martes, 17 de septiembre de 2013

El Goya 1988 a la mejor actriz puso a Carmen Maura al borde de un ataque de nervios.


Llegamos al final del repaso por las candidaturas interpretativas de los Premios Goya 1988 con la correspondiente a la mejor actriz principal. Una categoría díficil de evaluar, sobre todo teniendo en cuenta que nos ha sido remotamente imposible localizar y visionar como se merecía otro de los cinco trabajos interpretativos nominados, como también nos sucedió en la categoría secundaria del año inmediatamente anterior (1987). A pesar de esto, no nos cabe la menor duda de que el tercer Goya de la historia a la mejor actriz fue también el primero absolutamente merecido, pues con él se premió una de las actuaciones más emblemáticas del cine español de los 80 y, por extensión, también uno de los hitos artísticos de una de las más grandes actrices de nuestro país.


Ninguneada como pocas en las ediciones precedentes, donde figura como una de las olvidadas más destacadas, Carmen Maura logró resarcirse de tanto agravio gracias, de nuevo, a Pedro Almodóvar, que le regaló otro de sus grandes papeles para el cine en Mujeres al borde de un ataque de nervios y es que su anunciada última colaboración con el manchego supuso un deslumbrante recital al que era imposible dar la espalda. Bajo la amargada y angustiada piel de Pepa, esa actriz de doblaje abandonada por su amante el mismo día que conoce la noticia de que está embarazada, Carmen Maura se elevaba a los altares cinematográficos del momento exponiendo sin tapujos toda la sinrazón obsesiva por la que deambula su desesperado personaje, brillando tanto en los breves e iluminados momentos de reafirmación interna de su rol, imbuido por una más que digna necesidad de superación, como, sobre todo, en los más recurridos abatimientos sentimentales de una mujer herida y decepcionada, aunque todavía enamorada. No posee el trabajo de la estrella un solo “pero” que indicar, todo en él resulta perfectamente medido y calibrado, dando forma a un perfecto y milimétrico tour de force, rebosante de emoción incluso en algunos momentos de inconfundible patetismo, que terminó de enmarcarla como una de las más destacadas intérpretes del panorama cinematográfico español. Esta magistral creación en Mujeres al borde de un ataque de nervios se erigió pronto en el buque insignia de una trayectoria interpretativa de enorme nivel. Dan fe de ello los incontables premios que la actriz llegó a acumular ese año, entre ellos un Premio Nacional de Cinematografía otorgado por el Ministerio de Cultura, el correspondiente a la mejor actriz en los recién instaurados Premios del Cine Europeo (otorgados por la Academia Europea de Cine) o el Fotogramas de Plata, a los que hay que sumar este merecidísimo Goya que la confirmaba como una de las más grandes actrices que había parido este país. Por el contrario, cansada de soportar la enorme presión a la que la solía someter Pedro Almodóvar durante los rodajes, la Maura dio por concluida su relación profesional con el director después del feliz alumbramiento de Mujeres al borde de un ataque de nervios, la película que, paradójicamente, les llevó a los dos a lo más alto en la esfera cinematográfica mundial, incluyendo la consabida nominación al Oscar en la categoría de película extranjera.


Desde el mismo momento del anuncio de las nominaciones, el Goya a la mejor actriz debía tener nombre propio. Sin embargo, si hubo alguien aquel año que podía disputar a la vencedora una batalla de igual a igual fue Victoria Abril,  a la que la Academia premió con su tercera nominación al Goya consecutiva por su trabajo en el thriller Baton rouge, de Rafael Moleón, donde en ese papel de falsa psiquiatra seducida por un pelagaitas, la actriz llevaba a cabo con brillante convicción todo un homenaje a la figura mítica del cine negro de la femme fatale, intensificando con una fiera mirada y un porte soberbio el lado oscuro de un personaje lleno de aristas y que la actriz sabe matizar a conveniencia para generar el necesario despiste en el espectador en aras de la sorpresa final. Implacable, cruel, una verdadera devora hombres que sabe bien cómo jugar sus cartas incluso invitando a la compasión en ese terrible y nada esperanzador último plano, abrazada entre temblores al inspector de policía. En definitiva, otra impecable y magnífica demostración del arte de Victoria Abril bien sustentado por esta tercera nominación al Goya.


