miércoles, 23 de octubre de 2013

Ángela Molina recibe la Medalla de Oro de la Academia.


Con una trayectoria como la suya, es normal que empiecen a sucederse los homenajes de todo tipo. Hoy la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España hará entrega de la preciada Medalla de Oro a una intérprete del calibre de Ángela Molina, lejos de toda duda, uno de los rostros más emblemáticos del último Cine Español y una de nuestras actrices con mayor y más reconocido prestigio también fuera de nuestras fronteras. Cinco veces candidata al Goya, la Molina ha dejado poso en nuestra cinematografía no ya solo por poseer una belleza inabarcable, que aunque ya marchita sigue poseyendo un cariz decididamente cautivador, sino también por demostrar una capacidad de hierro para traspasar sus propias limitaciones y efectuar para la gran pantalla algunas de las mejores actuaciones que se han visto en las últimas décadas en nuestra cinematografía. Musa de algunos de los grandes directores europeos del cine reciente, repasamos su filmografía aprovechando el lugar de honor en nuestra industria al que la Academia la ha ensalzado con tremendo y merecido homenaje.

Hija del cantante y ocasionalmente actor Antonio Molina, comenzó estudios de ballet clásico, danza española y arte dramático en la Escuela Superior de Madrid y debutó en el cine antes de cumplir los 20 años de edad gracias a un reportaje suyo aparecido en la revista Fotogramas. Su soberbia fotogenia, cualidad debida a la posesión de uno de los rostros más hermosos vistos en el Cine Español, la condenó a dar unos primeros pasos cinematográficos poco afortunados, en cintas adscritas a esa corriente mediocre tan de moda en los setenta como fue el cine del destape. No matarás (1975), de César F. Ardavín, moralista y reaccionario alegato antiabortista; No quiero perder la honra (1975), de Eugenio Martín, discreta comedia al servicio de José Sacristán, o el melodrama erótico Las protegidas (1975), de Francisco Lara Polop; descubrieron a la, probablemente, más bella actriz surgida para las pantallas de nuestro cine, pero apenas le otorgaron oportunidades para demostrar que poseía algo más que un físico espectacular. Además, se vislumbraba en ellas cierta incapacidad por parte de la Molina para comunicar merced a un evidente agarrotamiento expresivo y a una dicción muy poco trabajada, a lo que contribuyó en última instancia el que sus directores mostraran un nulo interés en hacer algo al respecto.

Con Luis Buñuel y Fernando Rey en el rodaje de Ese oscuro objeto del deseo (1977).

Sin embargo, la actriz, dominada por una admirable ambición, no tardó en intentar apartarse del camino impuesto por su físico y ya en 1976 era miembro del excelente reparto de Las largas vacaciones del 36, de Jaime Camino, interesante cinta de corte histórico ambientada en la Guerra Civil que nos mostró a una Ángela Molina más sobria y con no poco talento dramático, aunque aún por pulir. Su intervención en La ciutat cremada (La ciudad quemada) (1976), de Antoni Ribas, confirmó el camino serio por el que la actriz quería seguir sus pasos en la industria y que culminó un año después con su primer trabajo a las órdenes del joven Manuel Gutiérrez Aragón en Camada negra, director que la erigiría pronto en su actriz fetiche, logrando encuadrar definitivamente a la actriz en un lugar preferente dentro del precario estrellato español. A este respecto, ayudaron y mucho sus intervenciones para otros directores de prestigio en aquella España de la Transición como eran Jaime Chávarri, que la dirigió en la excelente y críptica A un dios desconocido (1977), o Jaime de Armiñán, que contó con ella para Nunca es tarde (1977), reivindicación de los derechos amatorios de la Tercera Edad; no obstante y con permiso de Gutiérrez Aragón, fue su trabajo a las órdenes del genio por excelencia de nuestra cinematografía el que impuso a la Molina como una actriz hecha y derecha y no sólo dentro de nuestras fronteras. Su protagonismo en la última cinta de Luis BuñuelCet obscur objet du désir (Ese oscuro objeto del deseo) (1977), película nominada a dos Oscar (mejor guión adaptado y película extranjera -por España-), lo que permitió al mundo entero conocer, admirar y quedarse prendado de los rasgos sublimes de la actriz, que iniciaría entonces una trayectoria paralela a la nacional en innumerables cinematografías, con prioridad hacia la italiana.


