lunes, 21 de octubre de 2013

Goya 1989 como homenaje a una secundaria irrepetible en la categoría principal.


Volvemos a 1989, a la cuarta edición de los Premios Goya, y lo hacemos para recordar la categoría a la mejor actriz principal, en un año poco fructífero en lo que a trabajos femeninos protagonistas se refiere y es que vista la producción de aquel año, los Académicos apenas tuvieron opciones para confeccionar la lista de las cinco nominadas definitivas. Lo que explica que terminara siendo candidata alguna que otra actuación vistosa sí, pero para nada genial, y solo podamos hablar de una actriz injustamente olvidada en la terna final dado el oscurantismo y la escasa distribución/repercusión de muchos de los títulos, lo que propició que el Goya a la mejor actriz de 1989 terminase premiando un trabajo secundario por parte de uno de los más grandes y entrañables mitos de la pantalla en nuestra cinematografía.


Justamente ganadora de un más que merecido Goya de Honor en reconocimiento a toda su trayectoria en el año 1987, un premio que por cuyas características parecía un indicio del final de una carrera, la veterana Rafaela Aparicio demostró pronto que aún le quedaban fuerzas para acometer nuevos empeños secundarios para el cine, dejando a media industria boquiabierta al afrontar, con sus más de ochenta años cumplidos, su primer rol de cierto protagonismo: el de la abuela gruñona y desmemoriada protagonista de El mar y el tiempo, de Fernando Fernán Gómez, quizás uno de los pocos títulos de su trayectoria que le han permitido lucir sin ataduras de ningún tipo el enorme potencial dramático que poseía. Sin abandonar en ningún momento ese registro esperpéntico que era ya marca de la casa, más bien al contrario, estirándolo y retorciéndolo a su antojo para dulcificar y enternecer la agria y afilada mala uva de su personaje, la Aparicio hace vibrar, literalmente, toda la función sólo con su presencia, muy limitada debido al escaso juego que, a priori, puede ofrecer el que la mayoría de sus secuencias nos la presenten tumbada en la cama; pero que gracias al carisma y a la autoridad desvergonzada de la que hace gala en cada una de sus intervenciones, se torna indispensable para el espectador, necesario bálsamo de ternura y no poca mofa el que proporciona su intachable vis cómica, exhibida sin complejos en esta ocasión a través de una sobrecogedora ironía. Soberbia, descomunal, indudablemente impagable, Rafaela Aparicio lograba además sobrecogernos con su desgarro, emocionándonos con suma facilidad mientras salta con proverbial dominio de una desmesurada exasperación a una intensa serenidad, ganando limpiamente un incuestionable Goya a la mejor actriz principal, que hizo palidecer el reconocimiento que supuso la obtención del Honorífico dos años antes. Con ambos cabezones bajo el brazo, la industria elevaba con sumo retraso la categoría de Rafaela Aparicio a la de mito, la que hacía tiempo merecía una actriz superlativa a la que, por edad, ya apenas le dio tiempo para volver a deslumbrar a la gran pantalla con su incombustible talento.