También con bastantes opciones debía haber partido la protagonista de Caminos de tiza, de José Luis Pérez Tristán, otro de los títulos malditos del cine español de los 80, hoy totalmente olvidado y desconocido para el gran público, pero que permitió aspirar a un Goya a María Fernanda D'Ocón, intérprete múltiplemente galardonada y homenajeada por su excelsa labor teatral y con escasa trayectoria cinematográfica para la que éste suponía su primer y único papel netamente protagonista en la gran pantalla. De nuevo como una monja, esta vez dedicada a la enseñanza, que buscaba reencontrarse con sus tres alumnas predilectas tras conocer la noticia de su próxima muerte, la D'Ocón se apuntaba un deslumbrante y emotivo éxito personal acometiendo su trabajo desde una agradecida naturalidad, alejando a su rol del cliché al que podía haber quedado reducido gracias a una entusiasta actitud no exenta de un feliz infantilismo. De este modo, su Madre Mercedes se convierte en el vehículo perfecto para seguir con buen ánimo este drama sensible y emotivo, tendente por momentos a cierto sentimentalismo edulcorado, algo que la actriz sabe sortear de manera estoica a través de una mesurada y metódica contención, con las lágrimas siempre humedeciendo esos ojos inmensamente comunicativos, rozando en algunos solemnes y brillantes momentos algo parecido a la perfección dramática, sobre todo en aquellos que comparte mano a mano junto a un estupendo también Jesús Puente. Por suerte para todos, la Academia tuvo a bien incluir este preciso y tierno trabajo de esta dama de la escena entre las cinco finalistas al Goya de aquella tercera edición, pues sirve así la posibilidad de recuperar y no pasar en balde un filme que merecía mayor repercusión de la que le ha dado el paso del tiempo, además de significar un importante e inesperado reconocimiento del cine a una verdadera eminencia del teatro.


Poco más se puede decir de una categoría en la que también figuraba nominada, también por primera vez la estrella Ana Belén, gracias a la comedia ligera Miss Caribe, de Fernando Colomo, donde se mostraba resuelta y encantadora como esa recatada maestra valenciana que por herencia se convierte en propietaria de un barco-burdel en pleno Caribe. Y aunque le comiese casi todos los planos el desparpajo natural de su compañera Chus Lampreave, Ana Belén cumplió con creces su cometido y rebosó naturalidad y frescura, exentos casi por completo de ese afectado divismo que había venido perjudicando sus anteriores trabajos, motivo por el que resulta justificado el que lograse ser nominada por fin al Goya a la mejor actriz, aunque vista con ojos actuales su nominación parezca responder más a las necesidades de rellenar huecos dentro de las cinco candidatas en la categoría que a una recompensa netamente artística.

La quinta nominada fue, por segunda vez, Ángela Molina, gracias a la película Luces y sombras, de Jaime Camino, una película mal acogida en su presentación en el Festival de Venecia de aquél año, como leemos en la pertinente crónica encontrada en El País y que nos ha sido imposible localizar.

Las Olvidadas.


1988 no sólo fue el año en el que la Academia coronó a Carmen Maura como la mejor actriz de cine, sino que además también fue el año en el que la misma estrella debía ser mencionada como una importante olvidada para la misma categoría gracias a Baton rouge (1988), un thriller complejo de Rafael Moleón premiado con cinco nominaciones a los Goya y en el que la actriz brillaba en la piel de esa apasionada y en apariencia ingenua mujer de clase alta dominada por pesadillas violentas y seducida hasta la perdición por un joven treta, y con la que exponía sin tapujos todo el arsenal erótico que poseía como mujer arrolladoramente carnal, evolucionando ante la cámara dominada por una cautivadora y penetrante lascivia. A pesar de lo conseguido de su reinterpretación del tipo femme fatale en este recomendable ejercicio de cine negro, con no pocas influencias de Les diaboliques (Las diabólicas) (1955), de Henri-Georges Clouzot, resulta comprensible que la Academia ignorase su trabajo en beneficio del desempeñado por su compañera en el reparto Victoria Abril, con mayores y mejores dosis de lucimiento en la gran pantalla.


Pero Maura no sería la única de las candidatas definitivas con múltiples opciones aquel año, también la Abril hubiera podido quedar finalista con la hilarante protagonista que desempeñó en El juego más divertido, de Emilio Martínez Lázaro, una actriz de culebrones televisivos desesperada por encontrar un lugar y un momento en el que poder quedarse a solas con su amante, su también compañero de trabajo. Se puede decir que la película pertenece enteramente al trabajo de la Abril, que llevaba a cabo una interpretación tocada por una espontaneidad desbordante y logrando aparecer en cada una de sus escenas infinitamente divertida, dejando bien claro, de paso, que no hay nadie mejor que ella para hacer creíbles escenas de cama tan arriesgadas como las que protagoniza. Sin embargo, ante tan inolvidable recital de indescriptible comicidad, la Academia optó por seleccionar a la intérprete por un trabajo algo más intenso.