Allí no tardó en convertirse en toda una estrella también, logrando pronto que la dirigieran directores tan importantes como Luigi Comencini, que contó con ella para su comedia L’Ingorgo, una storia impossibile (El gran atasco) (1979), dentro de un reparto coral que incluía a verdaderos astros del cine europeo como Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Annie Girardot, Alberto Sordi, Miou-Miou y el español Fernando Rey; Elio Petri, que la unió en la pantalla junto a otra leyenda del cine italiano como Giancarlo Giannini en Buone notizie (1979); o Marco Bellocchio, que le dio un estupendo papel en su drama Gli occhi, la bocca (Los ojos, la boca) en 1982. También disfrutó de cierta repercusión en Alemania, país donde trabajaría para Bernhard Sinkel en el thriller Kaltgestellt (Marginado) (1980) y protagonizaría el drama Dies rigorose Leben (1983), de Vadim Glowna. La nominación al Oscar de su cinta con Buñuel y su rápido ascenso dentro del star-system europeo propició que se convirtiera en pocos años en la actriz más codiciada de nuestra industria, auténtica estrella fuera de nuestras fronteras a la que se le perdonaba sin miramiento alguno el que aún no hubiese corregido del todo su discutida dicción, pues el alcance de su juego interpretativo se había visto reforzado gracias a una expresividad más estudiada y a un dominio más consciente de todo su aparato corporal. Si bien, la Molina acabó la década de los setenta gozando de un privilegio que pocas actrices poseían dentro de la industria patria: el lujo de poder elegir en qué proyectos intervenir y bajo las órdenes de qué directores trabajar.

Con Ana Belén en Demonios en el jardín (1982).

Por ello, su filmografía desde finales de los setenta presenta algunas de las películas más importantes de la década siguiente, como El corazón del bosque (1979), su regreso al personal universo de Gutiérrez Aragón, que le reportó su segundo Fotogramas de Plata a la Mejor Actriz (el primero lo había obtenido por su trabajo para el mismo director en Camada negra); la histórica co-producción franco-italo-española debida a Gillo Pontecorvo Operación Ogro (1979); o la fantástica rareza que supuso La Sabina (1979), de José Luis Borau, que nos la presentó como una fascinante devoradora de hombres. Culmen de este baño de prestigio y definitivo asentamiento como una de las primeras figuras de nuestro cine en los ochenta, fue su nuevo protagonismo a las órdenes de Gutiérrez Aragón, Demonios en el jardín (1982), que dio de ella la medida justa de su alcance dramático, reportándole una nueva nominación a los Fotogramas de Plata y, unos años más tarde, en 1985, el Premio ACE de la Crítica de Nueva York a la Mejor Actriz. Tras participar en otra cinta de prestigio como fue Bearn o la sala de las muñecas (1983), de nuevo con Jaime Chávarri, hizo su debut para la pequeña pantalla en dos producciones italianas de calidad, la tv-movie La bella Otero (1984) y la mini-serie Quo Vadis? (1985), para incorporar otra cinematografía más a su políglota filmografía, en este caso la francesa, donde protagonizó Bras de fer (1985), de Gérard Vergez.

La mitad del cielo (1986).