Pero, sin duda, la ganadora de aquel cuarto Goya debía haber sido Ángela Molina, en la que supuso su tercera nominación justo un año después de la segunda, gracias a un título que no dudó en presentárnosla como una auténtica estrella: Las cosas del querer, de Jaime Chávarri, en el que la intérprete encarnaba a Pepita, una joven que en medio de los escombros y el hambre dejados en España tras la Guerra Civil va abriéndose paso como cantante, aspirando a ser tan grande como Estrellita Castro o, incluso, Imperio Argentina, y teniendo que luchar contra la codiciosa influencia de su madre y la arrebatada pasión que la une a Juan, su pianista. Con una desenvoltura apoteósica y un garbo refulgente, la Molina sentenciaba rápidamente la función a su favor, dejando bien claro qué sangre corre por sus venas, cargada del arte y el ímpetu artístico de su progenitor, resolviendo con una embelesante entrega absolutamente todos los números musicales que protagonizaba. Y aunque no hubiera heredado el registro vocal de su padre, la actriz anteponía una incombustible chispa, lanzada al aire con contundente soberanía, a cada una de sus intervenciones en el escenario, sin que en ningún momento se echen en falta las voces de los artistas originales. Y se comía la pantalla de forma impune gracias a ese rostro de superlativa fotogenia y transparente expresividad. Si da gusto verla apechugando con los pasajes musicales, se hace obligado quitarse el sombrero ante su grandeza en los momentos dramáticos. La temperamental soberbia exhibida a través de esos movimientos bruscos que en su cuerpo delgado se vuelven plasmaciones exactas de la caprichosa razón de ser del personaje, la enorme fragilidad expuesta sin concesiones ante las cámaras gracias a esos ojazos vidriosos agitados en lastimeras lágrimas, y la ardiente e irracional pasión que la consume por dentro y se le escapa con furiosa vehemencia en el atropellado juego interpretativo con el que se contonea a lo largo de todo el metraje, hacen del protagonismo de Ángela Molina en Las cosas del querer una de las experiencias más maravillosas de cuantas puede uno disfrutar en una pantalla grande. Aunque la precaria dicción que había venido lastrando algunas de sus actuaciones volviera a hacer acto de presencia, fomentada además por ese espontáneo acento andaluz, no constituye razón suficiente como para restar puntos de valor a la prodigiosa, fascinante y emocionante composición llevada a cabo por ésta, no sólo deslumbrante estrella, sino por encima de todo magnífica y grandiosa actriz, que se había ganado a pulso el ser considerada uno de los más suculentos talentos interpretativos que se habían visto en nuestro cine.


La competencia era dura, sobre todo debido al concurso de una Victoria Abril, que concurría por cuarto año consecutivo a este premio, gracias al talento exhibido en Si te dicen que caí, del que siguió siendo su principal benefactor Vicente Aranda y es que sólo su firme decisión permitió a la estrella protagonizar este nuevo proyecto juntos, adaptación de la novela de Juan Marsé, y es que en contra de los deseos del autor, la actriz comenzó el rodaje estando embarazada de seis meses, motivo más que suficiente para rescindir su contrato. El reto era grande pues Victoria debía encarnar a tres personajes distintos: la novia de un miliciano republicano desaparecida, casi volatilizada del mapa (Aurora Nin), una joven harapienta que para sacarse unas perras vende su cuerpo a cualquier postor (Ramona) y una prostituta de lujo altamente relacionada (Menchu). La glamurosa caracterización de éste último, con el vestuario apropiado, logró que disimulara el avanzado estado de gestación de la actriz, pero para sorpresa de todos enriqueció notablemente el dibujo del personaje de Ramona, pues la actriz no duda en mostrar tripa incluso en sus múltiples secuencias eróticas, lo que aporta un brutal y sórdido encanto al trabajo de la actriz, que en pocas palabras fascina y entusiasma en cada una de sus intervenciones, saltando de registro de una secuencia a la otra con pasmosa sencillez: de la coqueta y seductora Menchu a la esquiva y frágil Ramona, pasando por la enamorada Aurora, brillando siempre sobre el resto de sus compañeros de reparto gracias a esa naturalidad suya en modo alguno estudiada y elevando con su trabajo el desafortunado resultado del conjunto. Por tan grande mérito, ganó su segundo Fotogramas de Plata, así como el Premio de la Generalitat de Catalunya y la Academia la alzó como la intérprete más nominada en la corta historia de los Goya.