Perjudicada por el olvido casi general que sufrió su película de cara a las nominaciones a estos Premios Goya 1988, la bastante desconocida actriz aragonesa María José Moreno pasó desapercibida gracias al papel protagonista de La Tacón, la madame de un prostíbulo, en el estupendo thriller El aire de un crimen (1988), de Antonio Isasi Isasmendi, y con el que la actriz se adueña irremisiblemente de la pantalla en cada una de sus intervenciones como esa mujer chantajista y embaucadora, víbora sigilosa que sabe mudar de una piel dulce y acaramelada a la de una descomunal arpía con sólo unos segundos de margen, como dan fe su primera aparición junto a una joven Maribel Verdú o sus posteriores y continuados encuentros con Fernando Rey. Un trabajo interpretativo de magistral consecución que suponía la encarnación más perfecta y sublime de una auténtica femme fatale (y van...) que había dado la producción nacional en toda su historia y que, dado el flojo nivel en materia de interpretaciones femeninas protagónicas vistas aquélla temporada, bien le podría haber valido una nominación al Goya.


Por último, es digno incluir en esta lista a una de las más firmes promesas del cine nacional de finales de los 80, Aitana Sánchez Gijón, quién supo aprovechar la oportuna llegada de un primer papel protagonista en Viento de cólera, de Pedro de la Sota, aunque por su delicado y refinado aspecto parecía improbable que la joven actriz pudiese llegar a encarnar con la necesaria convicción un rol como el de María, que requería una gran preparación física para desenvolverse fácilmente por el escarpado bosque que su personaje conoce como si se tratara de la palma de su mano, al haberse criado en él desde pequeña. Y no sólo por esta razón, sino también por las dificultades que puede acarrear para un intérprete no preparado la complicada accesibilidad a una localización determinada y la posterior desenvoltura que éste debe demostrar en escenas donde prima la acción de los personajes. Sánchez-Gijón demostraba estar muy por encima de las impresiones generadas por su frágil aspecto de muñeca y se impuso con pasmosa convicción a todos los tipos de obstáculos por los que tuviera que atravesar su personaje. Serena y sobria, Aitana pisa firme sobre la maleza de los escenarios naturales del Valle de Baztán, asentando a cada zancada un gramo imperceptible de un talento interpretativo que se nos antojaba ya sumamente suculento. Viéndola en pantalla, uno tiene la sensación de que esa joven ha vivido en ese hermoso y otoñal paraje toda su corta existencia. Es tal la fuerza con la que la actriz se apropia no ya sólo del escenario, sino de los elementos y animales que lo habitan, así como también de las harapientas ropas que la visten, que la verosimilitud de la propia película llega a resentirse cuando ella no está en el plano. Lograda la apropiación física de su personaje, Aitana se podía permitir el lujo de no esforzarse lo más mínimo a la hora de presentarlo a los espectadores y dedicarse a dar vida fílmica al constringente temor que va empujando a su rol una constante rebelión hasta el final. Para ello, su mejor arma fueron sus enormes, oscuros y fieros ojazos, significativamente expresivos y que, para la ocasión, exponían en pantalla registros tan variados como un terrible desconcierto, al que sigue un miedo preocupante que cristaliza en incauta cólera. Y ya en la parte final, cuando los roles se invierten y es ella la que acosa al malvado, florecían en sus pupilas unas brillantes llamas que anticipaban un desenlace que es tal gracias a ese coraje reflejado en su rostro. Con un punto salvaje e incivilizado, Aitana supo responder emotivamente en la intimidad de su personaje, logrando con su sola presencia que una escena tan gratuita como aquella en la que muestra sus senos, resplandezca dentro del conjunto, debido al alto grado de privacidad expuesto por la actriz. Sin que el riesgo asumido a la hora de filmar una violación pudiera ya sorprendernos, debido a la eficacia que demostró en Jarrapellejos (1988), de Antonio Giménez Rico, en una escena mil veces más brutal, el trabajo global de Aitana Sánchez-Gijón brillaba con luz propia en Viento de cólera, razón por la que fue premiada con el Premio Francisco Rabal en la Semana de Cine Español de Murcia y por la que no habría estado nada mal una primera candidatura al Goya a la mejor actriz.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Increíble que aún hoy, 25 años después, Aitana Sánchez-Gijón siga sin saber lo que es estar nominada en los Goya... le tienen más tirria que los Oscar a DiCaprio xD

Unknown dijo...

Increíble e incomprensible, pues ha dado muchas buenas (de las mejores) interpretaciones al Cine Español de las últimas décadas.