Regresó a Italia ese mismo año para incorporar a su lista de directores el nombre de otra grande, el de la primera mujer nominada al Oscar por la dirección de una película, Lina Wertmüller, para la que llevó a cabo un espléndido trabajo en el drama criminal Un complicato intrigo di donne, vicoli e delitti (Camorra: contacto en Nápoles), que, un año después, la llevaría a convertirse en la primera actriz española en ganar el preciado Premio David di Donatello italiano a la Mejor Actriz, así como el Premio del Sindicato Nacional de la Prensa Cinematográfica. Tremendo éxito coincidió con su primer traspiés en muchos años, dentro de la cinematografía patria, al protagonizar de una forma algo desvaída la poco sustanciosa Lola (1986), de Bigas Luna, y la fracasada producción de Chávarri, El río de oro (1986). No obstante, para salvar el cómputo general del año con nota positiva, hay que mencionar su incursión en el cine americano con la desconocida Streets of Gold (Calles de oro), de Joe Roth, y su vuelta al mundo alegórico de su mejor director: Manuel Gutiérrez Aragón. Su protagonismo en La mitad del cielo se alza pronto como el mejor papel que la haya podido caer en gracia a una actriz de su categoría y esto lo sabe la Molina desde el principio, pues pasados los primeros minutos de su intervención uno ya es consciente de que está asistiendo al más depurado, íntimo y perfecto de los trabajos llevados a cabo por la intérprete, que saldaría ese 1986 ganando muy merecidamente la Concha de Plata a la Mejor Actriz del Festival de San Sebastián, un tercer Fotogramas de Plata y colándose entre las tres finalistas a unos primerizos Premios Goya que, con permiso de la ganadora Amparo Rivelles, hubiera tenido que ser para ella con toda justicia.

Con Fernando Fernán Gómez en Esquilache (1989).

Elogiada unánimemente como una de las principales estrellas femeninas de nuestra cinematografía, la Molina mantuvo a buen ritmo su trayectoria europea, reforzada con el protagonismo de los dramas italianos La sposa era bellissima (La esposa era bellísima) (1987), de Pál Gábor, y Via Paradiso (1988), de Luciano Odorisio, además de participar en la ambiciosa superproducción italo-española The Legendary Life of Ernest Hemingway (Hemingway, fiesta y muerte) (1988), de José María Sánchez; marcándose además nuevos y muy buenos protagonismos en el cine español, como el de esa joven de clase media casada con un rico heredero en el drama Laura, del cielo llega la noche (1987), de Gonzalo Herralde, o en la cinta de corte fantástico Luces y sombras (1988), de Jaime Camino, que además le brindó ser nominada al Goya a la mejor actriz por segunda vez. Nominación a la que seguiría una tercera justo un año después gracias a un título que no dudó en presentárnosla como la auténtica estrella que ya era: Las cosas del querer, de Jaime Chávarri, en una prodigiosa, fascinante y emocionante composición propia de una magnífica y grandiosa actriz. Además, se benefició del éxito interpretativo acaecido en su otro trabajo para el cine español del año, la estupenda producción de corte histórico, Esquilache (1989), de Josefina Molina, pero su papel de criada desamparada y servicial, quedó irremisiblemente eclipsado por los proverbiales despliegues dramáticos de la plana mayor del resto del reparto y no porque su trabajo desmereciera el aplauso, porque la actriz lograba imprimir calidez y emoción a una puesta en escena que rozaba deliberadamente la frialdad descriptiva, sino porque su actuación permanecía siempre apegada a una eficaz y plana corrección, carente del brío y de la magia que sí desprendía en Las cosas del querer.

Martes de carnaval (1991).

Para cerrar como debía la década, la Molina encabezó un reparto abultadísimo en la coproducción entre México, Cuba y España Barroco (1989), de Paul Leduc, basada en la prestigiosa novela "Concierto barroco", de Alejo Carpentier; y regresó a Francia para intervenir en el drama La barbare (1989), de Mireille Darc. Sin embargo, a pesar de lo que cabía esperar, los noventa supusieron la indefinición laboral de una intérprete que comenzó a mostrarse menos selectiva y, por ende, menos acertada en los proyectos en los que participaba: la ignota y de oscura distribución coproducción policiaca entre España, Francia y Suiza Los Ángeles (1990), de Jacob Berger; la ridícula y fracasada coproducción multipartita (Unión Soviética, España, Italia y Marruecos), La batalla de los tres reyes (Tambores de fuego) (1990), de Souheil Ben Barka Uchkun Nazarov, con la actriz formando parte de un ecléctico plantel de estrellas, entre las que destacan una caduca Claudia Cardinale, Ugo Tognazzi, Harvey Keitel, el ganador de un Oscar F. Murray Abraham y nuestro incombustible Fernando Rey; la poco convincente recreación de algunos años de la vida de César Sandino, impulsor del movimiento revolucionario nicaragüense, que fue Sandino (1990), de Miguel Littín, coproducción española con Chile que reunió un heterogéneo reparto de múltiples nacionalidades, como los estadounidenses Kris Kristofferson y Dean Stockwell, el portugués Joaquim de Almeida, el italiano Omero Antonutti o la española Victoria Abril.