Sobradamente disfrutable y decididamente brillante como esa camella madrileña en la deliciosa Bajarse al moro, de nuevo a las órdenes de Fernando Colomo, aunque físicamente el aspecto de la actriz no casara a priori con la imagen de una “chica porreta”. Sin embargo, la Forqué acertó al llevarse el personaje a su terreno, afrontándolo desde esa ingenuidad y frescura tan característicos en ella misma, actuando de fantástico motor de una comedia que no ocuparía el puesto de honor que disfruta en la memoria colectiva de no ser por el trabajo de la actriz, que logra en conjunta colaboración con su compañero Juan Echanove, aportar al género una de las más atractivas e inolvidables parejas cinematográficas de los ochenta. Incorporando a su habitual ternura infantil cierto matiz arrabalero, de mujer pasada de vuelta, la Forqué añade también a su habitual comicidad un permanente estado de alienación logrando que su habitual “chica pizpireta” se rebaje hasta mostrar sin inconvenientes la absoluta falta de expectativas de su despreocupado personaje. A pesar del exquisito, divertido y hasta emotivo resultado final de su actuación, la actriz con más Goyas en su haber hasta la fecha, ya no pudo sumar el que hubiera sido el cuarto cabezón de su trayectoria.


Igual que lo ocurrido en el año anterior, la segunda nominación al Goya de Ana Belén gracias a su protagonismo en El vuelo de la paloma, de José Luis García Sánchez, puede tacharse de desproporcionada. Y no es porque su trabajo en esta entrañable comedia coral sea reprochable, sino porque a pesar de que la estrella convence magníficamente como esa ama de casa de clase obrera, atribulada y frustrada, que siente renacer en ella el fulgor adolescente ante los requiebros de un famoso galán cinematográfico, parte donde Ana Belén lograba brillar escudándose en ese incuestionable atractivo físico y esa admirable fotogenia ganados con su madurez; por contra, a la exposición de esa naturaleza barriobajera de su personaje le falta garra castiza y le sobra el divismo, esforzadamente disimulado aquí, aunque sin conseguirlo del todo, que acompaña a la actriz en la mayoría de sus incursiones dramáticas. Este motivo es el que nos impide dejar de ver en El vuelo de la paloma a Ana Belén “haciendo de” y resta considerables puntos de valor a un trabajo por lo demás verdaderamente agradable y encantador. 


La Olvidada.


Dado el escaso eco suscitado por algunos títulos estrenados durante aquel curso cinematográfico, para más inri, bastante pocos de ellos con un protagonismo femenino suculento, sólo cabe hablar de una actriz olvidada en esta categoría y no es otra que la jovencísima Emma Suárez, por su trabajo a las órdenes de Juan Miñón en La blanca paloma. De cuyo trabajo encontramos una crítica publicada en el momento del estreno de la cinta en El País, escrita por Ángel Fernández-Santos, y que nos parece describe a la perfección la brillantez exhibida por la intérprete y que, por ello, reproducimos: "actúa con armas de tan desarmante verdad, que se presiente, viéndole construir este su casi imposible personaje, una actriz de talento y posibilidades expresivas infrecuentes, ya que combina el hermetismo con la expansividad y sabe usar como una veterana, pese estar en sus comienzos, una alegre mirada sonriente como vehículo transmisor de dolor y de tristeza. De otra manera, Emma Suárez sabe decir una cosa con la contraria, posee el don de lo indirecto y lo ambiguo, pone alma en la banal mecánica de un mal movimiento, otorga fuerza erótica subterránea a algunas zafias evidencias que ha de afrontar y, sobre todo, mira a la cámara, es decir, a la mirada del espectador, dejándola inmóvil, deslumbrada. Se presiente toda una actriz en esta mujer joven, capaz de dar misterio a lo archisabido y lustre a las mugres que representa".

2 comentarios:

Benigno dijo...

Yo echo de menos entre las olvidadas a una estupenda Maribel Martín por El niño de la luna.

Unknown dijo...

Y a mi que Maribel Martín me pareció un poco envarada en esa película. "El niño de la luna" me parece una cinta fascinante, pero creo que contiene interpretaciones algo deficientes.