academia que le concedió su segundo Goya por un trabajo correcto y resultón, aunque a todas luces menor, por el que también quedó finalista a los premios de la Unión de Actores. 

La marrana (1992).

En ese momento, ya había triunfado enormemente en televisión gracias a su encarnación del mítico Sancho Panza en la serie Don Quijote de La Mancha (1991), de Manuel Gutiérrez Aragón, éxito que tendría su continuación con su protagonismo en las comedias Lleno, por favor (1993) y Por fin solos (1995). Pero, a pesar de su dedicación a la pequeña pantalla en esa década, Landa no abandonó el cine, aunque sí disminuyó notablemente su actividad, volviéndose especialmente riguroso y exigente con los proyectos en los que aceptaba intervenir. Volvió al universo sobrio de Garci con su inesperada y esteticista adaptación del clásico de la literatura Canción de cuna (1994), por la que volvió a aspirar un nuevo Premio del CEC y, por quinta vez, al Goya. Se alió con Del Real para recuperar, hasta cierto punto, el humor costumbrista y banal de sus películas de los años setenta en la exitosa comedia ¡Por fin solos! (1994), cuyo triunfo en taquilla originaría la serie homónima anteriormente mencionada. Y se reencontró con Gutiérrez Aragón, ahora en pantalla grande, para poner en pie el drama familiar de El rey del río (1995), que le reportó el premio al mejor actor por la Asociación de Cronistas del Espectáculo de Nueva York. Sin embargo, hubo que reprocharle su participación en el engendro pseudocómico que fue Los porretas (1996), de Carlos Suárez. Pero, para entonces, el cine había dejado de ser ya una prioridad.

Historia de un beso (2002).

Algo que pone de manifiesto el que ya no volviera a intervenir en otra película hasta acometer un pequeño papel en la comedia disparatada El árbol del penitente (2000), recomendable ópera prima de José María Borrell, el mismo año en el que ponía voz a uno de los personajes de la película animada La isla del cangrejo (2000), de Txabi Basterretxea Joxan Muñoz. Ya no regresó hasta no volver a ser convocado por Garci para protagonizar el melodrama nostálgico de Historia de un beso (2002), donde Landa literalmente nos enamoraba a través de un proverbial despliegue romántico, superponiéndose a la melosidad que imperaba en la puesta en escena creada por el director. Fue nominado al mejor actor por el Círculo de Escritores Cinematográficos pero, incomprensiblemente, no optó a un nuevo Goya. Algo que sí ocurriría un año después, con su sencillo y práctico protagonismo en La luz prodigiosa (2003), uno de los mejores films de Miguel Hermoso, libre adaptación de la novela homónima. Pasando por alto el desperdicio de tan impoluto talento en la vuelta a la chabacanería que fue la comedia El oro de Moscú (2003), de Jesús Bonilla, Landa sólo haría dos películas más en toda su trayectoria y ambas para el director que le ayudó, como ningún otro, a hacerse con un lugar de honor entre los grandes actores que ha dado nuestra cinematografía.

Luz de domingo (2007).

Efectuó un pequeño papel en la coral Tiovivo c. 1950 (2004) y ya no regresó hasta no caer en sus manos el protagonismo de Luz de domingo (2007), que aparte de brindarle la ocasión de efectuar un brillante y pormenorizado trabajo para la gran pantalla (otro más), le llevó a estar nominado a otro Premio del CEC, a los Fotogramas de Plata, le dio el Premio de la Unión de Actores y su séptima nominación a los Premios Goya, en una edición en la que su presencia entre los cuatro candidatos resultaba más testimonial que otra cosa y no porque no mereciera ganar el que bien podría haber sido su tercer Goya, sino porque fue él el condecorado con el prestigioso Goya de Honor de la Academia de Cine. Aquélla noche, durante su discurso de agradecimiento, todos nos emocionamos viéndole emocionarse y sentimos como algo se nos escapaba de las manos al asistir al ofuscamiento que le quitó el habla de golpe y porrazo. Luego nos enteramos que había caído enfermo, el actor que había mantenido en pie de guerra la industria durante tantos años de crisis, la estrella que había llenado las salas cuando ya nos colonizaban los yanquis se perdía. Nunca más le volvimos a ver desfilar en una nueva película. Y ya no habrá nuevas películas para Alfredo Landa. Pero siempre nos quedará una extensa y cuantiosa lista de éxitos para seguir recordando que hubo un tiempo, no tan lejano, en el que los españoles soñaban con ser como Alfredo Landa, que otra cosa no, pero un coloso de la interpretación, un auténtico crack del cine, no hay quien se atreva a ponerlo en duda.


1 comentarios:

Benigno dijo...

Grande Landa. DEP