Una mujer bajo la lluvia (1992).

A pesar de participar en uno de los debuts más estimulantes del momento, la mágica cinta de corte fantástico Martes de carnaval (1991), de Fernando Bauluz y Pedro Carvajal, la actriz siguió ligada a la producción de prestigio del continente, protagonizando la coproducción entre Francia, España y Suiza L'homme qui a perdu son ombre (El hombre que perdió su sombra) (1991), del reputado Alain Tanner, plúmbeo y cargante drama donde solo se sostiene el trabajo protagonista de un gran Francisco Rabal; para acto seguido dar forma a una actuación del todo despistada en la mitad comedia surrealista, mitad drama de denuncia, Le voleur d'enfants (El ladrón de niños) (1991), de Christian de Chalonge, con un Marcello Mastroianni en su salsa. Tampoco la producción venezolana Río negro (1991), de Atahualpa Lichy, hizo nada por la carrera de Ángela Molina, como tampoco la endeble ópera prima del argentino Enrique Gabriel Krapatchouk, al este del desdén (1992) o la italiana Volevo i pantaloni (Quería los pantalones) (1992), de Maurizio Ponzi. Por ello, se espera con expectación su regreso a la cabeza de cartel de una producción netamente española, como fue en Una mujer bajo la lluvia (1992), de Gerardo Vera, remake de La vida en un hilo (1945), de Edgar Neville, que terminó siendo un varapalo crítico para la estrella merced al plano andamiaje de esta contemporización de la historia. Sin embargo, como correspondía a una estrella de su nivel, se hizo con uno de los papeles principales de la superproducción entre Gran Bretaña, Francia y España 1492: the conquest of paradise (1492: la conquista del paraíso) (1992), mastodóntico proyecto destinado a conmemorar el descubrimiento del continente americano por Cristobal Colón, dirigido por nada menos que Ridley Scott, con un reparto que incluía a estrellas internacionales como Gérard Depardieu, Sigourney Weaver, Frank Langella o, de nuevo, Fernando Rey, y que supone un entretenido y digno espectáculo cinematográfico.

Gimlet (1995).

Tras la producción portuguesa Coitado do Jorge (1993), de Jorge Silva Melo, se apuntó a un triángulo amoroso de carácter insano junto a Juanjo Puigcorbé y Ariadna Gil en el modesto y encomiable thriller Mal de amores (1993), de Carles Balagué; para, acto seguido, regresar al universo fantástico de Pedro Carvajal, ahora en solitario, con la simpática El baile de las ánimas (1994), en la que convencía como madre de su hermana en la vida real Mónica Molina. Un papel de colaboración en la cinta italiana, de escaso eco comercial, Con gli occhi chiusi (Con los ojos cerrados) (1994), de Francesca Archibugi, precedió a su reencuentro con la ya mítica Pepita, su gran papel de Las cosas del querer, en la secuela que volvió a dirigir Jaime Chávarri, ahora en coproducción con Argentina dado el éxito que aquélla cosechó en este país, peor realizada y mediocre en resultado, Las cosas del querer 2ª parte (1995) daba muestras del divismo de la estrella en una interpretación nada trabajada. Algo que también evidenció la burda comedia ¡Oh, cielos! (1995), de Ricardo Franco, donde la estrella se limitaba a apoyar con desinterés la exhibición cómica de El Gran Wyoming.

Carne trémula (1997).

Por fortuna, llegó Gimlet (1995), atrevido e interesante thriller con el que José Luis Acosta debutaba en la dirección y que ofreció un nuevo y sólido trabajo de la actriz, no tan forzado como el llevado a cabo en la adaptación del clásico "Edipo rey", de Sófocles, a la Colombia del momento, según un libreto de Gabriel García Márquez, en la coproducción Edipo alcalde (1996), de Jorge Alí Triana, en la piel de la mítica Yocasta y que le valió un nuevo Fotogramas de Plata a la mejor actriz en el curso siguiente, aunque a todas luces éste supusiera un reconocimiento a su labor llevada a cabo a las órdenes de Pedro Almodóvar en Carne trémula (1997), donde en un papel secundario, la estrella robaba limpiamente la función como esa mujer madura víctima de malos tratos en su hogar, subyugada por una pasión enfermiza hacia un hombre mucho más joven que ella. Modélica y espectacular, la Ángela Molina que nos descubrió Almodóvar se revelaba como una intérprete de madurez exquisita y técnica depurada, no sin razón su trabajo en Carne trémula se alza como uno de los más perfectos trabajos llevados a cabo por la estrella para la gran pantalla, merecedor no sólo de aquél Fotogramas de Plata, sino también de las correspondientes nominaciones obtenidas por la actriz a los Premios de la Unión de Actores y a los Goya como mejor actriz secundaria.

Piedras (2002).

Más que una resurrección, el éxito personal que supuso para ella Carne trémula significó un alarmante descenso en su actividad cinematográfica como cabeza de cartel, protagonizando solo la tierna y surrealista comedia argentina El viento se llevó lo que (1998), de Alejandro Agresti, para acto seguido perder la categoría estelar y efectuar solo trabajos de colaboración en títulos de lo más diversos, desde la insólita y estimable El mar (2000), de Agustí Villaronga, hasta la coproducción con Gran Bretaña One of the Hollywood Ten (Punto de mira) (2000), de Karl Francis, interpretando a la mítica Rosaura Revueltas en una elección de casting equivocada; pasando por la inmadura ópera prima Jara (2000), de Manuel Estudillo, donde la Molina ponía toda su presencia para apoyar el debut cinematográfico de su hija, Olivia Molina. Su acumulación de trabajos en coproducciones de ínfimo alcance comercial, sobre todo en nuestro país, a lo largo del siguiente curso cinematográfico cimentó la sensación de cierta pérdida en su horizonte artístico: las italianas Malefemmene (2001), de Fabio Conversi, y Un delitto impossibile, de Antonello Grimaldi, la griega Anna's Summer (El verano de Ana) (2001), de Jeanine Meerapfel, o las francesas L'origine du monde (2001), de Jérôme Enrico, y Carnages (2002), de Delphine Gleize. En nuestro país, recuperó cierto peso estelar con la desafortunada ópera prima de Vicente Molina Foix, Sagitario (2001) y apareció radiante y desbordante de clase en la pretenciosa y feminista Piedras (2002), debut de Ramón Salazar, para luego apechugar con empeños del tipo "estrella invitada" tanto en la execrable coproducción con Argentina Nowhere: última estación (2002), del prestigioso escritor Luis Sepúlveda, como en la agradable y voluntariosa Al sur de Granada (2003), de Fernando Colomo.

La caja (2006).

Cuando volvimos a verla en una pantalla grande habían transcurrido tres largos años y la belleza de Ángela Molina acusaba ya un prematuro deterioro, que dignificaba la imagen de la estrella dotándola de un halo inmarchitable, de estrella de otra época. Así ocurría en sus siguientes y, por desgracia, muy breves incursiones en el cine: el drama racial El triunfo (2006), de Mireia Ros, o la superproducción nacional Los Borgia (2006), de Antonio Hernández. Todo lo contrario al feliz y disfrutable lucimiento que de todo su talento propiciaba la estimable La caja (2006), de Juan Carlos Falcón. Éste fue, a pesar de todo, un caso excepcional, pues la filmografía de la actriz seguiría nutriéndose en lo sucesivo de nuevos y cortísimos empeños de colaboración en toda suerte de títulos, que pusieron de manifiesto la liviana capacidad de selección de la otrora estrella del cine europeo: la desconocida Un château en Espagne (2007), de Isabelle Doval, la rancia La masseria delle allodole (El destino de Nunik) (2007), de los prestigiosos Paolo y Vittorio Taviani, o la desequilibrada y de oscura distribución Anastezsi (2007), de Miguel Alcantud.

Los abrazos rotos (2009).

Tampoco llegó a distribuirse con normalidad su publicitado reencuentro con Jaime de Armiñán en 14, Fabian Road (2008) y se lamentó su presencia en la deleznable Diario de una ninfómana (2008), de Christian Molina. Algo similar a lo sucedido con su vendido retorno al cine de Almodóvar, que se saldó con una escueta e insatisfactoria escena en Los abrazos rotos (2009). Tampoco en Italia pudo lucirse a conveniencia ni en la histórica Barbarossa (Barbarroja) (2009), de Renzo Martinelli, ni en el thriller Trappola d'autore (2009), de Franco Salvia; a pesar de obtener un papel importante en Baarìa (2009), la artificiosa película que devolvió a Giuseppe Tornatore a la actualidad cinematográfica, nominada al Globo de Oro en la categoría de mejor película extranjera. Más cometidos de colaboración en The Way (El camino) (2010), el homenaje de Emilio Estevez a su padre, Martin Sheen, rodado en suelo español; en la coral Vidas pequeñas (2010), de Enrique Gabriel, estrenada con dos años retraso; y en Carne de neón (2010), de Paco Cabezas, en un papel destinado primeramente a Victoria Abril, informaban ya de la decadencia estelar de la actriz, recluida ya en cometidos ínfimos, que en modo alguno lograban transmitir la grandeza y la maestría de una de las, no mucho tiempo atrás, primeras figuras del star system patrio.

Con Iban Garate en Miel de naranjas (2012).

Por ello, cuando tras el pequeño cometido en la soporífera adaptación del original de García Márquez Memorias de mis putas tristes (2011), de Henning Carlsen, vista en el Festival de Málaga, que no conoció distribución comercial, nos heló la sangre con su estremecedora (aunque breve) creación en Miel de naranjas (2012), de Imanol Uribe, la satisfacción fue doble al concederle el Jurado del Festival de Málaga una Mención Especial a la mejor actriz secundaria, lo que hacía entrever que la industria volvía a valorar como correspondía el calibre de la estrella. Algo que terminó siendo una obviedad tras el estreno de Blancanieves (2012), la película muda de Pablo Berger, en la que la Molina volvía a poner toda la carne en el asador para dar vida a una amante y preocupada abuela en una corta participación que, no obstante, resulta difícil de olvidar gracias a la gran humanidad y ternura que desprenden los ojos de la actriz. Nominada a la mejor actriz secundaria tanto por el Círculo de Escritores Cinematográficos, como por la Unión de Actores, fue la máxima favorita a ganar el correspondiente Goya, en la que era su quinta nominación, después de catorce años. La fortuna tampoco estuvo de su lado en esta ocasión, pero la Academia intenta remediar este año el agravio otorgándole la simbólica Medalla de Oro en reconocimiento a su contribución artística al Cine Español. Un más que merecido homenaje que, no obstante, no logra ocultar el hecho de que una figura tan mítica y de tan incuestionable transcendencia en nuestra cinematografía aún no haya ganado un Goya a la mejor actriz como bien merece.

Blancanieves (2012).



2 comentarios:

Benigno dijo...

Interesantísimo artículo. Gran acercamiento a una grandísima actriz. Gracias.

Unknown dijo...

Muchas gracias a ti!!